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Por María Bernardello

El sol se filtra entre las nubes; ya no llueve. Manejo por el Camino de Cintura. Trabajé todo el sábado y quiero llegar a casa. Suena el celular: una lambada. ¿Por qué suena con ese timbre? No atiendo. Acelero y suena otra vez.
— Ana, vení, Julián está sacado. 
Bajo la velocidad. Nada me molesta más que un llamado de esta mujer llorando. Es mi cuñada. Se llama Marta pero se cambió el nombre por una cuestión de marketing. Hace diez días, mi hermano, ella y la beba de seis meses se instalaron en el spa. Así le dicen ellos: casa grande de papá y mamá, mucho verde, aire puro, pileta y mucama. Sólo por unos días, porque le hace re-bien a la beba.

—¿Qué tomó? —le pregunto a Dalila por preguntar. ¿Qué va a tomar? ¿Nesquik? No voy a meterme esta vez. No soy la Madre Teresa de Calcuta. Rescatate Ryan, decía mi ex, jactándose de su propia miseria. También me lo decía a mí, cuando me ponía densa y lo cuestionaba. Miro por el espejo retrovisor. Un camión me quiere pasar.
—Tranquila, nena —le digo a Dalila—. ¿Qué pasó?
—Tomó Fernet en el asado —dice ella—. Llegamos acá (al spa, pienso), discutimos, y al rato se fue a la casa de un amigo con la beba. Cuando
volvió, apestaba. Le importó un pito todo. Se cagó en el tratamiento, en nosotras, en todo, ¿entendés? Se zarpó y me pegó. —Dalila llora.
No necesito detalles de la escena. Una gota alcanza para perderse y mi her- mano se perdió otra vez en lo de siempre. El ruido de los camiones sobre la ruta pegajosa me da escalofríos.
Paro en la banquina, cerca de una YPF. Me quedo un rato pensando. Bajo la ventanilla y prendo un cigarrillo. Juego a hacer redondeles con el humo y soplo para desarmarlos. Dalila llora, habla y no la quiero escuchar. Veo el cartel de la YPF y puteo el día en que conocí a mi ex. —A veces toma un poco, como todos —me dijo mi amiga ese día, en un am/pm igual a este. —Como todos. Todos toman —me dijo—. Un poco, sólo en las fiestas, para escabiar y no quedar doblados.

mario luis

Este camino está lleno de luces rojas, rayas de autos que pasan. Todo lo demás es gris y apelmazado como la virulana. Es el Camino de Cintura. Observo la ceniza del cigarrillo, larga, un poco torcida hacia abajo. Sacudo los dedos y cae. Me gustaría ser un vicio tailandés, flexible y terso, para que me la metan por todos los agujeros posibles, por los ojos, por las orejas, por la boca y que me paguen por coger. Miro a las putas que están paradas a metros de mí y siento una tristeza doméstica. Mansa. Cintura y cara de vicio no te faltan, decía mi ex. Giro la vista hacia los monoblocks. La ruta del vicio.—¿Ves ahí? —señalaba—. Esa mina es un vicio tailandés, flor de puta. ¿Ves? —me decía—. Atrás hay una planta potabilizadora. —¿Dónde? —decía yo—. Eso es un monoblock.
Él se reía y aclaraba: —¡Ahí la cortan, nena!
Vuelve a sonar la lambada.
—No me merezco esto, mi hija tampoco —dice Dalila, mientras yo sólo pienso en ser un vicio.
—Ni vos ni nadie se merecen malos tratos —le digo, y pienso en mi hermano desesperado, solo como un huevo frito a punto sobre las milan- esas caseras que preparaba mi mamá. Siento la avidez en la garganta y me zumban los oídos.
—Es un violento —dice Dalila.
—Julián está enfermo —le digo —: ¿Llamaste a tu psicóloga, a tu padri- no? ¿Llamaste a alguien del grupo de Julián? Ellos te pueden ayudar mejor que yo. —Dalila no escucha. Hago preguntas que no contesta. Sólo habla de él, de lo mucho que tomó.
—Julián no la toma, la fuma —le digo—. Se le acaba rápido. Cuando se quede sin plata va a volver. No pienses más en él. —Juego con mi encendedor amarillo. Lo prendo y lo apago. Huelo el gas del encendedor. Julián es el artesano de las pipas de metal. Desarma encendedores, les quita el gas. Hace unas pipas con bombillas de mate y filtros de virulana. Mezcla el gas líquido con bicarbonato, prepara una pasta que calienta y la fuma en vapor.
Julián expone sus llagas y atiza mi oscuridad. Prendo otro cigarrillo. Qui- ero llegar a mi casa, besar a mis hijas, abrazarlas. Decirles que las amo. Pi- enso en mi mamá. Ella nunca me dio besos, ni me abrazó. Siempre neutra e indiferente. Dejá de llorar, me decía, querer es poder. El problema es que vos no tenés constancia.
—Te paso a buscar —le digo a Dalila, y sigo las rayas rojas sobre el con- creto gris.

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—No me puedo ir. Me mata si me llevo a la beba —dice—. Él quiere que la beba se quede acá. —Y lo único que puedo decirle es lo que pienso. —Te entiendo —le digo—, quisiera ayudarte, pero no puedo meterme. Si querés te paso a buscar, y si no encerrate en la pieza y no salgas más de ahí. Pensá en tu beba, en cosas lindas.
Cosas lindas, repito en voz baja, y leo un cartel azul eléctrico que titila: Habilitado. Más vicios, pendejas en una vereda, gordas en la vereda de en- frente. Llueve o truene, estas mujeres se clavan ahí, se dejan usar por cinco miserables pesos de cualquier camionero.
—Empezó con lo de siempre. Se cree que me cojo al jardinero —dice Dalila—, al piletero, a cualquiera. Me salió con Radar, dice que hay una nota no autorizada sobre unas fotos de él, que le hackearon la computa- dora y alguien le publicó unas fotos. Está re loco, Ana. No sé qué hacer. —Es la persecuta, flaca. No le contestes. No te prendas en su delirio, en- cerrate en la pieza con tu bebé y tratá de dormir.
—Tengo miedo, ¿Y si tira la puerta abajo? No puedo más.
—No va a romper nada. Es importante que entiendas esto: ahora no po- dés hablar con él. Ahora no es momento de hablar porque no te escucha, porque no quiere escucharte. ¿Qué hace la beba?
—Duerme. Está tranquila, pero cuando lo escucha a Julián se estremece. —Bueno, preparate un té. Un té de tilo, o de melisa. Encerrate, y si aparece Julián, hacete la dormida. Si estás dormida mejor. No le hables. Vos tran- quila. Tengo que cortar. Cuando esté cerca te llamo y paso.
Bajo la ventanilla. Voy despacio por la banquina, dejo que el viento me pegue en la cara. Cede la ansiedad. Fumo.
El portón del spa está abierto. Estaciono y bajo. El A6 sale marcha atrás. Es el auto de mi papá. Mi hermano se asoma por la ventanilla.
—Puta histérica —grita mirando a Dalila. Se da vuelta y me dice: —Esta loca de mierda me pegó. Delante de mi hija me faltó el respeto. Le vino la regla, por eso me rompe las pelotas. Que se meta una cofia en el culo. No la soporto más.
Saca el auto del garaje y se acerca a la vereda con velocidad. Sus ojos azules, negros. Dos agujeros negros. Quiero abrazarlo pero grito más fuerte que él: —¿Qué pretendés? Estás sacado. No le podes pegar a tu mujer, es la madre de tu hija. —Camino hacia mi auto. Vuelvo y le digo: —Con este auto no te vas. Llevate el tuyo si querés, pero con el auto de papá no te vas.
— Correte, idiota. Tenés razón, me voy en mi Farlain, ¿así te gusta? Respiro. No pienso. No quiero que le pase nada. Dalila, parada en la pu- erta, me mira desorbitada. Una bandolera marrón le cuelga del hombro. —¿Y yo qué hago? —me pregunta.
—No sé, flaca, llamala a mi mamá.
—Está en Punta del Este.
—Que vuelva, que venga a hacerse cargo de lo que le corresponde — grito—. Y vos no te vas —. Le pido a Julián por favor que se quede y se duerma. Muy cerca de mi boca me dice: —Dejame en paz. —Apoya su frente contra la mía. — YO no te llamé. Metete en tu vida.
Pongo los dedos en ele. Disparo en mi boca y le grito: —¡Matate y no me avises, pendejo!
—Fleco —me dice—, sos Fleco.
Julián acelera su auto y se va. Dalila llora.
Necesito un vaso de agua fría. Tengo náuseas. Toso y quiero escupir. Entro el auto de papá, cierro puertas, ventanas y portones.
—Dalila, después si querés me contás todo, pero ahora tengo hambre y ganas de ver a mis hijas. ¿Venís conmigo? —le digo.
—Yo no me pienso ir —me dice enojada—. Llamé a tu abuela —Mi abuela tiene ochenta y dos años, y vive sola.
Le doy un beso. Me acompaña hasta la puerta. Subo a mi auto y me voy.///PACO