A mediados del 2009 me invitaron al Festival de la Palabra, una serie de charlas y coloquios que rodeaban la entrega del Premio Cervantes. Ese año se lo daban a Juan Marsé. Un año antes, lo había recibido Juan Gelman, y por eso apenas pisé la meseta castellana todo el mundo me lo nombraba. Me identificaba como argentino y enseguida me hablaban de él. En el bar de Alcalá, en la universidad, en la calle, en los comercios, los taxistas, los intelectuales y los burócratas. Tres o cuatro incidentes después ya sabía qué tenía que responder. «A ver, citeme un verso, una línea de ese tal Juan Gelman» les decía. Y así pasábamos a otro tema. La ceremonia del Cervantes la vi desde los altos de un pequeño y señorial salón, y ni una vez dejé de pensar en qué diría el Manco de tanta pompa. Por atípico, escribí varias veces sobre el suceso. Un criollo, desde arriba, mirando el gran premio de la lengua española. Ameritaba narrar la anécdota. Pero creo que nunca consigné en ninguna parte que, durante el ágape posterior, me acerqué, caradura, al rey Juan Carlos. Había dado un discurso breve y por eso excelente. Me presenté, le di la mano y le dije: «Usted es rey desde el año en que yo nací.» El tipo me miró, dejó de masticar –comía un canapé seco–, se detuvo apenas un segundo y me respondió: «Pero si usted es argentino, yo no soy su rey.» La anécdota carece de remate. Pero ahora que abdicó, la frase me vuelve. En la memoria me queda su voz de DT del ascenso, su swing para llevar adelante el protocolo, su evidente desgaste físico y su cálido apretón de manos con ese desconocido que lo interceptaba para nada. Se sabe, la forma en que un hombre da la mano dice mucho.

Pese a los colores de nuestra bandera, pese al orden, pese a la lengua francesa, mi sensibilidad siempre fue más cercana a los tropiezos místico de la Casa de Austria –tan lejana, tan irregular– que a los borbones, dinastía larga y sapiente, y como toda buena familia de abolengo, llena de miles de secretos bizarros y meteduras de pata. Como todo argentino, soy melancólico, un poco Tao, un poco federal y con seguros arranques neuróticos ligados a las pasiones. Por eso, entre lecturas sesgadas y las deformidades del caso, Carlos II siempre fue my private king of Spain. El personaje atrae, por qué negarlo. Y lo prefiero. Pero ese borbón que hoy ya no está en funciones reinaba desde que yo había venido al mundo y algo me tocó cuando me enteré de su decisión. Hay mucho para el anecdotario. Pero ¿quién no se detuvo alguna vez en la tentación de la ucronía? Después de todo la revolución no se la hicimos al deseado y fallido Fernando VII, lejano pariente atolondrado de este Juan Carlos que se va ahora para ser parte de la historia, el chisme y el chusmerío. La revolución se la hicimos a una deslucida Junta de Sevilla, compuesta por vaya uno a saber qué gitanos de peluca y rapé. Desde luego me despiertan admiración esos treintañeros serios y emprendedores que, cansados de ver engordar a los contrabandistas, se plantaron y empezaron a construir, entre conspiraciones varias y jabonerías gloriosas, la Nación Argentina. Pero ¿y si no hubiéramos caído en la tentación, siempre un poco trivial, de la libertad? ¿Y si no hubiéramos llevado adelanta la única revolución de América Latina que tuvo éxito, más allá de las franelas cubanas, que pertenecen claramente a otro ciclo? ¿Tendríamos todavía los toros que prohibió Rivadavia? ¿Seríamos más pobres, más siniestros aun? España pedía y no daba. Ese era el argumento. Pero con un rey fuerte, decidido, presente, ¿no nos habríamos ahorrado un siglo largo, larguísimo, de peleas intestinas, de proyectos que decretaban cada tanto el empate sobre pilas de cadáveres y todo tipo de imposibilidades telúricas? Tal vez me voy demasiado del libreto. Quizás le pido mucho a una España que siempre atrasó y pifió pero nunca tanto como quieren los historiadores locales y la revista Billiken. Así, echamos a los godos, sí, y enseguida empezamos a matarnos entre nosotros. Dicho en breve, el futuro era América y la corona no lo vio. Que se entienda ella con Dios, entonces.

Ahora mismo los consecuentes del reflejo anti hacen su barullo en Facebook, los libertarios hablan una vez más contra la aristocracia –que, en su idiosincracia, es permutable por cualquier otro poder establecido–, y sobre todo los ignorantes, mojados de narcisismo, se ponen a repudiar. Se lo va a repudiar mucho a Juan Carlos, de eso no quepa duda. McLuhan decía que la esquizofrenia podía ser producto directo de la alfabetización. Qué no diría de las redes sociales… Así que me pongo oscurantista, pero ¿cuánta luz tenían los ideales de mayo si sacamos la cantinela insoportable de la escuela primaria? No, ese rey que ahora se va, ese asesino de elefantes, ese tipo que no jugó un papel menor en la transición del franquismo a la democracia, ese hombre ya mayor que supo ser austero y decidido, nunca fue mi rey. Pero sí fue el monarca que reinó toda mi vida en la patria de mi lengua. Y eso tiene su peso. Así que ahora me permito despedirlo, bien a la distancia, con una mueca de asentimiento. En su lugar, ya bien instalado el siglo XXI, queda el príncipe de Asturias que está casado con una periodista divorciada. Para empezar, no suena mal. Veremos qué nos ofrecen los próximos cuarenta años en materia de aristocracia castellana.///PACO