Cristina_Fernández

Por Pablo Tomas Ottonello

Viajo a Venecia por un Congreso de Arquitectura clásica. Es en un gran salon donde todo el mundo hace comentarios sobre los mosaicos en los pisos y en el techo. El Congreso es un embole. La gente no sabe para qué va. No me acuerdo de qué hablan los expositores. La gente va a congresos para escaparse de su familia. La gente va a congresos para garchar y se sabe que el congreso de Venecia es un excelente circuito sexual. Todos los arquitectos saben que el que viene hasta acá, quiere ponerla, y yo lo sé porque sueño que soy arquitecto, que hace unas semanas me llegó la invitación y acepté, recibí los pasajes, y acá estoy en el cóctel de recepción, con un trago rojo en la mano. Estoy de traje azul, muy elegante. En la solapa hay un plástico que dice “Ramón – Argentina”. Saludo a otros arquitectos y compartimos la información estándar, dónde queda tu hotel, a qué actividades se anotó cada uno, de qué se trata tu exposición. La mía es sobre la influencia de las casas coloniales en la idiosincrasia porteña. Pasan la primera exposición. Pregunto dónde queda el baño y me escapo. Camino hasta la rambla y un gondolero me señala una embarcación lista para salir. Es precio especial porque se divide por tres. Hay dos personas más en la góndola. Una mujer de negro con sombrero y un tipo alto, medio dormido sobre un almohadón con forma de rombo. Pienso en que el lujo de Venecia y en el falso lujo de Venecia, y en que no podría distinguit entre fulgor verdadero y falso. La gondola se mueve mientras me acomodo. El gondolero arranca por canals cada vez más angostos angostos. El agua es una acuarela gris que se le mete a los edificios como un sarampión vegetal.

– Le pedí que fuera sin canción- dice la mujer. –Me rompe las pelotas que te canten como si fueras un boludo bárbaro.

Sonrío. La miro bien. Ella se levanta el sombrero y le da la luz. Está maquillada y sin imperfecciones, como salida del photophop. Es Cristina Fernández de Freedom.

Se baja los anteojos y me mira. Tiene ojos chicos con las pupilas diminutas por el sol, una gota de tinta china presindencial en el centro del globo ocular. Con el sol Venecia se empieza a parecer a sus propias fotos publicitarias. ¿Te molesta si me saco los zapatos?, dice Cristina Fernández de Freedom. No, le digo. ¿Me ayudás?, pide. Tiene unas botas de media caña, con cierre, negras. Cuero blando, carísimo. Ella pone el pie en punta, estira el gemelo y después lo contrae. Sosteneme de acá, dice CFF, y tirá con la otra mano. Sostento el peso del gemelo de la pierna derecha con la palma de mi mano. Es suave, tibio y mucho más firme de lo que pensaba. Cristina ve que sin querer le palpo el tono muscular. Hago spinning, dice. Todas las mañanas, antes de que llegue Zaninni. Su voz es un trombone ronco y brillante, de alguien que recién se levantó. Me pone nervioso. Siento que a sangre me baja a los huevos. La gondola le mete su gran nariz de pájaro al agua verde de los canales. A pedido de la presidenta el gondolero solo rema, no da indicaciones turísticas.

Ella mira las fachadas de las casas con sus postigones con una cara hermosa y marcial, hecha de cera sin torpezas. ¿Me puedo sentar al lado tuyo?, pregunta ella. Este está knock-out, dice, y le palmea al señor dormido. Cristina me sonríe con amor. El tipo dormido es Néstor. Digo que sí y me acomodo hacia un costado. Junto bien las rodillas para castrar la erección. Los asientos de la góndola son mínimos y su pierna toca la mía. Cada uno tiene su almohadón de felpa roja. ¿Qué vas a hacer con Mónica?, dice Cristina. ¿Cómo sabés de Mónica?, pregunto. Nunca subertimes a tu presidenta, Ramón, dice Cristina. Me encantaría sacarle los anteojos y acomodarle el pelo sobre la orejita, pero hay sol y ella tiene ojos sensibles. No sé qué hacer, le digo. Estamos mal hace meses, digo. Exhalo y finjo dolor. Quiero que la presidenta piense que soy un tipo noble. No te preocupes, dice Cristina. Las parejas son como la Constitución Nacional, agrega, empieza bárbaro y termina por romperte las pelotas. Me palmea la rodilla. Deja la mano ahí, como haciendo un mimo. ¿Es un mimo? Siento un pico de estrógeno y un extra sístole en la arteria femoral. Los huevos se inflaman como garbanzos olvidados en agua. Tengo esa alegría juvenile, esa arenita previa al orgasm. Le quiero explicar que si me toca la rodilla no me voy a poder aguantar. Soy muy sensible a Cristina y el entorno es encantador. Nunca me masturbé adentro de un cuadro de Canaletto al lado de mi presidenta. Entonces ella me pregunta si me molesta que se saque las medias. Con lo que me gustan los pies. Esto no va a terminar bien. Cristina se enrolla una media muy despacio, para que el sol le de en la piel blanca y muy bien depilada. Es demasiado joven para ser ella. Cristina me mira como diciendo ¿viste lo bien que estoy? Enrolla las dos medias hasta los tobillos, que quedan como dupla de saturnos al sol. Así tomaba sol mi primera novia católica de San Isidro. Después baja una media hasta el talón, la otra. Veo los mecanismos al aire del empeine, el sistema de tendons y la salud de las falanges presidenciales. Miro a Néstor. No quiero que note que me caliento con su mujer. No te preocupes, dice Cristina, Néstor está muerto. Me sonríe. Contraigo los esfínteres. Es un ejercicio que aprendí en yoga, para aguantar el orgasmo. Cristina se saca las medias de los pies. Las uñas tienen esmalte negro, mate. Los deditos son los que le imaginaría a una Liv Tyler o una Angelina Jolie. Atléticos y juguetones. Hace ese rascamiento tan típico de chica adolescente, dedo-gordo-rasca-índice-y-vice-versa. Ah, qué lindo el sol, dice Cristina, y mueve los deditos con alegría de provincias autónomas. Gira, se pone frente a mí, baja los empeines y me hace sostenerle los pies. Le beso la yema de los pulgares, blanca y suave, con un resto de olor a montura de caballo tapada por talco sabor mentol. Levanto la vista, entre el pulgar y el índice hay un billete enrollado como un cigarrillo. No sé cómo no lo vi, pero en los sueños pasa de todo. Vuelven, dice Cristina, mirá. Agita el pie que sostiene el billete. Lo agarro, pero no puedo dejar de besarle los pies a Cristina con mini besitos sonorous. Me cuido de no abusar para no despertar a Néstor.

-Miralo, nene, son diseño mío- dice Néstor, sin abrir los ojos. Ladea la cabeza sobre el rombo de felpa. Estira un zapato y me toca la canilla. Es largo y huesudo. Le veo la napia torcida, las aletas de las fosas nasales abren y cierran, con movimientos de molusco. Tiene pelos azules en el interior rosado de la nariz, como clitoris aéreos. Tengo la pija durísima entre los presidentes. Desenrollo. Es un billete de ciento treinta y cinco pesos con la cara de Cristina de perfil. El rodete de Evita. Está joven y hermosa. Son magenta, como los patacones, pero llevan el nombre “Nueva Moneda Nacional”.

-¿Sabés guardar secretos?- dice Cristina. Le digo que sí. No puedo hablar muy cómodo con los esfínteres contraídos. Cristina me saca el billete y me lo apoya en el esternón, con la palma de la mano. Deja la mano ahí, quieta. Siento la sangre que le late en el dorso de la mano con venas levantadas como tumbas. Pienso que ahí, en las manos, se guarda la edad de las mujeres, como el interior anillado de un tronco de arbol. Siento un calor hermoso.

 -No digas nada. En Argentina no sabe nadie- dice Cristina. –Es un secreto entre vos y yo.

Respiro hondo. Néstor nunca brio los ojos. Miro cómo el pelo de Cristina Fernández de Fredom remonta vuelto por la brisa del canal, sus ojos marrones de nutria hambrienta clavados en los míos.///PACO