Ayer a la tarde fuimos al Bellas Artes. Al entrar a una de las primeras salas escucho conversar a los guardias. Los últimos cuarenta minutos son los más largos, dice uno. Se lo notaba incómodo con el uniforme, incómodo en su silla.

Recorremos la planta alta del museo. Un poco antes de irnos la pintura Al solcito de Fernando Fader me deja estaqueado frente a ella. Parece una exageración lírica, estaquear es casi el único verbo dramático que permiten los sobrios movimientos de un museo, y está tan a mano que es casi de mal gusto usarlo gratuitamente, pero me excuso en que estoy siendo preciso y honesto. Quise seguir avanzando hacia siguientes pinturas. Noto que me ha gustado mucho, y ya, intento decirme, siguiente, queda poco tiempo para que cierre el museo. Pero no puedo, estoy como magnetizado al suelo. Me quedo.

Fernando Fader

No sé qué es lo que me ha impactado tanto, lo cual es obviamente el asunto con la pintura. (Al salir conversamos que hay una especie de arbitrariedad primigenia en la relación de la pintura con quien la ve, y que esa arbitrariedad de la recepción, presente en todas las demás artes, acá se manifiesta en su forma más primitiva y misteriosa. Uno pasa pintura tras pintura y algunas lo cautivan y otras no, sin siquiera el esbozo de una explicación, que sí está presente en la literatura o el cine. Atrae, o no lo hace, de un modo místico o infantil, como un capricho despótico del homúnculo en nuestro sistema nervioso, que con sus manos enormes destruye algunas pinturas y señala otras con el dedo del asombro. En la lectura, por ejemplo, puede identificarse ese nudo arbitrario y primigenio del gusto, pero siempre está más semantizado de antemano. Uno solo puede acceder a ese nudo podando infinitamente, y esa poda es imposible. En la pintura es al revés, el nudo se presenta de antemano y decide por nosotros, y luego toda semantización tiene algo de intraducibilidad idiota.).

La conversación tuvo esa frescura del ensayismo oral sobre un tema que se siente demasiado grande, en este caso hablar de la pintura en términos tan generales, en que todo lo que se dice tiene algo de pereza, de picardía o de esperanza de genialidad.

No sé qué es lo que me ha impactado tanto, pero me quedo. En primer lugar, veo que la piedra que hay en el vértice de abajo a la derecha introduce un gran efecto de realidad, y que desde su gris contrasta con todo lo demás de una forma aún más sensorial y concreta, haciéndonos sentir que el paisaje existe, haciendo vivir más a los colores. Hay en eso una virtud instrumental, en que ese realismo cumple su simple función de efecto de verdad que nos hace ingresar sensorialmente a la escena. Pero también hay algo puramente estético, que es que esa piedra y las demás que hay en el cuadro le dan una mayor ambigüedad al paisaje, que sin ese elemento tosco y muerto sería una primavera de propaganda.

Después voy hacia el centro del cuadro y me doy cuenta de que lo que verdaderamente me ha cautivado es cierta incongruencia que hay en la actitud de la mujer, una incongruencia para lo esperado de la escena. Esa sensibilidad esperada tiene que ver con la relación entre el trabajo y el paisaje, entre la actividad realizada y el paisaje. Toda la escena parece tratar de un marco conocido, muy disponible en nuestra colección sentimental: una tarea material y calma que se entrelaza con un paisaje bello. Una conjunción, una simbiosis de serenidad, entre la tarea y el paisaje. Puede pensarse también en alguien que trabaja su jardín, en alguien que escribe en una caligrafía de trazo tan minucioso que olvida el contenido, en alguien que encuaderna (“sobre el papel blanco, blanco… ¡Trabajo dulce, cotidiano!”), en alguien que pule un objeto. Tejer, que es lo que hace la mujer en el cuadro, podría entrar tranquilamente en esa lista de actividades ascéticas, pero acá ese epicureísmo está malogrado justo antes de concretarse, o desviado de su centro. Todo nos lleva hacia ahí, y sin embargo algo no cierra. Esa incongruencia está en la actitud corporal de la protagonista. Quizá si estuviera sentada y de piernas cruzadas, en una posición de su espalda que evoque mayor ensoñación, todo sería más armónico. Pero la mujer está completamente metida en su actividad, de una manera que tiene algo de autista, algo de obsesión desordenada, incluso algo invisiblemente sumiso, como de una sumisión social apoteósica, que opera incluso allí, en la soledad, en la naturaleza, en la calma, bajo el sol. El asunto es que esta compenetración técnica en la actividad del tejido la hace infinitamente inconsciente del paisaje, que pasa a ser más melancólico por no tener un contemplador, por no tener alguien receptivo a su belleza en la propia escena (podría haber receptividad en la protagonista sin necesidad de que mire el paisaje, justamente con otra actitud de su cuerpo). Entonces ese paisaje pasa a ser solo nuestro. Lo que no debe hacer confundir: la mujer es la heroína del cuadro, no la villana. En cierto modo, en su ensimismamiento desentendido del paisaje, nos lo regala a nosotros. Por eso los rosas dispersos en el paisaje se cifran en sus mejillas, como latiendo en ella y subrayando esa inobservancia de las sierras, emparentada ahora con la imposibilidad de ver el propio rostro. En esa libertad de no ser visto por quien lo porta, el rostro empieza a independizarse. Las mejillas se deciden finalmente a ver el paisaje por sí mismas, o más bien a recibirlo, y en su condición de cuerpo, de falta de mediación, no pueden sino verse afectadas, muy afectadas, ir creciendo gradualmente en su color, en un estado de alerta ya destartalado y desesperado hacia el paisaje, como queriendo avisarle a la protagonista, a punto de hacerla estallar.////PACO