tirar-basura

Por Juan Terranova

1.

Nuestras sociedades usan y tiran. Es una práctica antigua, que puede llegar a la dialéctica. Lo nuevo por lo viejo, lo roto por lo sano, lo usado, lo efímero, el dinero, la especulación. Ya Platón se preguntaba sobre la forma de la basura. El poeta Barroco Gregorio de Mattos escribió sobre los desperdicios que se juntaban en las playas de San Salvador de Bahía hacia mediados de 1600. Fair is foul, and foul is fair” decían las Brujas de Macbeth. Lo que desechamos puede ser una metáfora intensa, un insumo útil para muchas zonas productoras de símbolos. La serie idealismo-industrialización-progreso-decadencia perdió hoy la capacidad de sorprendernos. Tanto en el siglo XIX como el XX se conocieron famosas versiones de esa cronología. Y la modernidad, en su escrupulosa ansiedad, logró revestir a la basura de un halo de misterio y otredad lo suficientemente subversivo como para hacerla arte, vanguardia, música, o incluso negocio y estilo de vida. Siempre hubo fuerza en lo que se tira porque ya no sirve, una vitalidad masoquista, un alto poder de relativización. Por eso mismo las ideas pueden ser comparadas con desechos, y si la materia más durable a veces entra en la categoría de residuo, ¿cómo no podrían terminar reciclados algunos cuerpos y algunas conciencias? Daniel Link escribió un muy preciso artículo sobre la relación entre Estado y porquería en Buenos Aires donde se explica por qué “la basura representa, desde el comienzo, el costado patológicamente violento de la cultura argentina”. Mientras tanto, Suecia, paraíso socialdemócrata, puso en funcionamiento un sistema que permite transformar el 96% de sus desperdicios en combustible. Desde el 2010 a Noruega le resulta más rentable pagarle a Suecia para que se lleve sus residuos que procesarlos. O sea, los noruegos les pagan a los suecos para darles energía. Dicho esto, existiendo en paralelo a nuestra capacidad de abstracción, la basura sigue siendo fea. Y fea en el peor sentido. En el sentido del olor, de la textura, de las ratas y de la putrefacción. Ningún punk, ningún asceta, por más denunciador que sea de nuestro modo de vida, de nuestra inconmensurable alienación, construye su casa por decisión propia en el cinturón ecológico. Ni siquiera los más idiotizados militantes del reciclado apoyan su cabeza en una almohada pringosa de cables pelados y sachets de leche cuando llega la noche. Las personas que viven en los cementerios de chatarra y desperdicios -las hay- simplemente no pueden vivir en otra parte. Como paisaje barrial, energía reciclada, moda, poética o filosofía, todo es basura y lo que existe puede ser pasado por el filtro conceptual o físico de la basura.

2.

Por todo esto no me extraña el surgimiento de comunidades como la de los freeganos. Cuando leí “Freeganos abstenerse”, la nota de Estefanía Iñiguez que se publicó ayer en PACO, ya los conocía, ya me había mofado de sus ideas –si es que a eso se le puede llamar “ideas”– y ya los había olvidado. Otro grupo más de sectarios snobs y cultores pequeñoburgueses de un neojipismo desfasado. ¿Merecían más atención? No. Habían sido una nota de color en la tele y un informe en la web de La Nación. Con eso sobraba. Lo que sí me capturó fue el estilo de “Freeganos abstenerse”. ¿Por qué? Me incomodaba. Había algo ahí que no me gustaba. Lo que se decía sobre los freeganos -su estupidez, su improcedencia- resultaba acertado y era un poco lo que yo pensaba sobre el tema. Pero había algo más, un excedente, que no me terminaba de convencer, que me alejaba. Al releer la nota me di cuenta de que el estilo de Iñiguez era, justamente, basurero. Lleno de inflexiones coloquiales y recursos sobradores, presentaba poca información y ofrecía una posición autoral que demandaba la adhesión del lector sin dar mayores argumentos. Como si le hablara a alguien que ya pensaba como ella, Iñiguez optaba por ensañarse con la estupidez de estos jipis desde el vamos. Y en ningún momento hacía el mínimo esfuerzo para ganarse la confianza del lector. Si dudara al menos un poco, si forzara algún tipo de ambigüedad… Pero no. Era monolítica y eso la hacía perder autoridad. La condena resultaba automática. Ezequiel Martinez Estrada decía que no era posible rechazar en bloque algo sin embrutecerse. Agregamos: si te vas a embrutecer –¿quién está libre de ese gusto?–, lo mejor es hacerlo con un poco elegancia. Y si elegancia no hay, siempre se puede recurrir al pudor.

3.

El periodismo y la comunicación atraviesan hoy una distorsión general. El ambiente marca un final de época. El siglo XXI pone en tensión los viejos conceptos de “vida privada”, “vida pública”, “política”, “objetividad” y “opinión”. Internet es el gran fetiche, el Amo contemporáneo, la gran máquina. El mundo se volvió utópicamente hiperconectado y veloz. Y al mismo tiempo Facebook parece ser una ventana banal donde se exhiben nuestras pasiones más prescindibles. Los portales de noticias son vertederos de información mínima, parasitaria, que nace obsoleta, mientras comprar un diario de papel se parece mucho a comprar cáscaras de frutas y huesos roídos. Beatriz Sarlo dijo que Twitter era la espuma de la espuma pero, si de denostar se trata, la analogía habría funcionado mejor como gases pestilentes que se elevan a la atmósfera para perderse. ¿Qué haría Baudelaire en este contexto? ¿Cómo cantaría Johnny Rotten cuando ya todo parece estar definitivamente podrido? Leo una vez más la nota de Iñiguez y me doy cuenta de que nada de lo que dice me convence. No me interesan los freeganos, y tampoco me interesa su sistemática negación. ¿Habría sido mejor si se hubiera tomado el trabajo de investigar un poco más el tema antes de entregarse a la retórica? Sí, posiblemente. Y quizás, con un poco de sadismo irónico y menos indignación cínica, podría haberlos apoyado a la distancia para ver qué pasaba. Entiendo que es muy difícil, diría imposible, vivir de desperdicios si existe la opción de otra cosa. La mudanza a la quema dura poco impulsada por estrangulaciones de la conciencia. Los freeganos se niegan a sí mismos. Su destrucción conceptual a corto plazo está asegurada. Por eso habría que alentarlos y ver qué pasa. Me tienta la idea de que un zombie mal nutrido y demacrado por años de comida contaminada aparezca en la televisión para afirmar, antes de desmayarse, que ese modo de vida suicida es la última esperanza. ¿Qué mejor arma de publicidad que esa pretendida y facilista libertad comiéndoselos en carne viva desde adentro como el octavo pasajero de la corrección política? Agrego algo más para terminar. Si el odio no es lo opuesto del amor, la basura no es el reverso de lo positivo. Y en nuestra época la negatividad más definitiva y poderosa, el insulto eficiente, lo genera la indiferencia. Es ella, esa mujer fría, limpia de cortejos y de mugre, la que dictamina qué debe ser descartado primero, la que ordena la fila de aquello que irá a dormir para siempre al silencioso y distendido cajón del olvido, un destino simple que por otra parte nos espera a todos.///PACO