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Alejandro Di Marzio nació el 24 de marzo de 1976, en La Plata. Pasó su infancia en esa ciudad, en Colonia Sarmiento, en Chubut y en Santiago del Estero. Después vivió en Madrid, Alicante, Barcelona,L´Aquila y en Roma, donde por un tiempo durmió en la calle. Pasó varios años en Islandia y actualmente vive en Bergen, Noruega.

El día del huracán..

El Mato a un Policía Motorizado.

A Salvador Di Marzio

Llegamos como pudimos. Eramos el vestigio de una raza humana que había sido extinguida casi por completo. Los pocos cientos de miles que habíamos quedado diseminados por lo que un día fuera una tierra hermosa.
Al comienzo descreíamos de lo que veíamos. Los satélites dejaron de funcionar de un día para el otro y con ello, la hasta entonces cuasi anacrónica conexión imperante entre los seres humanos se convirtió en total, objetiva y concreta.
Luego se comenzó a decir que el primero de los sucesivos ataques atómicos se había producido en China, después en los Estados Unidos y por ultimo, en todos lados.
Si para algunos el tiempo es subjetivo, para mí y desde entonces se convirtió en la ilusión más absoluta. La oscuridad cubrió toda Europa y suponíamos, que a gran parte del mundo. En verdad no sabíamos nada. Pero poco a poco nos comenzamos a sentir extraños.
La falta de recursos que desencadeno el cataclismo se resto a la anarquía y angustia general y luego a la muerte. Que era lo de menos. Pues como informé anteriormente, los pocos que habíamos sobrevivido comenzamos a sentirnos extraños y por una especie de motor que creíamos o sentíamos olvidado iniciamos el arbitrio de reagruparnos. Y la pena por ese entonces, bien lo recuerdo, mermó considerablemente.
Yo era argentino (digo era porque a estas alturas sería absurdo otorgar paradigmas a lo que en definitiva desconocemos si sigue o no existiendo). Era argentino y vivía en Europa víctima de un cataclismo de menor importancia como puede llegar a ser el económico. Vivía una vida común y corriente aunque quejándome prácticamente de todo lo que me rodeaba y veía, hasta que un día perdí mi familia, mis amigos, la poco identidad que tenía y luego, la respiración. Al principio, tengo que confesarlo, ni me di cuenta: tuve que percibirlo en otros zombies que al igual que yo, habíamos quedado pululando en un mundo destruido.
Si anteriormente cite el termino anacronismo, ahora, que intento describir torpemente el estado en el cual me encuentro, he llegado a la ligera conclusión del absurdo: Estoy muerto, y sin embargo, estoy vivo.
Entre la pequeña y diversa comunidad que habíamos llegado a construir a orillas de un mar mediterráneo fosforecente y turbio, comenzamos a diagramar un plan de salida; un escape. El escepticismo de muchos se enfrento con los mitos de unos pocos y de su síntesis o entropía, surgió la idea o creencia de que aun existía una civilización como la de antes, que aun existía un mundo. Fue un zombie historiador el que planteo la premisa; luego de remontarse a Herodoto y a unos monjes romanos o irlandeses que por fin dijo: Islandia. Su teoría fue sustentada y defendida (y burlada y descreída) por otro zombie geólogo, sociólogo, docente de geografía o antropólogo (como verán, no lo recuerdo exactamente) que alego, en el siguiente orden: corriente del golfo, glaciación, lejanía, placas continentales, termodinámica, unidad, hippies noruegos, y posmodernismo económico. Luego alguien dijo que lo cíclico algunas veces tiene sentido y por consiguiente, debíamos de convertirnos en exploradores. Como dispongo de poco papel debido a la escasees del mismo, intentare abreviar y llegar al fin de la odisea casi polar en la mayor brevedad posible. No es fácil. Aunque todos los que emprendimos la travesía éramos muertos vivientes (el termino muerto viviente aquí es meramente ambiguo y de ninguna manera se ajusta a la lateralidad de la vida y su sustancia) solo los que disponíamos de fe volvimos a pisar tierra firme. Luego del arduo trabajo empleado en construir las rústicas barcas, de la precaria y casi nula logística , carta de navegación y en definitiva, todo vestigio de saber transitar en ese inmenso océano fosforescente, arribamos dos de las veintidós naves que habíamos emprendido el viaje.
Si el tiempo y el espacio se desdoblan en márgenes desiguales solo perceptibles por los que una y otra vez cruzan sus meridianos, para nosotros, muertos vivos sobrevivientes, la travesía se convirtió en una eternidad. Fue el mismo zombie historiador que había dado la idea del arriesgado emprendimiento el que diviso con mirada extraviada o ausente el primero de los fiordos, y luego de arrojar a ese mar de color indescifrable una caja de fósforos de cien unidades (una verdadera reliquia hasta ese entonces), por fin exclamo -con un sonido mas que gutural, amorfo-: ¡Sigámosla a Ella! Ella nos dirá donde conducir las naves!
Algunos zombies rieron y yo pude observar por primera vez como el blanco de sus dientes era más oscuro que sus rostros. Enseguida pensé que irremediablemente yo seria igual que ellos y quise llorar pero me di cuenta que no tenia mas lagrimas; el pasado me las había arrancado por completo. Fue entonces, ahí nomas y delante de mis hermanos (no encuentro otro termino mejor con cual describirlos), que divise a un grupo de humanos haciendo señas desde uno de los fiordos y comencé a gritar desesperadamente, agitando ambos brazos de un lado a otro, hasta que desistí de hacerlo debido a la precaución de que uno de ellos se desprendiera de mi cuerpo.

Llegué a Islandia hace aproximadamente cinco años y aun me mantengo vivo (término subjetivo si cabe) gracias a la transfusión de sangre y a los paulatinos injertos de carne que esta única comunidad de hombres y mujeres sanos (aunque también, un islandés expedicionario de nombre Erick el fumeta, afirme que existen humanos sanos en lo que un día se llamo Groenlandia y Alaska) aportan a mi maltrecho cuerpo. Mientras tanto, investigan y seguirán investigando. Efectuando en ese proceso ya no, como diría un zombie literato, la compasión -la forma civilizada del desprecio-, si no más bien una muestra de samaritarismo, que más halla de ser una de las condiciones primarias del humanismo, se mimetiza irremediablemente ya no con un racismo de tinte cultural (permitanme está extraña conjugación), si no que, en esta devastadora situación en la que quedo la raza humana, es meramente biológica, como antes; pues ellos son mejores por que respiran y con ello, supongo sienten más, o al menos, son mas receptivos a cuestiones orgánicas de las que yo desgraciadamente ya me he olvidado.
No nos podían matar (termino absurdo) por que ya estábamos adentro, y por si fuera poco, muertos. Formábamos parte de su estructura y por ello y como por arte de magia (cabe destacar que es un pueblo que cree mayoritariamente en duendes y en todo tipo de mitologías), nos comenzamos a sentir nuevamente vivos. Y aunque no tuviéramos marca, ni señal, ni nada que nos identifique, teníamos ojos, y con eso bastaba. Pues ellos nos miraban detenidamente las pupilas y luego hablaban del aleph de la raza, del aleph de la evolución y por ultimo, reían. Y esa risa, nos gustase o no, era auténtica y era sana y con ello, la manifestación (la contemplación) de nuestras carencias se ensanchaban y siendo mas y mas cociente de ellas se retroexpandían hacia lo que nosotros creíamos el Alma (por que al fin de cuentas nunca nadie nos afirmo que la habíamos perdido). Aunque no quedara nadie en nuestro mundo conocido para verificarlo o comprobarlo, aunque no quedara aire en nuestros cuerpos para afirmar que todo eso había sido un mal sueño, un algo ilusorio que reafirme que la locura es pretérita al instinto humano.

 

 
Reykjavik, Islandia, 19 de noviembre del 2011.

(Corregido el 21 de enero del 2013 en Bergen, Noruega.)