A treinta años de su muerte, el Borges icónico y septuagenario, ese Borges ya famoso con el bastón bajo los puños y la mirada extraviada en un eterno vacío caviloso ‒para decirlo con sus palabras‒, dificulta imaginar al escritor más importante del siglo XX inmerso en una era en que los medios masivos atravesaban un instante de ebullición. Aún así, parte de esa época había ocurrido en Buenos Aires durante los años veinte y treinta del siglo pasado, cuando un joven poeta del barrio de Palermo buscaba redacciones dispuestas a publicar sus artículos y a leer su primer libro de poemas,
Fervor de Buenos Aires, al que Alfredo Bianchi ayudó a meter en los bolsillos de los sobretodos de los periodistas de Nosotros, “una de las revistas literarias más antiguas y prestigiosas de la época”, según Borges en su Autobiografía.

Cuesta imaginar a Borges inmerso en una época en la que las coordenadas con las que se diseñaban medios masivos atravesaban un instante de inédita ebullición.

En un momento en que la modernización de los medios germinaba a la par de audiencias cada vez más amplias y segmentadas, pensar a Jorge Luis Borges como periodista ‒como fundador de revistas literarias, como colaborador freelance de distintas publicaciones y como editor de suplementos culturales‒ implica atravesar un territorio que, más allá de los artículos en Sur, incluye lo que también escribía, en sus propias palabras, “para una docena de publicaciones periódicas, entre ellas La Prensa, Nosotros, Inicial, Criterio y Síntesis”, además de otras excentricidades como “textos para noticieros y una revista pseudocientífica llamada Urbe, órgano promocional de un sistema de subterráneos privado de Buenos Aires“. Sin embargo, así como lo había hecho Roberto Arlt, cuyo vínculo con los medios tocaba una vena crucial de su trabajo intelectual, el camino de Borges como periodista tampoco obedecía a la mera subsistencia ‒“todos habían sido trabajos mal pagos”, dice el autor de El aleph, que tuvo su primer trabajo estable a los 38 años‒ sino a una apuesta que, al ubicar en su centro una idea de lo que debía ser el lenguaje y la imaginación, evitaba el confort del periodista moldeado por el medio al que sirve. A veces de manera explícita, como en los artículos que terminarían en su primer libro de relatos, o de manera latente, como en las páginas que escribía en la revista de moda y costumbres El Hogar, lo que Borges pretendía era, en cambio, moldear el espacio que le otorgaban los medios según su propio proyecto intelectual. Y esa, a veces, no era una tarea simple.

Al ubicar en el centro una idea clara de lo que debía ser el lenguaje y la imaginación, evitaba el confort del periodista moldeado por el medio al que sirve.

En una ciudad cuyas raíces empezaban a temblar mientras la ola inmigratoria de finales del siglo XIX exigía de a poco los derechos y las garantías develadas por una alfabetización que a inicios del siglo XX alcanzaba ya a una generación, el Borges periodista pareció incluso enfrentarse, por momentos, a sus propias impresiones como poeta. Aún así, el mismo hombre que a finales de la década del veinte se asqueaba ante espacios populares como el Paseo de Julio, al que le dedicaba versos destructivos acerca de cómo “toda felicidad, con solo existir, te es adversa”, es también el que entre 1933 y 1934 diseñaría junto a Ulyses Petit de Murat la Revista Multicolor de los Sábados, uno de los muchos suplementos literarios surgidos en el diario Crítica, que fundado por Natalio Botana en 1913, y con hasta 900.000 ejemplares vendidos cada día, fue uno de los medios más populares ‒y sensacionalistas‒ del país. En tal caso, no deja de resultar significativo que ambas versiones de Borges, la fóbica y la experimental, compartieran una astucia común a la hora de inseminar cualquier página a su alcance con ideas bien calculadas acerca de qué escribir y cómo leer. Y si esa tarea resultó posible, lo fue gracias a la combinación desprejuiciada de lenguajes y de lectores, y a la exploración lúcida de una biblioteca universal en contacto directo con las huellas de una tradición en plena metamorfosis.

borgesygroupies

Ambas versiones de Borges, la fóbica y la experimental, compartían una astucia común a la hora de inseminar cualquier página a su alcance con ideas.

Planificado como un verdadero laboratorio literario donde forzar los bordes de lo previsible en las primeras grandes redacciones porteñas, el punto máximo de ese proyecto fue Historia universal de la infamia (1935), con el cual ocurrió “el verdadero comienzo de mi carrera de cuentista”, diría Borges en 1970. Inspirado en fuentes eruditas como Marcel Schwob y novelas célebres como Pandillas de Nueva York ‒la misma que Martin Scorsese filmó en 2002‒, Borges diría sobre aquellos relatos aparecidos primero en la Revista Multicolor de los Sábados que “estaban destinados al consumo popular en las páginas de Crítica y eran deliberadamente pintorescos”. Lo cual establece, a la distancia, otra pregunta: ¿cómo acusar durante décadas a un escritor ‒como hicieron en su momento Juan José Hernández Arregui o Blas Matamoro‒ de ser un habitante preferencial de la “torre de marfil literaria” cuando su primer libro de cuentos nació en el corazón de uno de los medios gráficos más masivos y populares de la Argentina? Puesta en términos periodísticos (y en un tono que se remonta a lo que publicaba en los medios ingleses de su momento uno de los héroes literarios de Borges, Thomas De Quincey), la pregunta podría traducirse de otra manera: ¿bajo qué parámetros se define qué es un periodismo legible y entretenido y un periodismo ilegible y aburrido? (En un sentido no distante, Slavoj Žižek advierte que cuando se oye decir que “Lacan es difícil”, en realidad estamos ante “la propaganda del enemigo”).

Es tentador medir los artículos en El Hogar como portadores de un significado más atractivo que los aparecidos en Sur.

Es en el prólogo de 1935 a Historia universal de la infamia donde,  aún con ánimo periodístico ‒cuando era capaz de combinar en sus “falsificaciones y seudoensayos” de Crítica a bandoleros del Lejano Oeste con compadritos o aniquilar en una crítica al “porteño ya italianado” de Los muchachos de antes no usaban gomina‒, Borges se considera apenas “traductor y lector” de aquellos “ejercicios narrativos” a los que en 1954, ya como autor consagrado, les añadiría el rasgo de barroquismo (“estilo que deliberadamente agota sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”). ¿Pero no es esa simple tarea como “lector” la que ilumina la parte esencial del trabajo de Borges en los medios?

66666666

Aquellas páginas nunca se ahorran la oportunidad de transformar los juicios de Borges en golpes de reconocimiento, crueldad e ironía.

Precisamente porque fueron publicadas al margen de lo que se esperaba que fuera una plataforma fructífera para ideas literarias, es tentador medir las páginas de Borges en El Hogar como portadoras de un significado incluso más atractivo que las aparecidas a sus anchas en Sur. Convocado a colaborar en la sección “Libros y autores extranjeros” en 1936 ‒y con presencia hasta 1962, cuando El hogar cerró‒, Borges transformaría lo que estaba destinado a la presentación de novedades editoriales en la zona más inesperada para la aparición de su inconfundible tono. A veces contra un diccionario cuyo autor temía ver el idioma convertido “en una ciencia exacta”, o contra un libro sobre arte en Inglaterra (porque “si queremos conocer la pintura de hoy, estudiaremos a los maestros, no a los plagiarios londinenses por fidedignos y puntuales que sean”), aquellas páginas nunca se ahorran la oportunidad de transformar los juicios de Borges en golpes donde el reconocimiento, la crueldad y la ironía (contra García Lorca, contra las “más o menos impenetrables novelas de John Dos Passos” y contra un sinfín de escribas a los que desnuda en no más de dos renglones por vez) pueden volverse repentinamente compatibles incluso con la ferocidad de sus ideas políticas. Como cuando en plena Revolución Libertadora, y ya director de la Biblioteca Nacional, declara en El hogar que “todavía quedan muchos enfermos recalcitrantes que se niegan a mejorar y se resisten a la terapéutica revolucionaria”. Una prueba final de que, ya fuera en el más popular de los diarios o en una revista menor para damas, para Borges poner un pie en el periodismo siempre significaba señalar qué había que escribir y cómo había que leer, incluso algo más allá de la literatura/////////PACO