Hoy la idea de que al pueblo lo encarna un tornero que vota al peronismo para comprar su primera heladera y conseguir vacaciones pagas es falsa. ¿Dónde está el pueblo? ¿Cuál es el sujeto de la épica nacional y popular? La figura del trabajador calificado, padre y señor, que matea el domingo, satisfecho en su descanso porque en la semana trabajó haciendo crecer su familia y su nación, encuentra una rápida contestación en el repartidor digital, soltero, posible libertino o asexuado, que pedalea por la ciudad sin ningún tipo de derechos, restricciones ni contención.

Estos dos extremos, reales pero idealizados, no tienen en cuenta que en la actualidad el trabajo continúa siendo analógico para la fabricación de bienes y la oferta de servicios, pero que, en cada momento y lugar de la cadena de producción, de una u otra forma, interviene una tecnología digital. Sea en la producción misma, en la publicidad o la venta, en la distribución o en la administración de los dividendos, el engarce del código binario de máquinas intangibles lo atraviesa todo. 

El trabajador, calificado o no, el jefe que dirige, el empleado que gestiona, es, en el presente, un hombre con computadora y conexión. Ese hombre conectado, cuya neurosis ya no es un misterio ni un secreto, puede a su vez desarrollarse en muchas formas. Un gerente en una oficina, una empleada estatal en una dependencia pública, una diseñadora en un aula universitaria, un capataz con un teléfono celular, un programador encerrado en su casa con una antena en la cabeza. En el tiempo del esparcimiento y el descanso esto se vuelve más evidente. Las pantallas, los dispositivos y las plataformas lo atraviesan y condicionan todo. Nuestro placer y distensión encuentra una forma tecnificada. No estoy diciendo nada nuevo. Ni haciendo una crítica pesimista. Ni pido un retorno a la naturaleza. Pero señalo que este catálogo de obviedades constituye un estado de la cuestión que la clase política, siempre tironeada entre lo novedoso y lo conservador, parece no registrar.

Hace poco, Guillermo David me sintetizó una idea: si comunidad está ligada al funcionamiento del lazo social, hoy ese lazo se virtualizó y se volvió abstracto. O sea que la vieja concepción de un ciudadano articulado a un todo cayó. ¿Padecemos ahora un océano de singularidades conectadas? Antes el pueblo delegaba soberanía en el rey, en el presidente, en Juan Perón. ¿Ahora en quién delega? Guillermo pregunta: ¿quién delega poder en quién? La pregunta resulta importante.

Si el peronismo no logra construir una mitología afirmativa –no sacrificial, ni fóbica– a la altura de Internet, un sistema de símbolos y héroes que viva y se reproduzca de forma digital, es muy probable que se termine. La agonía puede ser larga, y acariciar, en sus hilachas, la llegada de nuevos paradigmas que saquen la cultura digital del mapa de los vínculos y entonces sí renacer. El movimiento tiene experiencia en desaceleraciones y esperas. Eso que llamamos peronismo, ese entrecruce de pasiones, reivindicaciones, maneras de ver la realidad y los sueños, siempre se caracterizó por sus capacidad de mutación y supervivencia. Hay motivos para pensar que su basamento telúrico es poco menos que indestructible, al punto de enredarse y confundirse con lo argentino. (Aunque su contrapartida, el antiperonismo, parece tener la misma capacidad. Y ambos podrían sobrevivir incluso a la disolución de la nación que los cobija.) Al mismo tiempo, anticipar finales y decretar muertes es un gesto recurrente de la modernidad. Citando a Dom Casmurro, todo muere, los hombres, las estrellas, las naciones. Aunque las identidades políticas saben defenderse y prosperar, muchas veces beneficiándose de la adversidad, creciendo con viento en contra, también es cierto que pueden llegar a su fin, envueltas en una nostalgia elitista y autocelebratoria.

Hay algo espectral, ya muy estudiado, en Internet. También en Javier Milei. Los que miran a Milei, siempre a través de una breve pantalla, ven lo que quieren ver, lo que los seduce o lo que los asusta. A veces se ven a sí mismos. A veces ven a otros, ven la pasión, el carisma, a un verdugo de la clase política, a un payaso, a un economista que va a hacer que los argentinos cobren sus sueldos en dólares, esa pequeña obsesión criolla… A veces también ven el abismo. Los que registran a un hombre con problemas de salud mental son los que más convencidos lo votan. Milei no parece un político, sino un síntoma. Todo es contradictorio y sensual. ¿Por qué? Entiendo que hay una relación directa entre el votante de Milei y las redes sociales, sobre todo Tik Tok, Instagram, YouTube y Whatsapp. Esa realidad mediada, o directamente desabrochada de la idea de otro, libre de las ataduras de cualquier tipo de institución o reglas que no sean las propias, atomiza la comunicación y cambia al sujeto.

La técnica en su estado más conmocionante, de estímulo neurocerebral directo, sin robots de lata, aparatos ni cables, opera en la conformación del sujeto. ¿Podría ser de otra manera? En un punto, el trabajador que pensó, creó y moldeó el peronismo no existe más. Me arriesgo a decir que el pueblo peronista ya no está ahí. Es posible que ese cambio, o ausencia, haya condicionado a la dirigencia peronista y sea responsable de su notable metamorfosis hacia una socialdemocracia a la europea, donde sus cuadros principales no paran de hablar de la derecha. “La derecha esto” o “la derecha aquello…” “La derecha viene por tus derechos…” Lo hacen olvidándose que la doctrina cantaba ni yanqui ni marxistas y proponía siempre salvaguardar y construir una tercera posición. Si un funcionario o un militante que se reconoce peronista dice “porque la derecha…” es un infiltrado, un desviacionista o un ignorante. O tal vez sea la prueba más firme del ocaso de un movimiento.

En Argentina la división nunca fue derecha o izquierda, marcas que atienden al lugar que ocupaban los franceses en su parlamento, mientras se cocinaba la revolución, a decir de Tibor Fischer, el espectáculo filosófico más importante de la historia de Occidente. La política argentina, también enferma de dualismo, definió dos grupos para el siglo XIX, federales y unitarios, y dos más para el siglo XX, peronistas y antiperonistas. Si se quiere ser más amable con los rudimentarios antiperonistas –para quienes el peronismo es tan importante como para los mismos peronistas– podemos decir peronistas y liberales. El siglo XXI ¿retoma esas formas e ideologías? Si las descarta, ¿cuáles propone?

No desperdiciamos el tiempo y este siglo ya mostró que es capaz de divertirnos, enriquecernos, pervertirnos y asesinarnos con la misma elegante eficiencia que el siglo XX. Del hombre conectado podemos esperar nuevas mitologías, exprimidas de viejas verdades. Y solo quien logre interpretar a ese sujeto político marcará los rumbos de la siempre perecedera vida contemporánea.///PACO