Antes de empezar, es útil saber que en lo siguiente hay algunos spoliers. “Hay un mundo en mi cabeza distinto al del mundo real” decía casi al final de la película Loca de amor una tan bella como desquiciada Audrey Tatou. Y se lo decía al psiquiatra que estaba a punto de firmarle el alta en la clínica que la había tratado durante un largo tiempo de una enfermedad psiquiátrica llamada erotomanía. Un trastorno de la personalidad que cree erróneamente ser amado por alguien que apenas registra la existencia del enamorado. Cada escena, cada situación es (mal) interpretada por el enfermo que encuentra excusas delirantes para justificar el amor no concretado efectivamente. El recurso cinematográfico era impecable, porque si la película duraba casi una hora y media, en el minuto 38 exactamente hacía un fast rewind volviendo a la primera escena para resignificar todo lo visto a la luz del invento del personaje, supuestamente adorable, encarnado por la actriz de Amelie. La película, estrenada en el 2002, marcaba bien la diferencia entre realidad y ficción; entre locura y normalidad. Pero cuatro años antes de Loca de amor se había estrenado la emblemática película The Truman show, un clásico del cine norteamericano que contaba la historia de Truman Burbank, un joven cuya vida había sido televisada en vivo desde el mismo día de su nacimiento sin que él lo supiera. Un reality en vivo con un protagonista ignorante de ser una celebrity. Sin embargo, en cierto momento, pequeñas pistas, detalles técnicos imperceptibles lo hacen sospechar (o alucinar) que su vida es un guión que se desarrolla en el medio ambiente artificial de un set de filmación. El film tuvo tanta repercusión que unos años después, un psiquiatra newyorkino llamado Joe Gold describió por primera vez una nueva enfermedad psiquiátrica a la que llamó Síndrome de Truman. Clasificada como un tipo de esquizofrenia, el paciente alucina que toda su vida está siendo proyectada por algún medio televisivo. Cada dispositivo electrónico, celulares, notebooks, pero también espejos, son sospechosos de ser cámaras transmitiendo en vivo y en directo la vida personal del enfermo. Esta vez, la realidad y ficción quedan en entredicho.

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Tanto la erotomanía como el síndrome de Truman confunden signos, malinterpretan señales, haciendo de las alucinaciones nuevas realidades, conectando situaciones e inventando historias allí donde no hay más que hechos aislados.

Tanto la erotomanía como el síndrome de Truman confunden signos, malinterpretan señales, haciendo de las alucinaciones nuevas realidades, conectando situaciones e inventando historias allí donde no hay más que hechos aislados. Pero a casi veinte años del estreno de la primera de las películas, ¿se puede seguir afirmando que ese tipo de comportamiento es exclusivo del enfermo psiquiátrico? ¿Acaso no hacemos eso constantemente al consumir fotos, videos y posteos ajenos mientras subimos los propios?  Y aún más, ¿no construimos nuestra propia ficción en el mundo virtual? Todo indica que en nuestra época distinguir entre verdad y mentira no es una virtud, sino más bien un marco mental. Por eso, un marco algo desajustado puede atentar contra la correcta interpretación del mundo.  Se sabe que la gramática no garantiza el sentido. Sólo leyendo la letra chica y las “entre líneas” se produce el efecto deseado. Producir y consumir frases, fotos y videos es entrar en un juego donde todos los jugadores desconfían de las cartas ajenas y por eso redoblan o multiplican las apuestas hasta el infinito. Total normalidad. Porque hoy en día, sentirse perseguido por las alucinaciones ajenas ha sido reemplazada por el stalkeo. Cualquiera puede ser víctima sin perder el sueño, incluso, en algunos casos, resulta halagador. De la misma manera que sospechar que todo vidrio es una cámara oculta se contradice con la voluntad constante de exponerse en vivo y en directo. Desde esa perspectiva, lo que queda en entredicho no son más los límites entre la salud y la enfermedad, sino entre lo posible de narrar o no. En este contexto, lo patológico o lo sano ha dejado de ser una pregunta válida. Por eso, ante la proliferación de contenidos, ante la evidencia de que la vida online es un constante leer y escribir la vida propia y ajena, debería existir algo más. Ya no basta con denunciar o simplemente sonreír a medias cuando vemos fotos de eventos que parecen hechos ad hoc para ser consumidos. Porque si a fines del siglo XX todavía se podía especular con la diferencia entre realidad y ficción, los últimos años, demostraron que el ojo entrenado no solo no consume las imágenes como si fueran verdades absolutas, sino que está preparado para su relativización. Al fin y al cabo, las redes sociales son esos espacios donde nos armamos una vida, la exponemos y esperamos los picos de rating hechos de “likes” y corazoncitos.

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Pero si en una realidad hipertecnologizada, donde la proliferación constante de signos pone en entredicho los límites entre realidad y ficción, salud y enfermedad, ¿quiénes son los nuevos locos?

Pero si en una realidad hipertecnologizada, donde la proliferación constante de signos pone en entredicho los límites entre realidad y ficción, salud y enfermedad, ¿quiénes son los nuevos locos? algunos psiquiatras ya han clasificado un nuevo tipo de depresión relacionada con la falta de reacciones ajenas, e incluso se proponen tratamientos específicos para combatir la ansiedad por la respuesta inmediata producida después de subir algún contenido. Hasta es probable que exista medicación específica para tratar esos sufrimientos. ¿Es esta la nueva enfermedad del siglo XXI? Es probable que sea la más evidente y la más tratable, pero la locura no se ha extinguido, sólo ha tomado nuevas formas. Volver a pensar las formas patológicas de nuestro tiempo, no tiene más sentido que el de demarcar  el terreno en el que se mueve nuestra subjetividad normalizada, en los códigos, los afectos, las dimensiones que adquiere cada práctica. En un ambiente donde la vida es un cúmulo de imágenes ofrecidas a los otros, lo verosímil se construye en base a experiencias, viajes, mascotas, hijos o cualquier cosa que sea posible de exhibir. Es probable entonces, que el nuevo malestar (ajeno) sea el producido por la falta de mapas para escribir la vida propia y saber leer la ajena. Como si el territorio estuviera hecho de un idioma tan complejo que sólo es posible hablarlo y entenderlo viviendo en él. El nuevo “loco” es alguien ignorante de los códigos, usa mayúsculas, no entiende la ironía, caza elefantes o hiere perros a la vista de la lente, se enoja con sus adversarios políticos, tiene faltas de ortografía, exagera el amor y el odio… la lista es interminable y móvil porque va cambiando según las circunstancias. En cambio, el habitante normal sabe caminar por las veredas correctas, cruzar con el semáforo y por la senda peatonal para evitar ser declasado y excluido en las zonas de excepción, zonas que constituyen las instituciones de encierro del siglo XXI.

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Si el discurso del loco del siglo XIX tenía como función la de normalizar al resto de la sociedad, la conducta desajustada del siglo XXI no es muy distinta. 

A su manera, el nuevo “loco”, mal exhibiéndose cumple con la misma función social que los locos tan bien descriptos por Michel Foucault a fines del siglo XIX. Es probable que en sus modos “bestiales” muestre un aspecto social mucho más “verdadero”, pero parafraseando al francés, una cosa es decir la verdad y otra es estar en ella; compartir un régimen de verdad. Y estar en la verdad es trazar un límite, una línea roja que delimita lo posible o no decir. Contra todo esencialismo, la verdad y la locura se definen por oposición. El nuevo loco virtual tipea siempre más allá de lo tolerable, pero sin intención. Lo hace porque hay algo para lo que no fue entrenado, o disciplinado, la palabra poco importa. Lo que interesa es más bien la manera en la que se aprovecha esa carencia a la manera de ejemplo. Si el discurso del loco del siglo XIX tenía como función la de normalizar al resto de la sociedad, la conducta desajustada del siglo XXI no es muy distinta.  La mala noticia es que en un contexto de extrema relativización de los signos, su discurso ni siquiera tiene el impacto efectivo de un golpe bien dado, de una denuncia o una puesta en evidencia de la hipocresía social, de las frases hechas y de los “likeos” a granel. El nuevo loco, a lo sumo, provoca que se armen grupitos de repudio en Facebook y miles de retuiteos en Twitter, hasta ahí llega su gesta. Una realidad mucho menos glamourosa que los chispeantes ojos de Audrey Tatou o la desquiciante sonrisa de Jim Carrey////PACO