LUNES

A cada mexicano que me crucé le expliqué que soy un argentino poco común: no sé nada de fútbol, ni jugar al truco ni hacer asados. Eso sí, hago unos mates excepcionales. Pero a casi nadie en la Ciudad de México le interesa. No tienen la costumbre de compartir ninguna bebida. Toman cerveza en monjita, gaseosa en botella chica y te miran raro cuando se enteran que los argentinos chupamos de la misma bombilla. Después está el sabor del mate amargo. No tienen nada similar entre sus infusiones y por lo tanto ponen una cara que combina asco y desconcierto. Tampoco comprenden que un solo mate proporciona varias chupadas antes de terminarlo. Chupan una vez y te lo devuelven, aún cuando ocasionalmente a alguno le cae bien el sabor. Cuando explicás que tienen que chupar tres o cuatro veces (después de reírse del concepto de chupar) hasta escuchar el ruidito, les parece demasiado. Y nunca vuelven a pedirte uno. Convivo con muchos mexicanos todos los días y sólo tomo mate con argentinos nativos o por opción. Mejor para mí, porque soy un fan del mate en solitario. Conseguí yerba Rosamonte (la mejor en relación calidad/precio) en una tienda gigante que se llama Liverpool, una especie de Falabella pero muy superior. Pagué unos 95 pesos por medio kilo, lo cual no se diferencia tanto del precio argentino, bastante accesible si consideramos que cruzó más de diez mil kilómetros para llegar acá. El mate que uso es el que me acompaña desde 2011 cuando vivía en Once, lo compré a un mantero en avenida Corrientes y es el mejor que tuve en mi vida. Las bombillas me las procuré antes del viaje, robadas de diferentes casas. Pero faltaba una cosa.

A cada mexicano que me crucé le expliqué que soy un argentino poco común: no sé nada de fútbol, ni jugar al truco ni hacer asados. Eso sí, hago unos mates excepcionales. Pero a casi nadie en la Ciudad de México le interesa.

Como vivo en una casa que extrañamente no tiene cocina, calentar agua es muy complicado. Al principio usé la cafetera (sin café) pero ese recurso me pareció demasiado lumpen y me puse a buscar una pava eléctrica, que acá se llaman “teteras” y que no tienen botón ni graduación para el mate. Pasé mis días mirando precios y modelos hasta que en una tlapalería vi lo que podría ser la respuesta. En México las ferreterías sólo venden los artículos grandes, mientras que las menudencias se venden en lo que se llama tlapalería, que es la adaptación de una palabra náhuatl que significa “pinturería”. Así que entré a la tlapalería y entre tornillos, cerraduras, candados, clavos y pijas (así le llaman a los tornillos para madera) vi una especie de tarro para leche con una resistencia encastrada y un enchufe. Salía $50, tres veces menos que la pava eléctrica más barata del mercado. Le pregunté al tlapalero si era “segura” y me señaló la suya propia, que estaba calentando agua para el café. No me pareció creíble, pero decidí arriesgarme, el precio lo valía. Llevé esta versión muy villera de pava a la casa donde habito y la exhibí a todos los que quisieron comprobar mi hallazgo. El aparato no tenía botón ni nada, había que enchufarlo para que caliente y desenchufarlo para que deje de hacerlo. Me hice varios termos con eso, pero hoy el experimento llegó a su fin. Decidí muy termerariamente vaciar el contenido de la pava eléctrica en el termo, aún sabiendo que no debía vaciarse por completo. La resistencia, entonces, calentó sobre la nada y la pava emitió un estallido formidable que despidió la tapa contra la pared de la cocina, a pocos centímetros del cuerpo de Tália, una compañera de trabajo que estaba haciéndose un café. Después del susto y la lluvia de sales mexicanas en la cocina, pude ver cómo la resistencia se había desprendido del plástico, revelando el origen del antológico estallido. Unos minutos después de recuperarme emocionalmente de este incidente del que por suerte salimos ilesos, consulté con Gato, otro argentino que vive acá pero hace muchos años ya, y juntos encargamos una hermosa pava eléctrica de aluminio marca Mayware que llegó en 24 horas gracias al servicio de Amazon prime, en el que pagás 600 pesos mexicanos por año y te llegás los productos en un día a tu casa. Como decía Borges, el mate más que una bebida es un entretenimiento. Antes de todo este incidente, cerca del mediodía, estuvimos mirando el famoso eclipse de sol, que en México se vio parcialmente. Mi amigo Chema compró -en la tlapalería- unas placas oscuras para soldar de 14 milímetros y con ese instrumento pude verlo en vivo en todo su esplendor sin dañarme los ojos. Fue un eclipse como el de Los Simpsons, como cualquier otro. Uno piensa que porque estaba en México, con su cultura rica en supersiticiones y mitos, habría pasado otra cosa. Pero no. No pasó más nada. Apenas un momento social. En las tlapalerías aparecería un cartel durante los días siguientes: “no quedan placas de soldar”. Chema me contó que el tlapalero le ofreció una placa “de 14” como las que recomendaba el gobierno para ver el eclipse, pero el “14” estaba marcado en fibra sobre el “12” que traía de fábrica. La viveza criolla, entonces, está en todos lados, sobre todo en las tlapalerías.

MARTES
Fui ver fútbol a la cancha. Cuando mi cuñado Juano me hizo la invitación para ver a su equipo favorito, Los Pumas de la UNAM, pensé en tres cosas: que sería caro, que sería peligroso y que me aburriría mucho. No pasó ninguna de las tres. Salimos a las 7 de la tarde en un Uber hasta el estadio de la Universidad (acá la palabra “cancha” no existe, usan ese vocablo griego y elegante). Cruzamos toda la ciudad por una autopista muy elevada, la más elevada de todas, hasta llegué a divisar el volcán que se llama Popocatepl pero le dicen “el Popo”, tamizado por los humos de la contaminación. Al bajarnos, nos comimos unas botanas en un bar al paso mientras Juan mensajeaba al resto de los aficionados del grupo para que nos compren la entrada. Yo tenía un billete de $500 y rogaba para que alcance. El estadio de la Universidad lo hizo un arquitecto que no recuerdo el nombre, pero Juano me contó que es un estadio olímpico, por lo que alrededor de la cancha hay una pista de atletismo. La forma, contaba Juano que explicó el arquitecto, es de un “sombrero charro”, aunque realmente no se parece a un sombrero charro, pero sí tiene unas formas medio raras que le quitan capacidad en nombre de la estética. También me contó que hay murales de Diego Rivera y otros prestigiosos muralistas, pero esos no los vi. Apenas llegamos encontramos al grupo compuesto por los papás de Chema (septuagenarios apasionados de los Pumas), mi nuevo cuate “El Pollo”, que según me contó tiene una foto de su madre embarazada de él en una tribuna de ese mismo estadio y que casi nunca se pierde un partido, otro personaje que no recuerdo el nombre pero estaba completamente vestido con la ropa deportiva y sombrero a tono con el logo de Los Pumas, Juano y yo, que en esta ocasión era “el argentino” y todos me trataban como tal, con cortesía, respeto y muchas explicaciones que eran bienvenidas porque no recordaba la última vez que había ido a la cancha. Traté de aparentar que sabía algo de fútbol y creo que lo logré, al menos todos escucharon respetuosamente mis infundadas opiniones sobre ese deporte. Entramos a la cancha como quien entra a una función en el Colón: caminando prácticamente solos y tranquilos, con policías sonriéndonos y pidiéndonos por favor que nos preparemos para un breve y amable cacheo. El Pollo me había advertido que me podían sacar el cinto, así que lo habíamos dejado en el auto del papá de Chema, y me explicó que el encendedor debía meterlo dentro de la billetera, subrepticiamente acomodado, y que ahí no lo encontrarían. Tal y como dijo, así fue. Había mucha gente en el estadio que sabía el truco, porque muchos sacaban sus encendedores y prendían sus cigarrillos en la espera de 20 minutos bajo la lluvia hasta que empezara el partido. Efectivamente, el estadio de la UNAM es tan hermoso y apolíneo como Juano me había contado.

En esta ocasión era “el argentino” y todos me trataban como tal, con cortesía, respeto y muchas explicaciones que eran bienvenidas porque no recordaba la última vez que había ido a la cancha.

Lo que más puede entusiasmarles a los argentinos de las canchas mexicanas es que se vende cerveza Corona a granel. Un vaso gigante sale $80 y -fiel a la cultura mexicana- no se comparte. Durante todo el primer tiempo vendieron cerveza sin parar, de a dos o tres inclusive. Por mi parte soy una persona sofisticada y decidí sólo tomar coca cola, que se vendía en vasos igualmente gigantes por sólo $25. Pero a medida que pasaban los minutos empezaron a desfilar las opciones de comida: un cuarto de pizza de peperoni (chorizo colorado), unos churros gigantescos con chocolate que parecían la poronga del negro de WhatsApp, algo llamado “cueritos” que son vasos transparentes con piel de cerdo en conserva, un vaso repleto de maíz con mayonesa y ricota a lo que le llaman esquites, paquetes de papitas y nachos, panchos y tortas , galletitas de toda clase. Ya por el final del segundo tiempo pasó un vago que vendía un café con una dona por $50 “para el frío”. Comí uno de estos combos divinos cerca del final del partido, mientras el viento de la noche secaba los charcos y los Pumas recibían el gol del Monarcas que les costaría el partido. Me sentí Martín caparrós, tomando un café en la tribuna de la cancha. Antes de entrar le había preguntado a Juano si iríamos a la popular o al palco y él me había mirado un poco extrañado. Luego recordó sus tiempos en Argentina y me explicó que acá todas las tribunas tienen asientos y no existe tal división. Me pareció algo hermoso y le agradecí al dios del fútbol mexicano, que no sólo permite que exista una entrada de $380 pesos que se puede comprar en la puerta de la cancha exactamente antes del partido, sino también pasar la hora y media cómodamente sentado. La mayoría del público también estaba sentado (salvo la hinchada que se la pasó cantando con trompetas y otros instrumentos, sonaba muy bien), y además se comportaba civilizadamente, disfrutando la compañía de sus amigos y familias. Enfrente mío y de mi grupo había un padre con sus hijos de unos 12 y 10 años, nena y nene respectivamente. Comieron, conversaron de fútbol, alentaron a su equipo ensuciaron todo y cinco minutos antes de terminar el partido el padre dijo “ahora hay que limpiar” y juntaron todos los papeles y restos en una bolsita que habían llevado. La gente alentaba al equipo y si criticaba a a algún jugador lo hacía indicándole cómo debería haber actuado o dando simplemente una negativa a sus acciones, como mucho alguna ironía sobre su desempeño, pero jamás lo envió de vuelta a su país de origen o lanzó groserías contra su progenitora o sus relativos más cercanos. En algún momento un jugador le dio la pelota a un miembro del equipo contrario y el papá de Chema le gritó algo como “tenías que llamarte Cárdenas” en una oscura alusión al candidato del Partido de la Revolución Democrática, Cuauhtémoc Cárdenas, del que se dice que, en las elecciones de 1988, vendió su victoria cediéndole la presidencia al candidato del PRI Carlos Salinas de Gortari. Si esos son los insultos de la cancha me pareció estar de pronto rodeado por los poetas del grupo de Florida. El partido terminó con la victoria 2 a 1 del equipo de Morelia sobre los Pumas, en un partido pobre tecnicamente, que reflejaba la decadencia de Pumas, el agotamiento de su proyecto. Aparentemente el responsable de este resultado era Paco Palencia, un laureado ex jugador nacido y criado en las inferiores de la Universidad y ahora devenido a Director Técnico por primera vez en su carrera. Mis compañeros comentaban con ironía que “estudió en Barcelona”. Aunque Pumas en un principio aceptó cordialmente en sus filas a este técnico novato, tal parece que bastaron algunas fechas del torneo para dejar ver que a Palencia el puesto le quedaba grande. Dicen los hinchas que Pumas necesita algo mejor, aunque no tenga dinero para pagarlo. Esto me hizo recordar al Club Atlético de Rafaela, por lo que sentí una gran empatía. Lo mejor fue que al final del partido la gente echó de la cancha al equipo y al DT entre gritos y silbidos, tirándoles con violencia vasos gigantes llenos de gaseosa. Me pareció un gesto bastante argentino del que me sentí secretamente orgulloso.

MIÉRCOLES
Mirando las tapas de los diarios en un kiosco, me entero que a Palencia lo echaron de los Pumas y pusieron a un argentino medio pelo en su lugar. No pude evitar pensar que siempre estamos ahí para ser la versión de cabotaje de alguien más. O para salvar las papas de los errores cometidos por alguien que era el favorito de todos.

MIÉRCOLES SIGUIENTE
Llueve. Dos o tres veces por día desde hace semanas. No lo soporto más. El pronóstico dice que va a seguir lloviendo. En el mercado de la Escandón averiguo los precios de los paraguas. Una señora me asegura que uno de $130 es bueno y resistente pero le pido que lo compruebe ante mí. Saca el paraguas del envoltorio y cuando lo abre, se rompe. Me pide disculpas y me asegura que los demás no se van a romper pero me alejo sin comprar nada prometiendo que voy a volver. El mercado de Escandón es un lugar fascinante. Es un gran galpón techado en el que hay puestos que abren los siete días de la semana. Un ser humano puede conseguir todo lo necesario para la vida dentro de esas cuatro paredes. Entre sus angostos pasillos pueden encontrarse frutas que no sabía que existían -cuyo nombre no puedo pronunciar- y todos los platos de la gastronomía mexicana son ofrecidos con insistencia por los puesteros que al grito de “pásele güero” me ofrecen un asiento que generalmente rechazo. Me gusta decidir por mí mismo dónde voy a comer sin ser coaccionado por empleados rentados. El truco más sencillo para saber donde comer es fijarse en la limpieza del puesto. Algunos están impecables y otros presentan manchas visiblemente añejas de diferentes generaciones de clientes. Opté por comer en un puesto de “tortas”. Inexplicablemente a los sandwiches le dicen tortas aunque también en la carta incluyen “sandwiches”. Tiendo a pensar que los sandwiches son más elegantes y que las tortas se hacen con otro pan, que creo que se llama “bolillo” y es un pan originario de la Ciudad de México. Generalmente cada torta tiene 3 o 4 tipos de carne: pollo, cecina, cerdo, res y a eso le ponen toda clase de verduras y salsas. En las casas de tortas hay una variedad infinita de sandwiches. La famosa “Torta de jamón” del Chavo en realidad no tiene solo jamón sino como 40 cosas. Un dato importante: si te preguntan si tu torta va “con todo” significa que le ponen lechuga, cebolla, picante y crema, además de todo lo que ya tenía. Los mexicanos le ponen crema a casi todos los platos, en especial los que son para desayunar o para comer al paso, al que le llaman “lunch”. Inclusive existen lugares que se llaman “luncherías”. Los tipos de lugares tienen muchos nombres y superponen la carta, por ejemplo en cualquier lado se pueden comer tacos pero sobre todo en las “taquerías” y es normal que en las taquerías también haya otras aunque no es al revés. Supuestamente las quesadillas se pueden hacer en cualquiera de todos estos lugares pero no todos tienen quesadillas. Es más, si pedís un plato que en ese lugar no se hace -aunque todo indique que realmente deberían hacerlo- un poco como que se ofenden y te miran con cara rara. Inclusive cuando tienen los elementos de las quesadillas, a veces no hacen quesadillas, no importa que los demás platos contengan por separado a las quesadillas. ¿Complicado, no? Lo más fácil es hacer lo que yo hago: preguntarle a mi novia. Y si no está ella, le confieso -casi entre llantos- a quien me atiende que soy argentino, que qué me recomienda, que por favor no le ponga picante, que tengo un hígado graso y un colon irritable que mantener, que tenga piedad de mi, tengo hambre, puedo pagarlo, y saco unos billetes arrugados y una monedas sucias.

MIÉRCOLES POR LA NOCHE
Estábamos con Lucía en la cocina, disfrutando de unos mates tardíos. Hablábamos del curso sobre Borges que comenzaría a dictar al otro día. Estaba muy emocionado y por eso le leía el Poema Conjetural en voz alta. Venía muy compenetrado, muy profundamente imbuido del sentir borgeano. En el poema se retrata los últimos momentos de Francisco Laprida en el que precisamente descubre su destino sudamericano. Cuando llegué a los versos que dicen

En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

El hermano de Lucy, Juan Pablo, vino desde su oficina, apareció abajo de la puerta que da al patio agarrado de los dinteles y dijo “chicos, creo que hay un sismo”. En ese momento volvimos a la realidad y advertimos una sirena que sonaba en todo el barrio, una sirena escandalosa, grave y chillona a la vez, un ulular de cariz atómico acompañado de una poderosa voz con eco que decía “alerta sísimica, alerta sísmica”. Mi cuerpo entró en pánico. Encogí mis omóplatos y miré a Lucía con cara de espanto. Ella pacientemente, aunque algo desconcertada, me acompañó hasta la puerta y me recomendó quedarnos abajo del dintel. Nuestra gata estaba en la habitación del primer piso, le pedí con voz cortada si podía buscarla mientras en mi mente pasaban toda clase de imágenes catastróficas. Juan parecía tranquilo. “Creo que es un simulacro, la verdad que muchas veces sonó esa sirena y no pasó nada”. Lucía bajó la gata y los abrigos. La gata y yo estábamos igual de asustados, temerosos, lánguidos y pálidos, a merced de una localía que parecía indiferente. Empecé a escuchar a los vecinos que salían de sus casas y hablaban entre sí, acomodándose en sus patios. La sirena se detuvo y volví a respirar. “¿Ya pasó?”, pregunté. Juan no sabía si el sismo debía ocurrir durante la sirena o después de la sirena, así que nos quedamos otro rato esperando que pase algo. No pasó nada. Así que imaginé que todo era algún tipo de ejercicio de evacuación. Recordé que en todos los lugares públicos de la Ciudad de México hay un cartel de protocolo por incendio y abajo uno para activar en caso de sismo. Hasta ese día lo atribuí a alguna especie de paranoia legislativa post terremoto de 1985. Pero ahora sabía que existía una sirena. Y no cualquier sirena. La sirena del fin del mundo. La sirena distópica. La sirena que suena como si fuese la última cosa que fueras a escuchar. Lucía me contó que cuando ella se fue de México, casi diez años atrás, esa sirena no existía. Me fui a dormir muchas horas después, y tenía otras cosas en la cabeza, pero la sirena seguía sonando en mí.

El hermano de Lucy, Juan Pablo, vino desde su oficina, apareció abajo de la puerta que da al patio agarrado de los dinteles y dijo “chicos, creo que hay un sismo”.

JUEVES
El curso sobre Borges arrancó muy bien. Hablamos sobre su infancia en el barrio de Palermo, la cercanía con la casa de Rosas que había sido demolida, su viaje a Europa y sus primeros poemas dedicados a la Revolución Rusa. Es muy argentino eso de hacerle poemas al primer quilombo que te cruzás. Borges es muy argentino y eso quise transmitirle un poco a los que toman el taller, que son mexicanos y, aunque muy lectores, les cuesta agarrar la obra de Borges. Uno trajo las poesías completas y leímos Fervor de Buenos Aires casi entero. Después les leí algunos poemas de Tuca, de Fabián Casas, y les expliqué que mi generación es una generación que -desoyendo a Borges- no estudió su tradición, y tal vez por eso Casas repite el mismo primer libro de Borges pero 80 años después. Para festejar que había salido bien fuimos a comer a “El califa”, un moderno pero tradicional restaurant donde yo tomé sopa de pollo porque me sentía algo mal de la panza y Lucía se comió una buena ración de tacos al pastor. Nos fuimos a acostar cansados pero contentos. Lucía doblaba ropa para guardarla en nuestro único ropero chiquito. Yo fumaba en la puerta de la pieza que tenemos en el primer piso y hablaba de no se qué cosa. En la Ciudad de México uno se habitúa rápido a escuchar ruidos en el ambiente. Ruidos de autos, bocinazos, gente gritando (tenemos una vecina que da discursos políticos a los gritos mientras empuja un carrito con basura), gente hablando en las casas vecinas, aviones y helicópteros que cada tanto pasan. Pero mientras daba las últimas secas al cigarrillo siento mis omóplatos tensionarse. Escucho un ruido tremendo y algo familiar. “Creo que hay un sismo” le dije a Lucía. Dejamos de conversar y escuchamos, ya claramente, la Sirena del Horror. “Alerta sísmica, alerta sísmica” decía la voz grave con reverb, la misma voz, que hoy, de algún modo, sonaba diferente. La cercanía con la anterior sirena, la fatalidad de encontrarse justo a punto de dormir, de entrar al otro mundo, un mundo agradable y sin interrupciones, un mundo donde suelo visitar a mis amigos argentinos y saludarlos por un rato, hacía que esta nueva alarma pareciera una verdadera alerta. “Alerta sísmica, alerta sísmica”. La voz hablaba y no queríamos creerle. “¿Qué hacemos? ¿Será que otra vez no pasa nada?”, dijimos. Mi miedo empezó a ser más fuerte y le pedí a Lucía que por favor agarre al gato y vayamos abajo, al patio, sobre la tierra, dulce y segura tierra firme. Me dijo que vaya primero y acepté. No suelo ser tan descortés, pero algo en mí me decía que tenía que hacerlo, que sólo era un rafaelino de la planicie perpetua en una situación que no podía manejar. Lucía parecía saber lo que hacía y no necesitaba que yo la moleste con mis lloriqueos. Cuando estoy bajando la delgada y oxidada escalera caracol antigua que nos comunica con el patio, la sirena dejó de sonar. Otra vez el silencio, la quietud de la noche vieja en la Colonia Escandón. Vuelvo a la pieza y nos empezamos a preguntar si el sismo venía durante la sirena y después. Ella me asegura que, a su parecer, es después. Pego la vuelta y, muy decidido, encaro para la escalera. Y ahí sí, agarrado del caño central, empiezo a sentir que algo alrededor se mueve nervioso. Llego a gritar “¡sí, empezó!” y bajo muy rápido hasta el patio. Me paro justo en el centro. El temblor era suave, leve, parecía que podía manejarlo. Como un subte que anda vacío y sin apuro.

El temblor era suave, leve, parecía que podía manejarlo. Como un subte que anda vacío y sin apuro.

Lucía llega con la gata envuelta en mantas, que nos miraba atónita y dócil. Instintivamente abrazo a Lucía y, sobre su hombro, llego a ver la verdad. El movimiento de las paredes, los árboles jóvenes del patio, las sillas y las mesas era como si bailaran una cadenciosa danza sorda, como si el edificio donde estábamos se hubiera tomado un ácido y lo disfrutara. Escucho a los vecinos bajar muy rápido sus escaleras, algunos gritando de pánico, otros hablando fuerte, otros pidiendo calma. Balbuceaban en dialectos e idiomas, alcancé a escuchar algún llanto y un grito, el miedo se transformó en terror, que fue contenido por el abrazo de mi mujer con nuestra gata en el pecho de los dos. Un par de minutos que fueron como una subida de montaña rusa, paciente y calmada hacia un cielo de vértigo y paranoia. Sentí mi cuerpo irse de su eje y oscilar con el mundo, una danza rota y narcotizada que hacía irse todo lo que sabía de este mundo. Pensé en ese momento que en realidad siempre creí que la tierra era plana y que las placas tectónicas eran un mito de las clases de geografía. Ahora las sentía en el cuerpo, el último reducto del saber, la verdadera escuela de las cosas. Que se te mueva el mundo te hace pensar que nunca más nada estará quieto, que todo lo que ves puede caerse y aplastarte, que no estás seguro adonde creías que ibas a estar seguro siempre. El sismo se fue deteniendo, pero la sensación de estar en un mundo ebrio seguía. Entonces advertí que Lucía me fue explicando cada paso con mucha tranquilidad, que contuvo su miedo para que yo no entrara en pánico. Me dijo que la sensación iba a durar un rato. Pude sentir el alivio de los vecinos, que respiraban fuerte, que seguían hablando, ahora un poco más calmados. Todo seguía en su lugar, nada se había caído alrededor. Las imágenes que vi estaban en mi mente, imágenes de objetos cayendo, de paredes quebradas y escaleras derramadas como mástiles de banderas de guerras que se perdieron. Caminamos de vuelta a la pieza, subimos las escaleras, que seguían ahí tan endebles y oxidadas como antes, pero ahora parecían más firmes, más seguras, más amigas, la amistad de los sobrevivientes. Me senté en la cama y hablé con Lucía. Escribimos a su hermano y su hermana para saber si estaban bien. Estaban bien. Nos reímos un poco, aliviados. Respiré hondo durante un buen rato, caminaba despacio dando vueltas en la pieza, en círculos, como un loco que se sabe loco. Fui al baño e hice caca. Tenía diarrea. Tiré desodorante, me lavé los dientes. Miré mi cara en el espejo, seguía siendo yo mismo. Cuando nos acostamos seguimos hablando, a oscuras, en la cama, escuchando los helicópteros, las sirenas de ambulancia, de la policía, los aviones, más helicópteros que pasaban nerviosos sobre nosotros, los sonidos de la catástrofe que recién había empezado. Me dormí y no soñé con nada, o no me acuerdo qué soñé.

VIERNES
Me desperté con una llamada del celular mexicano que compré hace unos días. Mentalmente calculé la hora y me di cuenta que era temprano. ¿Quién podía llamar a esta hora? Vi en el teléfono que era mi papá. No era una llamada de Whats App, sino una de línea. Pensé que había pasado algo realmente grave. Atendí con voz ronca. Mi viejo del otro lado estaba en pánico. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que me había despertado su llamada. Miré la hora y eran las 8, calculé que en Argentina eran las 10. Me explicó que los noticieros argentinos decían que hubo un sismo anoche en México y que había 30 muertos. Le dije que sí, que hubo un sismo, pero que estábamos bien, que estuvo todo bien. Me dijo que había sido de 8.4 en la escala Richter, lo que me pareció mucho porque una vez en una película había visto que un sismo de 4 puntos era un quilombo. Le dije de nuevo que estábamos bien, que después lo llamaba. Me dijo que los noticieros decían que era el sismo más grande de la historia. Después de cortar, me levanté, me lavé los dientes. Lucía seguía durmiendo entonces bajé a desayunar. Llegó Manuel, el ordenanza de la agencia que está abajo de nuestra casa. Me preguntó “y qué tal anoche??” con una sonrisa pícara. A Manuel le da curiosidad el hecho de que sea argentino, es un mexicano de unos cincuenta años que no tuvo mucho contacto con culturas exóticas. Después de charlar un rato me dijo que había sido un “sismo oscilante” que, a diferencia de los “sismos repiqueteantes”, son mucho más suaves. Los repiqueantes, me explicó, hacen temblar las cosas, hacen que las cosas salten y se golpeen unas con otras y se rompan. Los sismos oscilantes hacen que las cosas se muevan como bailando, y que no suelen traer complicaciones, que son los más comunes. Me dijo que en la calle, esa mañana, no había casi nadie. Que las escuelas no dieron clase y que muchos no fueron a trabajar por temor a las réplicas. Ahí volví a ponerme en guardia. La posibilidad de una réplica no estaba contemplada en mi mente. “Imaginate -me dijo- los que van en auto a trabajar por las rutas y caminos que están en un primer o segundo piso. Eso no salen hoy”. Después llegó Gato y me explicó que muchos no vana  trabajar porque en los edificios del gobierno y corporativos hacen controles con cuadrillas para ver si las estructuras quedaron resentidas o pueden seguir usándose con normalidad. Yo empecé a apurar el mate para ir a despertar a Lucy por si había una réplica ahora mismo. Le pregunté a Manuel qué posibilidades hay de una réplica. Me dijo que seguro iba a pasar, pero que tal vez no se sentía en nuestra zona, que de todos modos iba a sonar la Alarma del Terror Absoluto. Volví a la habitación y Lucy estaba despierta y mandando mensajes. Pasamos esa mañana y esa tarde contestando mensajes de nuestros amigos y familiares, que nos preguntaban si estábamos bien, con tanto o más pánico que nosotros al momento del sismo. Los noticieros argentinos, vacíos de noticias, habían dedicado todo el día a decir TERREMOTO EN MÉXICO y para los argentinos nosotros estábamos “en México”, cuando en realidad el centro del sismo había sido Chiapas, a más de 400 kilómetros de la Ciudad de México. Sin embargo, leyendo diarios y preguntando a los que llegaban a trabajar a la agencia nos íbamos enterando de que había zonas de la ciudad muy complicadas, sobre todo porque las lluvias diarias habían inundado muchos barrios y ahora esos barrios habían sufrido el sismo. Nunca había mandado tantos WhatsApp ni mensajes de Facebook en toda mi vida. No hubo nadie de mi entorno que no haya mandado su preocupación digital a 15 mil kilómetros de distancia. Mi padre me llamó dos veces más, inclusive despertándome de la siesta a la tarde -el único día que dormí una siesta- para avisarme de las réplicas. La diarrea empeoraba con las horas y se había transformado en un dolor de panza agudo. Me sentí cansado y esa noche tenía que dar taller otra vez. Me comí un Pepto Bismol (una cura para los problemas estomacales típicamente mexicana, son unas pastillas rosas que se mastican), dimos taller, todos llegaron con normalidad, inclusive vino un alumno uruguayo que no habló en toda la clase. La clase la pasé bien pero a la noche me sentía peor que nunca. Todo me parecía demasiado. Los mexicanos se reían del asunto lo tomaban con naturalidad. Los argentinos que me crucé estaban acostumbrados ya, aunque en sus ojos pude ver que jamás, pero jamás aceptarían que la ciudad puede caerse en segundos, que todo puede terminar con una alarma y un abrazo.

SÁBADO
Pasé uno de los peores días desde que llegué. La diarrea empeoró, el dolor de panza siguió y Lucy también estaba con dolor de panza. Compramos toda clase de remedios, los tomé tragándolos con aguas energizantes. Gastamos una fortuna en boludeces de venta libre. Dormimos mucho y con dolor.

DOMINGO
Me desperté un poco mejor, pero Lucy seguía igual. Habíamos conseguido un trabajo para escribir un guión de un video institucional. Una empresa que fabrica cerámicas requería que contemos su éxito. Fuimos a almorzar frutas y ensaladas a Sanborns, una cadena de restaurantes y tiendas totales que nos permitía conectarnos a internet y enchufar las computadoras en un ambiente esterilizado con un servicio de menú saludable a disposición, traído por camareras vestidas con ropa típica con los colores de la bandera mexicana. Comimos y nos volvió a caer mal. Volvimos a casa y los vecinos estaban haciendo un asado. Es decir, estaban quemando carne en una parrilla pero con cortes típicamente mexicanos. Arracheras y no se qué más. Había varios norteamericanos en la mesa. Se ve que la dueña de la casa de arriba lo alquila por ArBnB porque hay extranjeros todo el tiempo. Llenaron nuestra habitación de humo de asado mientras nosotros sufríamos de algún tipo de intoxicación. Tipeamos el guión que nos encargaron durante toda la tarde, escuchando la música de su fiesta: el 90% fue un playlist de grandes éxitos de Soda Stereo, un 5% de Café Tacuba y Andrés Calamaro, y una coda final con una playlist de metal de guitarra heróica noruego. Sus voces en spanglish y castellano masticado de Texas fue una música levemente irritante que se mezcló con las trilladas letras surrealistas de Cerati y los acordes radiables de los demás. Al atardecer, la hora del metal noruego, ya nos habían roto las pelotas. Su asado duró unas nueve horas. En el medio vi Rememory, la película de ciencia ficción donde actúa el enano de Game of Thrones en el primer papel de la historia del cine en el que un enano no hace de enano sino que en toda la película nadie menciona el hecho de que es un enano ni el tema es parte del argumento. Está muy buena pero me pareció que le faltaron chistes de enanos. Cerca de la noche se cortó el agua y la diarrea seguía, así que le metí balde y canilla de afuera y voluntad y recé secretamente de que no venga otro sismo. El partido de Pumas parecía que había sucedido el año pasado y ya me quería ir a dormir.

OTRA VEZ LUNES
Nos despertamos bien. Fue el primer día de sol con cielo despejado en varias semanas. Al despertar leo los mails y me confirmaron que voy a entrevistar a César Aira. Va a estar dando una charla el miércoles invitado por una editorial que lo publica en México que se llama Ediciones Era. La otra que lo publica es Random House. La prensera me avisa que tengo que estar mañana a las 11:50 y que tengo 20 minutos para entrevistarlo. Es suficiente. Usamos la mañana para terminar el guión, ya con mejor estado físico y la promesa de no comer tanta basura. El sol pega bien, todos parecen haber olvidado el sismo y paso un buen día tipeando mails, tipeando Words. Me corto el pelo, me hago hacer la barba y me hago un Twitter nuevo porque el otro lo perdí por insultar a Quintín, lo que debería estar permitido en los términos y condiciones. Mi nueva cuenta @goguicash, el sol, un nuevo trabajo que pegamos para el fin de semana, el corte de pelo, la tierra en calma, todo aparece como una buena semana. Voy al baño y cago bien por primera vez en muchos días. Termino de escribir este diario y se lo mando a Mavrakis. Otra semana empieza en la Ciudad de México/////PACO