La cineasta Crystal Morselle caminaba en 2010 por la Quinta Avenida, en Nueva York, cuando corporalmente se enfrentó a una imagen/objeto salida de la película Perros de la calle (1992). Naranja (Roth), Blanco (Keitel), Rubio (Madsen), Azul, (Bunker), Rosa (Buscemi) y Marrón (el propio Tarantino) caminaban hacia ella pero en una versión adolescente con anteojos Ray-Ban, trajes grandes, pelo largo, actitud de asombro en cada movimiento y cierto aire vintage freak. ¿Eran parte de un film independiente?; ¿disfraces?; ¿un juego?; ¿una pura imagen mental como ectoplasma cinéfilo? Sí y no. La “manada” Angulo avanzaba en una de sus excursiones citadinas consumiendo experiencias después de haber estado más de una década encerrados en un departamento del Lower East Side. Si el obscenamente ingenuo personaje de Jerzy Kosinski en la novela Desde el Jardín (1970) comienza su historia con  “… la vida que transcurría del otro lado del muro no lograba despertar su curiosidad”; Morselle tuvo la fortuna de que efectivamente la realidad  supere a la ficción.  Se topó con Mukunda, el mayor de los siete hermanos Angulo;  que a diferencia de Chance Gardiner en el que todo su universo mental y físico estaba condicionado por lo que veía en la pantalla del televisor, el adolescente de catorce años– en ese momento- decidió ser hombre integrado y no bestia apocalíptica. En las manadas de lobos se da una estricta jerarquía en la que un macho y una hembra alfa imparten las reglas para el resto de los miembros. Los alfas son los que toman las decisiones y los que aseguran el éxito en la caza y la reproducción de grupos que van desde los seis a veinte- de manera poco habitual-  animales. Un lobo joven puede ganar terreno y desafiar al alfa aunque generalmente abandona la manada cuando ya no puede adaptarse a la efectiva estructura impuesta en lo alto de la cadena alimenticia. Oscar Angulo, un peruano que trabajaba guiando turistas en Machu Pichu, conoció en 1989 a  Susanne, una estadounidense que quedó obnubilada por la “mística” del hombre y ambos decidieron formar su propia manada, pintar su aldea,  utilizando una amalgama de insania,  filosofía Hare Krishna, educación en el hogar, películas y la búsqueda de una utopía que derivó en una  dictadura del encierro, el egoísmo y la autoconmiseración.

POSTER

¿Eran parte de un film independiente?; ¿disfraces?; ¿un juego?; ¿una pura imagen mental como ectoplasma cinéfilo?

Angulo quería diez hijos pero tuvo siete a los que aisló durante catorce años en un departamento derruido y los nombró como dioses hindúes Mukunda, Narayana, Govinda, Bhagavan, Krisna (Glenn), Jagadesh (Eddie) y su pequeña hermana Visnu con cierto grado de autismo; y les prohibió el contacto con la “peligrosa sociedad” de Nueva York; una ciudad que sólo sería de paso pero que se terminó transformando en un hogar de subsidio y limbo. El agobio del encierro no es el único punto focal de la historia de la familia Angulo sino que es el propio padre alfa, el mismo que dice odiar los “ideales capitalistas”, el que incitó a que sus hijos consuman películas de Hollywood. Así se da la trágica ironía de rechazar pero al mismo tiempo crear el cordón umbilical educativo con el lenguaje, la realidad versionada y las historias instrumentales del odiado “imperialismo cultural”.  Los chicos Angulo pasan sus días aprendiendo de las lecciones básicas impartidas por Susanne en el hogar; una madre cuyo contacto con la realidad parece cada vez más difuso pero que al mismo tiempo sigue siendo un ancla de cordura ante un padre que quiere ser alfa pero que no cumple con la regla básica de proveer y proteger. Y en ese encierro de cuerpos en un departamento que genera angustia se da al mismo tiempo un laissez faire, laissez passer  creativo en el que los hermanos dedican horas a recrear escenas de películas como, la ya mencionada, Perros de la calle, Batman, El Padrino, Pesadilla en la calle Elm, Pulp Fiction o El Mariachi, entre otras. Están afuera de la sociedad como cuerpos pero sus mentes consumen recortes visuales de ficciones. No son el personaje de Kosinski “sin pensamiento original”; adaptan y reversionan porque saben que hay “un afuera” que se les escapa.  La lente de contacto de la manada modifica pero no termina de cegar la vista. El documental de Morselle (2015, 90 minutos) aborda, de manera retrospectiva, la vida de estos jóvenes que no son seres incultos o pequeños tarzanes sino que tienen una ideología integrada (de manera particular) a la sociedad estadounidense pero con la falta de experiencia corporal de transitar sus calles e interactuar con otros por fuera de su comunidad- manada.

2

El agobio del encierro no es el único punto focal de la historia de la familia Angulo sino que es el propio padre alfa, el mismo que dice odiar los “ideales capitalistas”, el que incitó a que sus hijos consuman películas de Hollywood.

El percutor revolucionario del hombre que se despierta en “el joven lobo”  se activa cuando Mukunda, tras catorce años de encierro, decide enfrentar las imposiciones de su padre y salir del departamento para recorrer el barrio. El espectador, ante la ansiedad de una sucesión de entrevistas, material de vídeo de archivo y deprimentes miradas perdidas desde las ventanas a lo alto, estalla de admiración al ver cómo Mukunda elige adentrarse en el afuera;  sale a la calle con una máscara de Michael Myers. El hermano mayor crea su propio guion y  explora las manzanas cercanas a la cárcel familiar representando al asesino enfermo psiquiátrico de John Carpenter en Halloween (1978). Un disfraz ¿inocente? que inmediatamente alerta a los vecinos que no tardan en llamar a la policía haciendo que el adolescente quede internado y empiece un ida y vuelta entre la familia y los servicios sociales. El reguero de pólvora ya está encendido y los hermanos comienzan con su “despertar” que los llevará a encontrarse con la documentalista y acceder a narrar su historia. The Wolfpack, galardonado por el Gran Jurado en el 31 Sundance Film Festival,  fue ampliamente aplaudido por la crítica y el público logrando que los hermanos Angulo sean “estrellas” de la película de su vida. La frase de Plauto retomada por Thomas Hobbes: el hombre es el lobo del hombre parece no encajar cuando Oscar Angulo intenta, cuando está sobrio, explicar qué buscaba al crear su manada; una idea basada en contemplar que sus hijos no “se contaminasen” con la sociedad y crecieran descubriendo “quiénes son” en su particular aislamiento. Umberto Eco ya había advertido: “El monstruo es algo que habíamos creado nosotros” como en El planeta prohibido (Forbidden Planet, 1956, dirigida por Fred McLeod Wilcox) donde la fatalidad es la proyección del inconsciente del científico, “la radioactividad que estamos sembrando. Es el hijo que podría nacer deforme. La guerra que podría estallar sin que nadie haya hecho un gesto”. Los hermanos siempre fueron hombres y solo lobos en la ficción creada por su padre empiezan a romper una estructura que se veía endeble desde el inicio de la cinta. Como si se tratase de un fallido experimento psicológico de comienzos del siglo XX, los Angulo pasan a estar mediatizados por una aldea selectiva pero que nunca deja de ser humana, en un aislamiento parcial, que permite que mantengan cierta sociabilidad. Si bien el “ellos” y “nosotros” sigue instaurado aún cuando rompen el encierro y comienzan a observar y procesar la nueva información del afuera que no transcurre como en las películas; lentamente la integración hace mella. Parafraseando a Bernard Stiegler, The Wolfpack funciona como una imagen postdigital de los hermanos en versión Perros de la calle, una síntesis de modelización de un guion reversionado; los Angulo son hombres y no lobos. La ficción llegó a su fin aunque la fábula urbana se materialice otra vez en una pantalla para morderse la cola///////PACO