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Entramos en el infierno. Es difícil dimensionar la pérdida cuando el cuerpo está todavía tibio. El cuerpo de Maradona quizás no deba entrar en algor mortis, aquel paso último que se da cuando a uno se le congela el cuerpo y todo termina de confirmarse indemne. Quizás algo en su fisonomía no lo permitirá. Podemos pensar una cama de la morgue, los gritos de algún familiar, las insistencias polivalentes de una muchedumbre organizada de manera espontánea afuera de su casa en Tigre. Podemos imaginar, también, los reportes médicos: la panza eterna, los ojos desafiantes, relegados fisiológicamente para todo menos para el hielo. 

Maradona puede ser abrazado como héroe entre los vivos, un último gran mito popular del siglo xx. Nos interesa pensarlo como algo más: como la circulación definitiva de las imágenes de la Argentina en el mundo, del mundo en la Argentina, como acaso el último mito en un siglo del demonio, desprovisto de dioses y de sus textos sagrados y que ahora sí, finalmente, se termina.

El Diego es un héroe popular justamente por lo polimórfico de su figura, por la levedad de sus transmutaciones. Algo de lo desprolijo, de lo espasmódico cuando baila o cuando arrastra las vocales al hablar recuerda a lo humano y a lo purísimo. Como cuando hacía jueguitos antes de cada partido, y bailaba, y después con su metro setenta corría boludos para todos lados. Maradona jamás fue visto siendo algo más que sí mismo en una cancha, más que Diego y una pelota. A veces hay que recordarle a la gente con la que hablamos que Maradona entrenaba más que nadie, que no la soltaba ni durmiendo; Maradona fue Maradona porque amaba acariciar un pedazo de cuero inflado con una sinceridad tan inocente y absoluta, casi mesiánica, y porque de vez en cuando se dignaba a compartirla con veintiún otros que lo miraban atónitos, igual de espectadores que otros tantos miles.

El New York Times dijo que las sustancias y los abusos perturbaron el legado de Diego. Lo que no entendieron los gringos es que lo imperfecto de su imagen, lo burdo y lo retrógrado, son funcionales a la materia de estas deidades inocentes. Nosotros entendemos cuando vemos la mano de dios que eso no es trampa, que no es sucio ni contamina un deporte en el que la pureza aburre. Como Judy Garland, como Chavela Vargas, como el mismísimo Che, la imagen de Maradona importa por lo incorrecta, por lo transparente de sus constantes vaivenes éticos compartidos con el mundo quizás con bronca, pero con una sinceridad que por momentos pareció llevárselo puesto. Maradona fue hermoso, más bien sublime, porque jugó tan bien que ni las reglas del deporte pudieron detenerlo y porque jugó el deporte inglés en pos de su propia pose de Villa Fiorito hasta que quedó claro que de Inglés no le quedaba nada. 

En su trayectoria universal, el Diego nunca dejó de lado su estética de lo espectacularmente grasa, los excesos de una genialidad que no pudo más que pasarle por arriba a cuanta norma, convención y ley quiso. Galán y pendenciero, no le importó enojar a la prensa conservadora y aristócrata. Tuvo dos mujeres y ninguna de ellas fue una modelo de Victoria’s Secret. Se puso un abrigo de piel en la Unión Soviética y se fue a vivir a Dubai con la misma ligereza con la que se acercó al presidente de Rusia y le preguntó, en porteño inconfundible, que si se sacaba una foto con los pibes (“Ronaldo es tan tímido que me dijo: Diego, por favor, decile a Putin.”) Si Borges escribió sobre el derecho del mundo en el ejercicio de la lengua, Maradona más que practicarlo hizo realidad todas las promesas de sus precursores. Se manejó motivado por lo inconfundible de su talento pero, también, por un axioma territorial en el cual el resto del universo nos pertenece, desde el vamos, a nosotros. Elegimos recordarlo en una foto épica con su tinte anticolonial y despectivo, frente a seis soldados atemorizados del equipo Belga, alineándose para el ataque.

Uno termina los obituarios con la marca generacional, con la vuelta a lo propio. Los más jóvenes nunca vimos al Diego del mundial, su recuerdo es la memoria de madres y abuelos que lo amaron antes de que le cortaran las piernas, el de las compilaciones de Youtube, el de los mitos populares y los cuentos sobre Bilardo. Es, también, cierta convicción de que incluso alguien que nació a finales de los noventa y que es de Independiente, que ya no vive en el país pero mira fútbol siempre que puede, puede encontrarse y encontrar esa forma de alegría compartida en Maradona. Ahora que se fue, quizás haya que reinventarlo. Quizás haya que releer todos los textos para buscar una constelación posible para entender lo que fue el Diego en nuestras vidas. Quizás haya que aprender a vivir en la tierra sin la existencia de sus dioses terrenales////PACO