Viajes


Postales del Imperio Maurya

ASHOKA

Una máxima popular: el gol que no se define en el área ajena termina haciéndolo el rival. ¿Puede aplicarse a la guerra? Los macedonios se replegaron a Pakistán y del arco opuesto surgió una dinastía que acaparó la India en menos de un siglo. De ese período quedan edictos repartidos por todo el país, epopeyas grabadas en piedra y papiro por sacerdotes adeptos y aventureros occidentales. Las más detalladas son las crónicas de Megástenes, un griego que pinta a los Maurya como una utopía indígena gestada en la ciudad de Pataliputra, actual provincia de Bihar. Su libro se titula Índica y tiene 2300 años, por lo que solo conocemos fragmentos, capítulos incompletos y citas de historiadores menos antiguos. Lo que sorprende, en todo caso, es que el relato de Megástenes es tan admirativo como preciso. A veces fabula con hormigas buscadoras de oro y serpientes capaces de tragarse un toro de un bocado, pero también pormenoriza el sistema de castas y la organización de una sociedad que no permitía la esclavitud ni la acumulación de la propiedad. Hacia el 350 a.C. los Maurya alcanzaron su máximo esplendor con Ashoka. No en vano esa región húmeda y repleta de esteros fue cuna del budismo: se dice que el emperador era sanguinario pero el remordimiento de sus campañas lo llevó adoptar el dharma, implementando un gobierno basado en la tolerancia y la paz social. Fue un paréntesis de inusual tranquilidad en todo el subcontinente; en un tratado sobre el arte político de la época, el Arthashastra, se lee esta otra máxima: “Uno puede perder una guerra tan fácilmente como puede ganarla. La guerra es inherentemente impredecible”. Y luego: “La guerra también es cara. Hay que evitar la guerra y ejercer la upâya”.

BODHGAYA

Algunos edictos de Ashoka pueden encontrarse en el parque arqueológico de Sarnath, a pocos kilómetros de Varanasi, pero el sitio de mayor jerarquía espiritual es Bodhgaya. En verdad se trata de un pueblo encharcado y deprimente, de nubes espesas y barrios de chozas, pero el cuadro es temperado por los templos que cada comunidad asiática levantó alrededor del complejo principal. El redescubrimiento de este lugar sagrado estuvo a cargo de un arqueólogo británico que luego escribió Mahâbodhi or the great Buddhist Temple under the Bodhi Tree at Buddha-Gaya, texto editado en Londres en 1892 y firmado bajo las credenciales de Mayor-General Sir Alexander Cuningham. Su lectura es amena y describe los cimientos históricos que hoy pueden verse en el pueblo. Tras una visita hecha en 1881, Cuningham afirma que “el hallazgo más importante radica en el hecho de que el presente templo está construido exactamente sobre los restos del templo de Ashoka, por lo que el Trono de Vajrasan original mantiene la antigua locación del asiento de Buda, reputado como centro del universo”. La precisión de la higuera bajo la cual Gautama Buda alcanzó el nirvana estaría garantizada. Me gusta fotografiar ese sitio por las figuras hieráticas de sus vitrinas y los grabados frente a los cuales se reclinan los peregrinos y los lamas meditan con ojos cerrados. Es una imagen muy especial: la higuera despliega una copa inmensa y su sombra aplaca la lluvia. Como el Imperio Maurya, el árbol se extendió desde la frontera con Nepal en dirección al Mediterráneo. En los poemas de Miguel Hernández es una figura recurrente, tanto en la etapa gongorina de su adolescencia como en sus obras mayores. De su Elegía a Ramón Sijé abstraigo dos versos que vislumbran la idea de reencarnación: volverás a mi huerto y a mi higuera / por los altos andamios de las flores…

SILENCIO

Releo los poemas de Hernández en la pensión vacía donde me hospedo. Espero que vuelva el suministro eléctrico, a veces me asomo a contemplar la negrura y trato de separar la silueta de los perros dormidos del ripio de Bodhgaya. La penumbra siempre es inherente a la introspección y la introspección al silencio. Se dice que Pitágoras, que definió la física de la música occidental, requería a los candidatos de su escuela de Crotona que pasaran cinco años sin hablar. Un período similar pasó Gautama practicando diversos métodos ascetas para alcanzar la liberación personal. Luego rechazó el camino de la austeridad, ganó peso y al fin meditó bajo la famosa higuera de Mahâbodhi. Imagino su postura imperturbable, compacta y geométrica, como los actores metalizados que hacen de estatua en las plazas de las ciudades. Gautama se mantuvo en silencio cuarenta y nueve días, apenas oyendo el adagio de su respiración, y luego se transformó en Buda. Volverás al arrullo de las rejas / de los enamorados labradores… En la oscuridad del hotel pienso que la música litúrgica, sea en forma de mantras, como cantan los lamas de los monasterios budistas, o de recitación, como en el caso de los musulmanes, es consecuencia de ese primer estado de relajación divina. El silencio es la condición esencial, la hoja en blanco. Si hacemos ese camino en sentido inverso, la música también puede conducir a la Iluminación, sea tras el efecto de una coda explosiva o por el vaivén monocorde de la repetición.

MÚSICA

En Varanasi leo un cuento de Piglia en el que un marinero yugoslavo es acusado de femicidio en una localidad cercana a Bahía Blanca. El héroe del policial sabe que es inocente pero no puede comprobarlo, por lo que decide regalarle un acordeón hohner para que sus años de cautiverio sean menos tortuosos. Me gusta un pasaje que describe las canciones balcánicas llenando los pabellones del penal, los presos agradecidos de escuchar esas melodías que parecen venir no solo de otro país sino también de un tiempo lejano. En India hay un código secreto en la música que corre al aire libre y desenfoca los ruidos que nos atan al presente. En el sitio de Stalingrado ocurría una traslación parecida: el mariscal Chuikov sintonizaba tangos a través del sistema de alarma antiaérea para aplacar los ánimos nazis. La voz austral de Gardel cubriendo esas montañas de escombros nevados revela un rito transformador. Bajo un halo de música, cualquier escenario es propicio para una ceremonia de consecuencias trascendentales. Algo similar ocurre con el soundtrack de las películas: el sentido de la imagen solo se consuma con una melodía deliberada. Para quienes creen en Dios, este hechizo radica en la cualidad más especial del sonido, que despliega su potencia en la más pura invisibilidad.

CIUDADES SAGRADAS

La primera vez que escuché el llamado de los almuédanos fue en una ciudad palestina. Eran las cinco de la mañana e ignoraba la manía de transmitir el Corán con megáfonos, por lo que abrí las ventanas y el canto se desplegó en el aire frío del desierto como una llovizna. Otra vez memorable fue de espaldas al Bósforo, en una de esas terrazas para turistas que hay en el casco histórico de Estambul. El llamado vespertino es iniciado en las torres de la Hagia Sofia y el canto atraviesa el antiguo hipódromo de Constantinopla; el sacerdote de la Mezquita Azul lo escucha, espera un instante y luego replica los versículos siguientes. Entre ambos templos hay 300 metros, que es aproximadamente la distancia que recorre el sonido en un segundo. En la India, el yatsi se diluye en el bullicio de la calle y los almuédanos compiten con los altavoces hindúes y las ruedas de plegaria de los budistas. Es una polifonía que recuerda la existencia de Dios y su poder vernáculo para determinar, junto al sol, los diversos momentos del día. A veces voy caminando por esas ciudades arcanas y me acuerdo de un viejo pianista que dictaba un seminario de la carrera de Artes Musicales de la UNA. Era piamontés y había sufrido las inclemencias de la segunda guerra; el profesor recordaba los cortes de luz, que a veces duraban varios meses, y decía que en su pueblo era la Iglesia, a través del campanario, la que dictaminaba la validez de las horas.

SITAR

Otra noche de Varanasi voy a un ashram a escuchar un recital de tabla y sitar. El concierto es escueto y turístico pero los músicos son muy buenos e improvisan sobre temas populares, en general inspirados en el romance de Shiva y Parvati. Llama la atención que las cuerdas del sitar se pulsen en el aire: la posibilidad de estirarlas y emitir microtonos aleja esa música del esquema pitagórico de occidente. Un día pido una clase y corroboro que la tensión del acero es incisiva, tanto que da la impresión de estar pulsando el filo de una navaja. La mano izquierda se desplaza sobre dos cuerdas y las demás sirven de resonancia, por lo que cada canción es estrictamente modal. El sitarista del ashram se las ingenia para hacer movimientos rápidos y dispara el tempo como la corriente de un río que de pronto intuye la cascada. Usa solo dos dedos y no puede salirse del raga que impone la afinación del instrumento. Esa serie de aparentes limitaciones imprime al sonido una profundidad religiosa; la canción monocorde es insistente y facilita el trance al cabo de varios minutos, sea un mantra budista o Mañana en el Abasto de Luca Prodan. El sitarista del ashram solea con una postura yoghi, la mirada cabizbaja y la respiración espaciada; su meditación es el reverso del caos intelectual que propone la música europea.

BOLLYWOOD

En Jaipur tengo una habitación que parece el fondo de un conventillo de la Boca. La chapa del techo está pintada de azul y amarillo al igual que las paredes, la familiaridad del lugar me agrada pero hay detalles que desanimarían a cualquiera. No hay ventanas, las goteras rebotan en palanganas de plástico y el aire queda clavado en 18 grados apenas doy corriente al cuarto. Procuro estar siempre afuera, incluyendo las horas en las que el viento exhuma sus temperaturas nucleares. Al mediodía voy al Raj Mandir, un cine inmemorial que parece sacado de una película de Wes Anderson. Las decoraciones son kitsch y palaciegas y hay una barra donde varios empleados de chaleco bermellón y flecos dorados ofrecen gaseosa, pochoclo y otros convites locales. La función de las 12:30 es Hindustaní 2, un thriller alucinante con un nivel de producción astronómico. No hay subtítulos pero enseguida atestiguo el efecto que genera el cine indio y que deja a todos absortos, como hundidos en la arena movediza que emulan los asientos reclinables y aterciopelados del Mandir. En Bollywood cada escena despliega una serie de estímulos que exacerba la dinámica urbana de este país. El único refugio posible es la introspección.

HINDUSTANÍ

Cuatro jóvenes de Mumbai desarrollan un medio digital que viraliza denuncias sobre casos de corrupción y otras penurias padecidas por indios pobres. Ellos son guapos, esbeltos e intercalan anglicismos como no way o it’s awsome en sus diálogos hindis. En las escenas prima la multitud de extras para manifestaciones, tumultos y represiones policiales, pero también hay suicidios y crímenes inesperados, un personaje de animación 3-D y conversaciones dramáticas bajo la lluvia que una cámara bordea en 360 grados con trazo marcial. Todavía no pasaron 10 minutos de película. En el siguiente cuarto de hora nos enteramos que Hindustaní es un oficial retirado con habilidades calcadas de mortal kombat y un historial propenso a ajusticiar empresarios y políticos poco honorables. El viejo vive recluido en las afueras de Taipei, enseñando kung-fu a sus discípulos coreanos, pero el twitteo de los cuatro periodistas implora su nombre con el fulgor de un faro. Hindustaní decide volver a la India y patear traseros; a partir de entonces hay musicales, coreografías masivas, escenas de acción, erotismo y violencia explícita. El héroe tiene un golpe maestro estilo Kill Bill: en un solo gesto puede alterar el comportamiento de su adversario y la cámara recorre el conducto sanguíneo de los afectados hasta mostrar la sinapsis que los convierte en hijras travestidos o animales rampantes. Salgo del cine después de esa primera hora y media demencial, previa al intervalo. Al par de cuadras entiendo que en sus objetivos políticos, y en su virtuosismo guerrero,Hindustaní es la reencarnación bollywoodense del magnánimo Ashoka.

ANIMALES

Los animales ocupan un lugar preponderante en las crónicas de Megástenes. El griego describe los atributos de elefantes y hormigas y parece sorprenderlo que el ganado merodee el territorio maurya sin restricciones. El año pasado, el Consejo de Bienestar Animal de la India propuso establecer una jornada de abrazo a la vaca. Son las únicas privilegiadas de la tradición védica y transitan las calles sin ninguna contemplación hacia el mundo que las rodea. La intervención animal en las fisuras del paisaje citadino, tanto en callejones hediondos como en autopistas, es otra de las atemporalidades de esta cultura. Los rebaños llaman la atención, las jaurías ocupan un lugar marginal y famélico pero el papel más inquietante es el de los monos. Yo quiero cautivar tu desesperación / oh, mono, adiós. Sus gestos, profundamente humanos, generan fascinación y desconfianza. Se estima que unos 50 millones migraron a las ciudades husmeando el reguero de los basurales. En 2001, se dio un caso de enfermedad sociogénica provocada por las denuncias de un supuesto hombre-mono que acechaba las noches de Nueva Delhi. Lo cierto es que esa mirada amarilla y fugitiva nos interpela por su proximidad genética. En los embarcaderos, el color encendido de tus ojos tiene tanta fe / oh, mono… retén el equilibrio de tu asombro. De todas nuestras similitudes, mi favorita es la de su capacidad contemplativa. A veces los descubro en solitario, entre medianeras, refrescándose bajo la lluvia fresca y pesada del monzón y moviéndose apenas cada tanto, con un breve manotazo, para despeinarse el agua acumulada del pelaje. Los versos de Francisco Madariaga parecen dedicados a esa solemnidad primitiva: Oh mono / tu odio virginal es idéntico a cuando se cruza / mi alma con el mundo.

EL VALLE DE KASHMIR

India extiende sus paisajes septentrionales en dos cuernos tan alejados de sus capitales como de la idiosincrasia hindú. Hacia la frontera con Pakistán hay una región serrana de una belleza extraordinaria: las calles están impecables y el viento expande la monodia de las mezquitas al atardecer. El aire es seco y límpido, apenas viciado por el sol de la montaña. Los baqueanos de Srinagar me corroboran que estamos en otro país; odian a los indios, a su ejército, odian la represión de su autonomía y la ignorancia del Islam. Al llegar tengo que cambiar de teléfono porque el gobierno prohíbe las tarjetas prepagas. Hay en el ambiente una mezcla de paranoia y tranquilidad, expresada en los musulmanes que pasean con calma provinciana entre los puestos de control militar. Los vecinos hablan urdu, kashmiri y extienden pasacalles en alfabeto árabe. En medio de su ciudad hay un lago donde paran los turistas y se comercian frutas, telas y artesanías. Me gusta la quietud de esa agua, mansa como El Tigre, cubierta de ciénagas y flores de loto que parecen los Monet de la Orangerie. Para recorrer sus canales hay que tomar unas góndolas que llaman shikaras y acarician la superficie con lentitud geológica. La noche del lago es ligera, apenas se escucha el plop de los peces que saltan como piedras eventuales en medio de la negrura. El balanceo del barco es imperceptible y leo otra estrofa de Madariaga antes de quedarme dormido: Desciende, palmeral del borde del estero / para beber la luminaria caída de la tormenta de la raza.

EL TÍBET

Saliendo de Srinagar con dirección a China, la ruta serpentea y se interna en el Himalaya. El paisaje es cada vez más árido y recuerda la precordillera cuyana. Pero en Ladakh no hay monumentos a San Martín sino estupas, Budas gigantes y blancos monasterios incrustados en la montaña. Los lugareños tienen rasgos nepaleses y la piel tostada por la altura. Son visiblemente tibetanos: algunos huyeron de China durante la revolución cultural y otros habitan la provincia desde siempre. La capital es Leh y está cooptada por agencias de viaje, turismo blanco y caravanas de motoqueros. Hay que alejarse un poco para redescubrir la perspicacia de los budistas. Un mediodía subo hasta el castillo de Tsemo, el silencio es total y apenas hay un monje retraído y un perro cimarrón que me sigue a todas partes. El cielo está muy cerca, el sol me pica los brazos descubiertos. A esa altura distingo un fondo violáceo de montañas nevadas, en segundo plano, un horizonte de formas breves e irregulares como los versos de Gary Snyder. To climb these coming crests / one word to you, / to you and your children: / stay together / learn the flowers / go light. Snyder es el protagonista de The Dharma Bums, la novela de tema budista de Kerouac. El paisaje del libro también es protagónico; las montañas cautivan porque señalan lo viejo que es el mundo, su forma es consecuencia del choque milimétrico entre enormes placas de tierra a lo largo del cenozoico. También nos acercan al espacio, a su proyección iridiscente de estrellas que en parte son artilugios del pasado. Quisiera pintar el perfil del Himalaya como un virtuoso poeta bodhi, pero la prosa de Kerouac es insuperable: “Los rayos del sol, de un rojo primigenio, aparecieron sobre las cumbres y atravesaron la espesura del bloque como si pasaran a través de los vitrales de una catedral, y la neblina subía al encuentro del sol y por todas partes llegaba el rugido secreto de los torrentes que probablemente llevarían películas de hielo arrancadas de sus remansos”.

EL VALLE DE NUBRA – FINAL

Al cabo de unos días me interno un poco más en la cordillera. Quiero fotografiar el relieve en blanco y negro y capturar a los yaks redomones y los camellos bactrianos que pasean por ahí. En el valle de Nubra hay arboledas espesas y también dunas de arena que bordean la ruta y destiñen los ríos helados. Allá la noche es profunda y el canto esporádico de los pájaros es reemplazado por el rumor de los glaciares que se desprenden de las cumbres y suenan constantes, como la turbina de un avión lejano. Es raro que a un corto vuelo de Nueva Delhi se esconda un espectáculo tan tranquilo. La serenidad está a la vuelta de la esquina, los budistas lo saben y por eso la cultivan. En la familia que me hospeda hay un chico que es músico y compone temas a lo Jack Johnson. Canta en idioma ladakhi y su hermano lo acompaña con un dramyin ancestral. Al rato me dice que la mejor manera de meditar es concentrar la mirada en un objeto y olvidarse del entorno. Pienso en el cuento de Roal Dalh sobre un indio que ejercita de esa manera hasta que logra ver con los ojos vendados. El chico admira a los gurús, dice que algunos emprenden retiros de varias semanas en la intemperie invernal y que otros pocos llegan a levitar. Está la fotografía del monje que se inmoló en Saigón a principios de los sesenta, su expresión atávica bajo el influjo de las llamas demuestra la fuerza incalculable de un espíritu entrenado. Algunas personas tienen un ritmo distinto, dice el chico, su mente es más parecida a la naturaleza. El comentario me recuerda un poema de José Sbarra que empieza así: En la sinfónica turbulencia de la atmósfera, entre nubes doradas, un pterodáctilo vuela junto a su pterodáctila. Sus ojos antediluvianos son los espejos del fuego en el corazón de los volcanes. Me gusta pensar en esos monjes como pájaros prehistóricos planeando sobre el filo del Himalaya. Los veo en sus templos de altura, frente al río Nubra, coreando mantras y golpeando cuencos bajo el cielo despejado del verano. Hace dos mil quinientos años que guardan una relación secreta con el mundo; son los nietos de Buda y los sobrinos legítimos de Ashoka. Viven en Nepal, Bután, en el sur de China y en Ladakh. Como los glaciares, su enseñanza acaricia las laderas y desemboca con sigilo en los cauces de la llanura.// India, julio y agosto 2024.//PACO