Arte


Frenesí, epidemias y danza

Y una noche de champán y de cocó, al arrullo funeral de un bandoneón, pobrecita, se durmió…

 J. González Castillo

Parece ser que a finales de la Edad Media, tanto en Sajonia como en Estrasburgo y Alsacia, hubo episodios de coreomanía. Una mujer empezó a bailar en la calle y no paró, a lo cual se fueron sumando otros hasta que, un mes más tarde, había más de 400 personas bailando a cielo abierto. Hubo muertes por infarto, fatiga y parálisis de piernas. Hay incluso cuadros y relatos de distintas ciudades que muestran estas escenas. Y también explicaciones: una ingesta accidental del cornezuelo, el hongo del cual se obtienen las bases para la fabricación del LSD, que al parecer favoreció estas experiencias colectivas de ritmo y alucinación. Sin embargo, hay más ejemplos de estas mismas situaciones de “histeria colectiva” que generan el encuentro de los cuerpos bajo determinadas condiciones: contagios de risa, contagios de desmayos, incluso de opiniones hasta llegar a sus vertientes más fascistas.

Esta relación con una suerte de enloquecimiento por la danza tampoco es nueva: aparece tematizada, por ejemplo, en el ballet Giselle, en el que las willis –unos seres inmateriales del trasmundo que ajustan las cuentas en éste condenan al traidor príncipe Albretch, causante de la pérdida de razón y muerte de la protagonista, a bailar para siempre. En otro registro, la comedia musical Las zapatillas rojas trata de una muchacha que se las calza y no puede parar de bailar mientras las lleve. La danza puede ser una muerte, una amenaza, una pesadilla. Pero, ¿por qué? La asociación entre danza e intoxicación es vieja como la humanidad. Las danzas rituales, tribales, según se ha investigado, suelen estar vinculadas a la ingesta de hongos, plantas y alimentos que favorecen los trances y las percepciones alteradas de aquellas cosas que en el estado habitual de trabajo, productividad y supervivencia no emergen. La vida en estos modos tradicionales, señala Mircea Elíade, estaba dividida entre lo sagrado y lo profano, y se articulaba en una ida y vuelta entre temporalidades ordinarias y extraordinarias ambas imprescindibles para una existencia con sentido y ligada al cosmos, los ritmos de la naturaleza y los ciclos vitales. Tanto los ritos de la Pachamama como los carnavales y las celebraciones que aún hoy se llevan adelante en los casamientos y que incluyen bailes de muchas horas continuadas e ingestas desmedidas de bebidas, son herederos de estas prácticas, que suspenden el tiempo ordinario para sumirnos en uno extraordinario. El problema es que luego hay que retornar a lo cotidiano, donde la permanencia en el éxtasis así como la dosis excesiva de una sustancia pueden destruirnos.

Ahora bien, en nuestras vidas contemporáneas podemos encontrar otras formas que emulan estas prácticas rituales: las fiestas electrónicas. En estas fiestas la mezcla de personas, las largas duraciones y la inducción mediante unos graves amplificados para transmitir al cuerpo individual un pulso, una velocidad y una inmersión en una especie de “cuerpo común” convierten al DJ en el maestro de ceremonias que decide cómo interpretar, conducir y hacer explotar la fiesta. Puede fundir rock, pop, cumbia, reggaeton, trap y lo que quiera para elevar a los participantes, al mismo tiempo que las proyecciones, el vestuario y la iluminación producen un efecto estimulante, narcótico, eufórico, que suma a la búsqueda de un traspaso de fronteras. Por supuesto, la idea de que el cuerpo es indiviso e individual surge en el siglo XVII. Antes, más allá de las diferencias entre pueblos y creencias, no se consideraba el límite entre lo privado y lo público ni entre el sujeto y la comunidad como lo consideramos hoy. Podemos imaginar una vida con otras lógicas: no se abría un cuerpo para operarlo y curarlo, ni tampoco se consideraba a la conciencia singular o la vida privada como un valor preponderante del modo en que lo hacemos ahora. Ahora nuestros cuerpos hoy están intervenidos, como se sabe, por medios químicos (hormonas, medicamentos, virus en bajas cargas para inmunizarnos), y también por dispositivos y diversas prótesis que se le acoplan y desacoplan según lo necesitamos: anteojos, audífonos, computadoras, celulares, piezas de ortopedia, bastones, zapatillas y abrigos.

¿Es exactamente esto lo que proponen las fiestas electrónicas de internet cuando hablan de “drogarnos con información”? ¿Los organizadores se proponen conectarnos y acceder a los estados alterados donde nuestras identidades quedan flotando mediante el uso de avatares? Ya desde inicios del siglo XXI hay quienes estudian esta relación entre el beat, el golpe vibratorio en los huesos en una fiesta electrónica y su aceleración o desaceleración y efectos en el cuerpo y la psiquis, por ejemplo en “Baila y muere” de Benjamin Noys recogido en el libro Aceleracionismo. Son los jóvenes de clases trabajadoras urbanas europeas (España, Inglaterra, Alemania) quienes participan de las raves, que se entrelazan con la cultura del cosplay (vestirse , maquillarse y transformarse a la perfección pero sin demasiado dinero aunque si trabajo y dedicación en los personajes del animé) y el mundo gamer (se alude a Minecraft, videojuego de construcción muy popular). ¥€$Si Perse, autodenominada como “interfaz hipersticional, artistas y djs”, propone raves en entornos virtuales y la emergencia de otras subjetividades con la llegada del Covid-19. Se presenta como Neuro Dungeon, aceleracionismo musical y danzas inhumanas en el cyberfeudalismo, en twitch.tv e Instagram. En definitiva, se toma un avatar de algunos juegos de espadas, brujería, ciencia ficción o construcción medieval y se participa de una rave que es como un videojuego: “Partimos de la idea de que internet —el ciberespacio— funciona como una droga que induce una alucinación colectiva consensuada (…) Las complejas redes e interconexiones de internet son al igual que las drogas psicoactivas, más allá de la mística, sustancias de comunicación. (…) Centrándonos en estas plataformas de escenarios virtuales y avatares, podríamos considerar las drogas en estos medios como plugins, extensiones y add-ons no oficiales”.

Dado que durante la pandemia no podemos ir a una fiesta con nuestros cuerpos de carne y hueso, mediante la web se proponen como entretenimiento o diversión lo que, si una se entrega a las palabras de sus organizadores, casi resultan también experiencias revolucionarias. Esta mezcla de algo del mundo gamer (uso de avatares, música), algo del discurso que asumía la internet en los años 70 con sus creadores y sus apuestas a la “democratización del conocimiento” y la consecuente ética hacker, pero también la revitalización de las invitaciones a la emancipación de los jóvenes. Hoy tenemos a la Fiesta Bresh (en realidad en YouTube e Instagram) y lo que vemos son videos o fotos de DJ con vestuarios, iluminación bastante profesional, escenografías y personas que desde sus casas bailan, beben y se filman en tiempo real frente a la pantalla del móvil y con su smart TV en la imagen. Está por verse si los jóvenes sólo migran de una plataforma estandarizada a otra donde sus adultos no los vean, o si crean nuevas interfaces menos rígidas, eluden el control y seguimiento del algoritmo y deciden ir por otros caminos. No se cae de maduro que esto vaya a ocurrir meramente por cuestiones de edad o modos de enunciación.

Por cierto, estamos atravesando la educación virtual, el sexting, las transacciones online, el teletrabajo y toda clase de situaciones y experiencias que quedan ahora centradas en las computadoras y celulares. La misma idea de ficción, performance y sociabilidad está en un borde difícil de pensar, con este gesto que parecemos haber asumido de la noche a la mañana y es el de seguir la vida que teníamos a como dé lugar.

La idea de “información” como narcótico, por otra parte, puede ser lo suficientemente tensionada hasta abarcar registro de datos químicos, sensoriales o cognitivos, reemplazando aquello que antes podía ser nombrado como un estímulo. Resta deslindar el tema de si el sujeto, la persona humana, puede tomar los datos en una transmisión directa, limpia, sin filtrar, obturar o procesar de modos distintos aquello del mundo que le llega. De todos modos, cualquier consumidor o adicto sabe que puede tener un buen o mal viaje, y esto no siempre puede anticiparse. Por mi parte, ¿cómo no extrañar a los otros en sus diferencias y corporeidades? Lo que a mí me gusta de las milongas, los recitales y las calles, por ejemplo, es la gente variopinta, heterogénea, rara, imprevisible y distinta que nos pone en estado de alerta pero también despierta nuestra curiosidad y deseos. Quizás estemos ante un tipo de revolución distinta, de tipo más bien reaccionario. La del alejamiento, la instauración del miedo a la alteridad y la práctica del ataque de pánico, paranoia o inhibición como norma de relación.

El uso de cocaína en el ambiente tanguero de antaño o la ingesta de bebidas o pastillas en las fiestas era para alargar la permanencia en esa escena común, y no para mayor rendimiento y productividad. Hoy, el temor que parece importante escuchar, y que surge de nuestra zona más arcaica, es que este mundo online permite cancelar rápidamente lo que no nos gusta: bloquear y borrar, como en la serie Black Mirror, al que nos cae mal o nos incomoda. Sabemos del estrés que implica soportar gente que nos resulta insoportable y obligarnos a las reglas de sociabilidad cuando nos cuesta relacionarnos. ¿Pero el problema son las computadoras e internet, que son creaciones de la humanidad, o los propósitos y las tendencias fanáticas y totalizantes en sus usos? Me pregunto cómo haremos para que los cuerpos que parecen estar en fuga de la vida pública puedan permanecer en un territorio abierto, en una porosidad, una soportabilidad de lo diverso y una conexión, un acuerdo momentáneo para jugar con las velocidades, fuerzas, equilibrios, pérdidas de eje y contrapesos en la rareza de las danzas de lo que somos por un rato, de tanto en tanto. Quién sabe, tal vez podamos fabricar algo en este laboratorio social del Covid-19 que nos toca. Ahí sí digo que no estemos dormidos////PACO

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