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Mi bisabuelo, don Esteban, fue cuchillero y domador. Si tenías un potro chúcaro por la zona de Las Flores, Azul, Tapalqué, lo ibas a buscar para que lo deje mansito y listo para el paseo. Era un tipo entrador, con cara de indio y le gustaba lo que hacía: domar potros, tomar mate, tener hijos, mirar lejos. Una vuelta de esas que no se distinguen de otras, le tocó el que sería su último caballo: un corcovo para desacomodarlo y un corcovo para tirarlo en medio del corral y dejarlo tullido.

En esos tiempos no había impresora 3D ni prótesis de titanio así que lo abrieron, le extirparon un pedazo de fémur fracturado, lo cerraron y mi bisabuelo tuvo que agradecer, con una pierna 20 centímetros mas corta que la otra, no morir de una infección. Esa falta se suplió con un zapatón negro, de suela ancha, ortopedia rudimentaria que le sirvió para caminar sin bastón pero no para disimular una cojera que lo sacó definitivamente del negocio. Partido y rengo, emigró en busca de trabajo y encontró una fuente para lavar sus patas cansadas, en la plaza central de una ciudad que aún no sabía que sería bombardeada.

Don Esteban trocó potreros por unidades básicas y rebenque por doctrina de la comunidad organizada; el peronismo lo cobijó y le dio sentido, pero nunca dejó de ser un ex domador desconfiado de la medicina y descreído de la ciencia en general.

Tuvo una buena vida esquivando doctores que le pedían que afloje con la grapa, que afloje con el chorizo seco, que afloje con la sal, que afloje. Aún recuerdo las grandes juntadas familiares del 9 de julio, día de su cumpleaños, en las que se le preparaba un locro aguado y sin sal que él rechazaba porque «ya viví como quise y ahora me voy a morir como quiero». Y se murió, nomás, pero dejó una huella trajinada, peronista y un último deseo absurdo: que su cadáver fuera donado a la Facultad de Medicina.

Hoy sus restos mortales descansan repartidos en frascos llenos de formol, para regocijo de los estudiantes que cada tanto lo homenajean con una selfie.///PACO