Música


Whitney Houston tal como yo la imagino

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Sobre Whitney Elizabeth Houston, fallecida en 2012 en medio de un declive que acentuó el morbo de los paparazzi y la angustia de quienes vivían de su fortuna, todavía puede decirse lo que dijera Quincy Jones: “Ella tenía eso. Lo tenés o no, pero cuando está, es como si Dios hubiese dejado la mano en el hombro un poco más de tiempo que sobre el resto”. No hace falta más que escuchar a Houston cinco minutos para preguntarse: ¿qué clase de voz puede volver inolvidable un repertorio de canciones tan superficiales? El alcance de la pregunta, por supuesto, no sólo se asoma a las regiones del talento, sino también al asunto de la pasión. Y al contrastar el carácter liviano de las herederas de la voz femenina más decisiva del siglo pasado se vuelve más evidente que la marca de Houston continúa tan indeleble como irrepetible.

De pequeña, cuenta su amiga y mánager Robyn Crawford en A song for you. Remembering Whitney Houston, Houston quería ser veterinaria, aunque si había un pedigrí garantizado en su vida era el musical. Su madre, que era vocalista de Luther Vandross, tía de Dionne Warwick y amiga de Aretha Franklin, no demoró en presentarle al mundo el talento de su hija. Fue en una ceremonia de la Iglesia Bautista de la Nueva Esperanza donde Houston cantó por primera vez, y cuando Crawford le preguntó si era consciente de su talento —mientras una ambulancia se llevaba a una mujer que se había desvanecido al oírla—, ella se limitó a responder: “Sólo cierro los ojos y hago lo que tengo que hacer”. Esa misma obediencia la llevaría al éxito y al desastre.

Durante una carrera meteórica —dos Emmy, seis Grammy, treinta Billboard Music Awards, veintidós American Music Awards, la banda sonora más rentable de la historia de la industria musical con El guardaespaldas y el simple más vendido por una mujer—, y con un apogeo vocal de poco más de una década (la voz de Houston empezaría a deteriorarse a partir de 1992), la estrella cosechó un éxito sin precedentes y se convirtió en la voz femenina más premiada de la historia. Para darse una idea precisa, basta recordar que ni Los Beatles pudieron sostener su récord en el tope de las listas de Billboard, ya que Houston los superó con siete singles consecutivos.

Sin embargo, cuando empezó a recortarse el dilema entre afirmarse a sí misma o negarse para satisfacer a los demás, fue desde la sumisión como Houston resolvió las disyuntivas hasta el final de sus días. Por eso, a pesar del éxito comercial, la estrella quedó cada vez más atrapada en el juego de los consentimientos y las condescendencias. ¿Y en qué punto incluso sus relaciones no se convirtieron también en productos diseñados a la medida de una expectativa ajena?

Lo que empezó a definirse al firmar su contrato con Clive Davis, el presidente de Arista Records, sería precisamente la decisión entre decir lo que quería decir o dejar que el otro dijese lo suyo. En este sentido, si ni el racismo o el machismo de la industria musical le facilitaron las cosas (Houston fue criticada hasta por tener ayudantes blancos, algo que jamás criticaron a Prince o a Michael Jackson), el mal gusto de Davis —especializado en producir astringencias musicales como Santana o Bruce Springsteen— la llevó al tipo de encrucijadas que obligaban a Houston a evitar el pelo corto y la mirada fija con la que había posado para su primer álbum, Whitney Houston, porque resultaba “demasiado lésbico y negro”. Es por eso por lo que, en su segundo álbum, Whitney, la diva sonríe y tiene el pelo largo. 

Empecinado en hacer de la cantante un éxito comercial refinado y con clase al estilo de Joni Mitchell, Davis también empezó a devolverle la mayor parte del material que ella proponía. Prefería el pop al R&B o al funk, géneros negros por excelencia, y progresivamente las decisiones musicales quedaron en sus manos. Sin embargo, en una de sus noches más reveladoras, la estrella entró radiante a los Soul Train Awards —el premio más resonante de la cultura afroamericana— para escuchar, durante un momento que se prolongó más de lo que hubiese querido, que la estaban abucheando. Le gritaban “whitey” (“blanquita”), y por eso tampoco sería casualidad que, para cuando su tercer álbum, I’m Your Baby Tonight, ganaba el Billboard al mejor disco de 1990, una de las frases que Houston empezó a usar con frecuencia advertía que el asunto ya no era solamente una cuestión de música: “¿Puedo ser yo?”. Desde entonces, ni siquiera las crecientes dosis de cocaína alcanzarían para desoírla.

Después de El guardaespaldas, en 1992, la vida privada de la artista cambió para siempre. Cuarenta y cinco millones de copias vendidas le volverían imposible caminar de una esquina a otra sin que la gente se le tirara encima, aunque su pésima actuación junto a Kevin Costner no impidió que la siguiesen llamando para protagonizar nuevos roles fílmicos. Al parecer, los efluvios de su belleza y su voz alcanzaban para volverlo todo inolvidable. En definitiva, la cantante no pasaba desapercibida, y por eso David Roberts, antiguo oficial de Scotland Yard y guardaespaldas de la estrella durante nueve años, todavía tiene para decir acerca de la entrevista de trabajo que “no me la hicieron a mí, la hice yo cuando la miré fijamente y me pregunté si valía la pena morir por ella; tardé menos de un minuto en responderme”. Sin pensarlo, Houston empezó a aceptar más de esos papeles, aún si la exponían y la desgastaban.

Durante el rodaje de Waiting to Exhale, el dudoso debut de Forest Whitaker como director donde tres amigas afroamericanas interrogan el sentido de la vida y del amor, fue ella misma quien advirtió que la cocaína ya no era un coqueteo adolescente. El propio Roberts elevó un informe a la familia: después de su primera sobredosis, la vulnerabilidad de la cantante empezaba a volverse extrema. Su hija, además, tenía apenas dos años. Pero nada de esto le importó demasiado al padre de Houston, que la terminaría demandando por una razón inexistente, ni a su madre, ávida de prodigios. Por el contrario, todos siguieron exigiéndole más giras: las cuentas no iban a pagarse solas. Por su parte, Roberts sugirió una rehabilitación inmediata, pero lo despidieron.  

Robyn Crawford, mientras tanto, se había vuelto una de las personas más decisivas para la artista. Se conocían desde la adolescencia, cuando además de amigas habían sido amantes. Al menos hasta que Houston, preocupada por la mirada ajena, se dispuso a deslindar su relación. “Un día Whitney llegó con un regalo. Era una Biblia azul. Me dijo que quería sacar la parte física de nuestra relación. Sabés lo que compartimos y sabés lo que siento por vos, me explicó, pero si se entera la gente, ¿qué es lo que van a pensar? Va a ser un infierno”, dijo la estrella, aún si no quedaba claro a qué tipo de “infierno” se refería. Durante su última gira exitosa, en 1999, empezó a rezar antes de cada concierto, y mientras le pedía a Dios que no la dejase sola, cometió un traspié del que no llegó a recuperarse: la noche en que su marido, un rapero desvaído para quien la fidelidad conyugal era apenas un cuento de hadas, echó a Crawford del set, Houston dijo que era capaz de cuidarse sola y la dejó ir sin resistencias. Cuando la encontraron muerta a los 48 años en una bañera con una sobredosis de cocaína, Alprazolam y alcohol, Brown dijo que “si no se hubiera separado de Robyn, todavía estaría viva”.

¿Qué hubiera pasado si el entorno de Houston hubiese sido diferente? Imaginar que iba a despegarse de sus caprichos y tiranías para ser, por fin, ella misma, probablemente no sería más que reafirmar el funcionamiento ciego de la distinción entre lo propio y lo ajeno. Desde ya, lo que se juega entre las condescendencias al otro y las propias decisiones es más complejo que lo que el sentido común distingue como lo de uno y lo de alguien más, y al entender la trampa de esa dialéctica, es fácil intuir que cualquier afirmación acerca de la necesidad de ser “auténtico” y “fiel” sólo funciona como epígrafe para un libro de emprendedores de startups. La realidad, por supuesto, es otra cosa. ¿Acaso creer que uno se convierte en “uno mismo” no es, al fin y al cabo, subestimar con demasiada ingenuidad la inteligencia? Como afirmó Jean Baudrillard, “se sueña con ser uno mismo cuando no se tiene nada mejor que hacer”, y tal vez Houston entendió a la perfección que, para llegar a ser alguien, hay que confundir a veces los límites de lo propio////PACO

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