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Versiones engordadas de Macedonio

1. Miro el menú

Creo poder afirmar que todos, casi todos, en esta cuarentena hemos engordado. Yo debo confesar que lo he hecho, a pesar de las constantes evocaciones a Sandra, mi nutricionista, a quien no he visto por el encierro. Había, gracias a sus buenos oficios, bajado unos cuantos kilos de los que, una parte, he vuelto a subir.

Le expongo a Mercedes mis nuevas redondeces, la curvatura que amenaza con alargarse. Supongo que tienen la forma del aislamiento: un domo, un ojo, un paréntesis. En algún lugar, creo que en Papeles de recienvenido, Macedonio Fernández dice algo como “soy el escritor del paréntesis de un palito solo”. Sé que lo dice mejor, sé que hace años que repito esa cita y la deformo como un abdomen que se empeña en crecer.

Pienso, en este último tiempo, en Macedonio. En Museo de la novela de la Eterna como una novela que ha engordado, también, en la postergación de los prólogos (¿cuántos son?, ¿sesenta?, ¿mil?: en vano los cuento en el índice), en la forma activa de la paradoja. Es esa forma, casi un rasgo retórico, lo que se interpone como una panza, como una conformación convexa que antecede a la promesa de una novela. Es, claro, un museo, pero también, un muestrario, una declaración de principios, la “primera novela buena”. Supongo que me gustaría sintetizarla; sin embargo, la novela no se trata de nada. El mismo Macedonio la resume en uno de los prólogos: un grupo de amigos, en una estancia, que se llama “La Novela”, hablan y comparten cosas. Se trata de ser escrita o, mejor, de ser postergada.

Engordar en el caso de Museo no me parece que esté vinculado a adquirir materia grasa, a algo de lo que no se puede extraer nada, algo que sobra. En todo caso, lo veo como una forma de ocupar el espacio, de hacerse ver, como quien no consigue el artilugio de que los demás lo noten y habita la zona con la mudez del cuerpo. En definitiva, lo pienso como la contrapartida de una anorexia.

2. Un vaso de agua de cortesía

Si me permito imaginarme en un restaurante, sin las interferencias de las distancias entre mesas, sin los barbijos que van y vuelven, este es el momento en que me traen un vaso de agua, que intuyo de la canilla o de alguna de esas máquinas con gusto a lavandina, mientras decido qué pedir, mientras el atareado mozo se muestra imposibilitado de tomarme el pedido.

Mi psicólogo me comenta que ha escrito sobre la anorexia y Bartebly, el escribiente. Ahora que me lo dice, la relación me parece obvia. Siempre se trata de volver obvio lo obvio.  El adelgazamiento de Bartebly es también el de su escritura. Sin embargo, la novela está organizada en torno al comer: después del almuerzo, el empleado más viejo del abogado-narrador, cambia de humor tras la comida. El otro escribiente tiene una cólera gástrica, un estado de ánimo impreciso, irritable, que proviene de cuestiones digestivas. El cadete tiene el nombre de una galleta de jengibre.

Ya en la cárcel, el narrador soborna al cocinero para que le dé buenos platos a Bartebly, que nunca come y que muere elidiéndose, con la vista vuelta hacia un muro, delgadísimo. El abogado que narra funciona casi como una postulación del lector: sin Bartebly su existencia pierde espesor, que, a su vez, se va perdiendo a lo largo del texto con las declinaciones del escribiente: los famosos “preferiría no hacerlo”. Pragmático, Melville concibe a la sustracción (del hacer, del cuerpo, del tiempo como algo a ocupar) de su personaje como una sustracción efectiva. El narrador, a su vez, va perdiendo, adelgazando la posibilidad narrativa, a medida que lee y critica el devenir de Bartebly. En ese pragmatismo tan yanqui, para no-ser hay que no-ser.

3. Las migas en la panera

Mientras hurgo en la panera que dejó mi antecesor en la mesa, mientras me deleito de antemano con los cornalitos fritos de entrada, las rabas, el jamón serrano con queso gruyere, el inadecuado vitel toné, que algún viejo chef pretensioso llamará vitello tonnato, con el revuelto gramajo –otra vez la idea de la sapiencia por la nomenclatura: el revuelto de Gramajo–, mientras eso sucede y espero que el mozo recuerde mi proliferación alimenticia caigo en la cuenta de que para estas líneas, si además de Macedonio, mencionan a Bartebly, entonces debo leer la novela de Vila-Matas Bartebly y compañía.

La leo aún sin que lleguen a traerme la entrada. Vuelvo al autor catalán y a su catálogo de escritores. Me parece llano. Me parece (a pesar de mi fascinación por lo descriptivo (la taxonomía como una forma descriptiva que se glosa a sí misma)) soso, previsible. Como leer un diccionario de punta a punta. Apenas me arranca una sonrisa, apenas construye una lectura sobre el mito de Bartebly que dice glosar: tiene el efecto de leer un menú.

4. El postre, el postre

En vez de las entradas, llega el postre. Ansioso, hambriento, hinco el tenedor en la copa Melba, logro probar un bocado antes de que el mozo ofendido lo retire y me reconvenga: “¿acaso no se dio cuenta de que era para otra mesa?”

Mi recuerdo sobre El mal de Montano de Vila-Matas es mucho más agradable que sobre la reciente Bartebly y compañía. El desarrollo me resulta más interesante: un duelo entre padre e hijo, entre padres e hijos literarios también. Un hijo ágrafo, un padre enfermo de literatura. También es más grato porque fue mi robo. Lo que me devuelve a Macedonio. Me explico: en el 2007 viajé a Barcelona por cuestiones laborales. Fue un viaje no querido en situaciones penosas. Paraba en un albergue, en una habitación colectiva, porque no podía pagar otra cosa, pero me vestía de traje para impresionar a posibles compradores de libros. Allá me robaron una mochila en la que llevaba la edición de la Biblioteca Ayacucho de Museo de la novela de la Eterna. Escribí a mi vez una novela, Inventario del robo, en la que inventariaba el contenido de la mochila, glosaba a Macedonio, buscaba las citas que de él hacía Vila-Matas en el libro al que le robé escenas enteras. Escribí una novela del yo hecha de retazos de textos de otros: Kafka, Macedonio, Pessoa, Augusto y Haroldo de Campos, y Vila-Matas como una venganza, como una devolución de lo que España había insistido en robarme. En esa novela decía: “yo tengo una estética de la aparición (junto con el robo, con la ausencia de historia) / yo como y engordo para aparecer insoslayable delante de todos.” Creo que eso, en definitiva, es lo que comienzo a entender en Museo de la novela de la Eterna: un engordar proliferante, una idea de que la novela no contiene una historia, sino algo que no se puede soslayar.

5. Llega la entrada

No es ni por asomo lo que había pedido ni lo que querría. Apenas un huevo relleno con algo de mayonesa y otra cosa que parece atún. Me abalanzo sobre él, casi inane. Pido, antes de que se escabulla el mozo, un bife de chorizo, unos ravioles a la príncipe de Napoli, una tortilla de papas, una suprema napolitana, un Gran Paraná, costillitas a la riojana.

Claro que el tópico del engorde ha sido abordado por Pablo Katchadjián en El aleph engordado. Sin embargo, como me suele pasar, creo que confunde vanguardia con gesto: el gesto de volver a enunciar el cuento de Borges y agregarle cosas al fraseo. Engordarlo acá no es alimentar, agregar al sentido, sino simplemente el gesto de expandir, sin que haya más procedimiento narrativo. (Mavrakis me apunta: “Puro genio y nada de talento, como dijo algún escritor europeo sobre William Faulkner”.) Mientras veo pasar los platos, entiendo que la vanguardia que me interesa es la que tiene la generosidad de donar un procedimiento.

En Macedonio, ese procedimiento parece ser lo paradojal: el quebrar las categorías del relato, el pacto de lectura. Para ello, claro, debe inventar un lector. A ese lector le corresponde un autor, que, a su vez, discute con los personajes que le reprochan, por ejemplo, que los deje un día a medio vestir, con el brazo extendido, acalambrado ya, por haber quedado estirado sin terminar de ponerse un saco. La paradoja no aparece como la reflexión de la paradoja, sino como una forma constitutiva: una novela hecha de prólogos, de anticipaciones, de no-existencia: de la promesa de la novela. De todos modos, cuando los prólogos terminan, no hay tampoco una novela-en-sí: no aparece la narración sino el mismo tono prologal, el mismo desvarío en tanto desvío, en tanto imposibilidad de seguir un camino diegético, narrativo.

6. Vino de la casa

La serie implica, de algún modo, la sustitución. Mientras espero que el mozo, al menos, me traiga un pingüino en el que ahogar las penas por la demora, leo la nota “Piglia y la ciencia ficción” de Juanjo Conti que comienza con la serie “Macedonio, Borges, Dick y Piglia”. Si la serie presupone la sustitución, anticipo mi lectura: me parece muy bien sustituir a Macedonio con Dick, por lo menos en la pobre interpretación que hace Piglia en La ciudad ausente, novela en la que se basa la nota de Conti.

Como no he leído aún la novela de Piglia (solo tengo un recuerdo agradable de Respiración artificial que me ayudó a lidiar con una cita (una cita con una chica, no con una textual) imposible), dado que el mozo demora hasta con la bebida, el vino de la casa, intuyo que tengo tiempo de leerla. Lo que glosa Conti es lo que dice el texto: se trata de una especie de distopía en la que Macedonio Fernández ha creado una máquina que contiene el alma de su esposa muerta y que es una máquina de narrar. He aquí donde la sustitución me parce pertinente: Dick, o lo poco que leí de él, me recuerda más a una máquina de narrar que Macedonio, que es una máquina de no-narrar, de no llegar nunca a la narración, de postergarla en prólogos, en conversaciones con el lector, de prometer una novela (que es buena, “la primera en el género de buena”), que no se concreta nunca. El otro desacierto de Piglia (que transforma el idealismo macedoniano en pragmatismo yanqui, a lo Melville, tal vez por sus años en Princeton o Harvard) es que en La ciudad ausente hay un “museo”. Ahí están todos los escenarios de las narraciones de la máquina. Es decir, la literatura tiene un correlato en lo real, se materializa en algo tangible y relacionado directamente con lo que refiere. El movimiento es el inverso del realismo, claro, que cree que lo que se dice refleja lo real. Pero no deja de ser igual de ingenuo.  

Por otro lado, a pesar de que Macedonio en Museo de la novela de la Eterna declara que solo le sale una “novela museo”, no parece usar el término como una categoría: como un museo de existencia posible. Es decir, no tiene el valor de observación de un fetiche que Piglia le asigna a su reversión (¿sustitución?) en La ciudad ausente. Más bien, el “museo” de Macedonio está por fuera de lo estático y de lo contemplativo, es un término, quizás, a falta de otro mejor: uno que absorbe la idea, pero que la ejerce: que la actúa, que la construye. Un museo en acto, en conformación, que avanza y se sustituye a sí mismo a medida que se mueve.

(Sustitución: poco después de que me robaran en Barcelona el ejemplar de Museo de la novela de la Eterna, Mercedes compró uno igual, la misma edición, en un anticuario de Caracas, y la hizo traer por un correo certificado. En la carta que me escribió al dármelo, me aclara, no sin acierto, que el libro no es el mismo, a pesar de la identidad, como no lo soy yo, ni lo es ella. Han pasado los años ya, y esa premisa mutable se mantiene.)

7. Suprema a la Maryland

“Es indudable que las cosas no comienzan”: tampoco esta cena de la que solo pude probar un postre que me fue arrebatado y unos huevos rancios de entrada que ahora repito no solo en el texto. La novela, entonces, de Macedonio no se atreve a comenzar. Se evita a sí misma en prólogos, como señala que las cosas no comienzan o comienzan viejas en el “Prólogo a la eternidad”. En el “Prólogo a mi persona de autor”, se advierte un juicio de los críticos del tipo: “Para ser la primera novela buena no está del todo mal (…) De todos modos, esperamos sus futuras obras para cerrar nuestro juicio definitivo.” A lo que el autor concluye: “con tal postergación, me quedo sin posteridad. Y eso sería prematuro”. Ahí está la paradoja y la postergación como una estética. A esto, claro, volveré cuando mi nuevo intento, de decirme por un único plato, suprema a la Maryland con papas españolas, renueve mi fe en comer algo esta noche y ya esté en los postres.

En “Andando” la novela sale a la calle: es decir, se pasea y se publicita a sí misma. Nadie se pregunta en ella “¿qué es esto?” porque la “novela ha averiguado mucho” para que el lector no incurra en no saber qué contestar a eso.  Los sucesos empiezan en el título, si el lector saltea la tapa, ya llega tarde. Las categorías del relato: recepción (lector), autor, narrador, personajes, el relato en sí, enunciación; todas aparecen en el mismo nivel, todas aparecen sin jerarquías en una especie de entidad colectiva (aunque las distinciones operen todo el tiempo), todas confluyen en la novela (o en la estancia “La Novela”) y pierden la existencia de categorías que se relacionan en niveles: en el Quijote, por ejemplo, obra dilecta de Macedonio, el concepto de nivel y de lectura, si bien borrado para el protagonista, está explicitado con claridad para quien lee, para quien narra. No es el caso de Museo de la novela de la Eterna. Ese borrar fronteras porque la novela no es de estética realista sino que “nuestra estética es la invención” hace que lo metatextual no ocurra en forma de glosa, en forma de diálogo con el texto (lo que posibilitaría que fuera narrado: de ese modo puede leerse la narración (no la descripción) del aleph que hace Borges), sino que lo metatextual sea parte de la novela, sea su conformación extendida, horizontal.

“Soy el imaginador de una cosa: la no-muerte; y la trabajo artísticamente por la trocación del yo, la derrota de la estabilidad de cada uno en su yo.” Eso es lo que Macedonio llama la construcción de un “todo-amante”: ahí se verifica esa latitud, esa horizontalidad de las categorías, esa falta de jerarquía en la construcción de una literatura: en el mismo plano, borrado lo identitario. También la no-muerte no es un pulsión narrativa (volveré a esto con el postre), sino la limitación de la acción puesto que, con la acción, puede sobrevenir la muerte, sin ella, si se la posterga (Macedonio promete al lector un prólogo más al final de la novela: el volver a lo que antecede al logos) tal vez se pueda hacer (o representar) esa no-muerte. Al revés de la anorexia de Bartebly, para no-ser hay que ser.

De este modo, los lectores salteados, los que no leen de corrido, en orden, se vuelven lectores completos, dice el texto en “A los lectores que padecerían si ignorasen lo que la novela cuenta”, porque “te he hecho lector seguido gracias a una obra de prefacios y títulos tan sueltos que has sido por fin encuadernado en la continuidad inesperada de tu leer”. Para ser lector salteado hay que no-serlo, del mismo modo que para quien desea picotear, reducir la porción del libro es el engorde lo que ofrece Museo de la novela de la Eterna: el plato está condensado, ordenado de tal manera que no es posible no comerlo, incluso si junta una banana frita con una suprema frita de pollo, como la Maryland que pedí resignado y no van a traerme. En la sustracción del yo lo que lo reemplaza es esta estética de la invención y del engorde “hasta que la encuadernación estalle”, del sumar sentido, de aglomerarlo, prensarlo como la operación contraria a sustraer el yo: llenar el especio con la forma del texto, con la paradoja de la forma, para que, también, pueda evanecerse.

8. Carta de postres postreros

La ya citada copa Melba, Don Pedro, charlotte, mousse  de chocolate, macedonia de frutas, helado de limón con champaña, vigilante, profiteroles, palo jacob, flan con dulce de leche y crema, bombón escocés. Los postres que pido y que le veo anotar con cierta esperanza al mozo: de hecho cierro los ojos para no ver cuando desecha la comanda. Postre. Postrero. Postergación. La serie se arma sola. Tal vez, también la sustitución.

Al postergar el texto, que resulta evidente desde el índice, aunque ese texto que llega es también una postergación-en-sí, ya lo hemos concluido. Tal vez reste ver el procedimiento del engorde: no solo la ruptura con las categorías del relato arma el extrañamiento en la obra de Macedonio, también está la paradoja como un obstáculo, como algo a salvar para poder avanzar hasta la siguiente. “Momentos antes del instante presente, de este presente en que usted está leyendo, el Presidente abandonó la silla.” Ahí está puesta en escena paradojal, en la primera frase del primer capítulo, pasada ya la mitad de la novela, la idea del tiempo narrativo y del pacto de lectura. No es momentos antes de la acción narrada, sino de que el lector lea: cada vez va a ser así. Con la misma intención aparece (y la alusión me resulta también una promesa a retomar cuando llegue (o si no llega) el postre): “leer los cuentos árabes me arrastró en la adolescencia, por ignorar que eran solo 1001, a seguir leyéndolos después de concluidos”. “He concluido mis Obras Completas” es una afirmación de un prólogo sobre la que no se extiende mucho más.

En “Al lector de vidriera” le promete que el título, lo único que leen esos lectores, será suficiente (contendrá) la obra. De hecho “Al lector mínimo” es el título del título. No hay más que la imposibilidad de narrar, al contrario de Sherezade, que narra para posponer la muerte, en Museo de la novela de la Eterna se posterga la muerte no-narrando, sino haciendo de aquello que se narra una construcción que se expande y abandona las propias reglas del género: Nicolasa, la cocinera expulsada de la novela, a la que tal vez tenga que visitar después, pone un puesto de empanadas que le roba lectores a la novela porque está ubicado cerca.

Parece que se tratara de la paradoja de Aquiles y la tortuga en la que Aquiles, para llegar a un punto, debe recorrer la mitad del camino y, luego, la mitad de la mitad, y así hasta perderse en el infinito. Solo que en el recorrido Macedonio inserta, instala sentido, formas de abordaje: engorda el texto, lo posterga, lo extiende sin llegar a la narración, sin llegar a los asuntos (“clasificar asuntos es hablar de ética: hacer estética es ejecutar artísticamente cualquier asunto”).

La paradoja principal del idealismo, del que también fue adscripto Borges, aunque con distintos resultados, es la que el yo no puede percibirse a sí mismo. “¿Cómo la corteza gris donde reside el pensamiento pensaría en ella misma?”, dice el prólogo llamado “El fantasismo esencial del mundo”. También, más adelante: “Y mientras no permita a la novela la veleidad de prologarse a sí misma”. Agrega: “un mortal es un no-ser”. A esta no consciencia de sí, Macedonio decide habitarla con la postergación, engordar ese vacío, completarlo; en vez de narrar las peripecias de Aquiles en cada división, reflexiona acerca de ellas, las expande, las desmenuza, las transforma en un acto sin glosarlas, sin citarlas. No es la paradoja explicada de Borges cuando se refiere al idealismo, por ejemplo, en “El tiempo y J.W. Dunne”, en el que relata argumentos de la consciencia del yo similares a los de la “corteza gris” macedoniana. No es metatexutal, entonces, la de Museo de la novela de la Eterna, sino una paradoja en acto: el acto del no-acto.

Retomo mientras el mozo llega con la cuenta y un café sin cargo que rechazo con dignidad: “un mortal es un no-ser”. Como no hay consciencia de sí, como solo existe una global, una red, una forma colectiva, el todo-amante, es imposible la narración como tal, como una forma escindida y autónoma que el lector lea por fuera del texto. Hace un tiempo escribí unas notas sobre el verosímil en las que decía que la verosimilitud viene de la literatura y va hacia ella. En Macedonio, la literatura como una red que todo lo abarca, de la que no conviene escapar, no va a, ni viene de, ningún lado: lo recubre todo, arma sus propias reglas y sus propios obstáculos paradojales.

9. La cuenta comida

Reviso la cuenta. Está todo lo que pedí y no me trajeron. Decido que tengo que comérmela. No, no es el ánimo del psicótico el que me mueve, no creo que comiendo el texto vaya a sustituir a la comida, vaya a reemplazarla, a cerrar la serie. Tengo la sensación que tenía en los 90 cuando podía ir a algún restaurante gourmet y debía parar, camino a casa, en una panchería. Sé que voy a terminar comiendo un pancho de parado o, en el mejor de los casos, las empanadas de Nicolasa. No es por eso que decido comerla.

En todo caso, celebro la paradoja de saber que eso no me alimenta, pero querer incorporar el sentido que proponen esas palabras. Postergar la comida no con un “preferiría no hacerlo”, ni simplemente hacer una escena (una de esas clásicas que pueden terminar en un museo) como querría Piglia. Simplemente la ingiero, trato de que se integre a mí, de formarme parte de esa red que es la literatura como la piensa Macedonio, de esa imposibilidad de pensarla si no se está adentro, si no se la adquiere.

También, claro, me sirve para irme sin pagar/////PACO

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