Sobre Kurt Erich Suckert, rebautizado Curzio Malaparte en 1925, cuando el fascismo de Benito Mussolini le parecía una buena oportunidad para convertirse en uno de los protagonistas de la cultura italiana, todavía puede decirse lo que señalan sus biógrafos: más vale ser un enfant terrible que un hombre servil, aún si para eso hay que rozar la herejía y jugarse el todo por el todo. En tal caso, el detalle es que eso que Malaparte nunca dejó de jugarse a lo largo de su vida fue su existencia pasada, presente y futura como escritor. Y esa es una apuesta que a veces resultó bien y otras veces resultó mal.

Nacido en Prato en 1898, lo cierto es que se tratara de su existencia como autor celebrado, periodista estrella, soldado condecorado de la Primera Guerra Mundial, fascista disidente, comunista converso, intelectual respetado o repudiado, e incluso como eterno candidato a ocupar alguna posición política real (ya fuera para poderes de izquierda o derecha), Malaparte jamás dejó de maquillar los eventos de su historia personal ni los de la agitada época que le tocó vivir. ¿El objetivo? Sacarles a unos y otros el mayor provecho, aunque el personaje y sus artificios resultaran más grandes que la realidad. Los mejores frutos de este método son Kaputt (1944) y La piel (1949), dos libros escritos en plena Segunda Guerra Mundial y que a medio camino entre la diplomacia, la protesta y la imaginación, mostraron al “monstruo alegre y cruel de la guerra” de un modo que no solo le dio un reconocimiento comparable al de los más selectos best-sellers internacionales, sino que todavía son inclasificables. ¿Crónicas? ¿Ensayos? ¿Novelas de “no ficción”? ¿Autobiografías? ¿Literatura del yo? Frente a lo que Malaparte cuenta a medida que la “peste” avanza por Europa, primero entre nazis y luego entre estadounidenses, ese detalle se desvanece. “¿Acaso es posible saber lo que piensa un muerto? Todo el mundo sabe lo egoísta que es la raza de los muertos. Son celosos, están llenos de envidia y lo perdonan todo menos que se esté vivo”.

Junto a Técnicas de golpe de Estado (1931), en el que analiza con ironía a una nueva camada de políticos como Trotski, Stalin, Primo de Rivera, Hitler y Mussolini, y El Volga nace en Europa (1943), con sus crónicas desde el frente oriental alemán para el Corriere della Sera, estos libros, por otro lado, marcarían la danza de los conflictos sobre su figura hasta su muerte, el 19 de julio de 1957. Aun así, lejos de dejarse intimidar por sus contradicciones y por quienes lo castigaron por su deliberada acumulación, Malaparte las absorbió como el núcleo de su talento y un efecto colateral de su personaje. Al fin y al cabo, era la verdad que traslucían sus mejores páginas lo que se imponía sobre la mera sucesión de los hechos concretos. ¿Osadía? ¿Impudor? ¿Oportunismo? Tal vez. Pero tratándose de alguien cuya única ideología consistía en despreciar todas las ideologías, como escribe Maurizio Serra, la apuesta de Malaparte por su propia fuerza, aún entre contrincantes verídicos o inventados como Hitler, Mussolini o Trotski, era inevitable. A la distancia, por otro lado, su figura incómoda sirve para entender qué silencios y complacencias aseguran la placidez de cierta cultura intelectual, a veces, demasiado satisfecha con sus limitaciones.

En su tiempo, sin embargo, estos roces podían volverse serios. Después de leer Técnicas de golpe de Estado, por ejemplo, Trotski acusó al “teórico fascista Malaparte” de endilgarle tal ignorancia sobre las condiciones de vida en la Rusia revolucionaria de 1917 que casi quedaba reducido a uno de los discípulos más fallidos de Lenin (una cuestión que Stalin, acerca del cual también inventaría algún encuentro en Baile en el Kremlin, resolvería con una decisión letal). Y aunque la leyenda divulgada por Malaparte cuenta que fue nada menos que el Führer quien, apenas llegado al poder, pidió a las autoridades italianas que lo detuvieran por lo que había escrito sobre él en ese mismo libro, en realidad fueron las largas intrigas entre el escritor y el Duce, con el que se relacionó desde la Marcha sobre Roma en 1922, las que describen el tenor de su apuesta permanente por ocupar el centro de la atención.

Para quienes recorran las infaltables viñetas autobiográficas con las que Malaparte se ocupó de prologar cada edición de Kaputt y La piel publicada tras la derrota del Eje, la historia real seguramente resulte diferente a la inventada. Exagerada para armonizar con los vientos renovados de la posguerra, su célebre detención en 1933 en la cárcel de Regina Coeli por “actividades contra el régimen y conspiración antifascista”, en realidad, le sirvió para distanciarse de un fascismo que nunca terminaba de aceptarlo a pesar de su predisposición, mientras que al Duce, en cambio, lo ayudó a apaciguar los reclamos de uno de sus circunstanciales aliados políticos, el mariscal, ministro y héroe de la aviación Italo Balbo, ofendido por lo que consideraba una “difamación” por razones que iban desde las críticas malintencionadas a sus acciones políticas hasta la acusación de corrupción por haber recibido dinero de la Fiat, la célebre automotriz de la familia Agnelli (a la que el propio Malaparte intentaría vincularse a través de un matrimonio que nunca pudo concretar).

Aunque aseguraba haber sufrido nada menos que cinco años de deportación en la isla de Lipari, en Sicilia, en realidad Malaparte apenas soportó la expulsión del partido fascista y un arresto domiciliario de tres meses, circunstancias que en compañía de su madre, su perro Febo y una de sus pocas pero más protectoras amantes, invirtió en escribir para varias revistas italianas y planificar nuevas ediciones de su obra en distintas capitales europeas. Fue Mussolini, por supuesto, quien movió los hilos para que aquella pena resultara tan amable. Pero también fue su sombra la que diez años más tarde, ya depuesto el fascismo, llevaría a Malaparte a la cárcel por segunda vez, apenas por unos días, acusado por el nuevo gobierno de “no haber deseado públicamente que los italianos se rebelen contra los alemanes”.

Tan plagada de invenciones y omisiones como de auténticas aventuras, la “novela personal” de su vida, a pesar de todo, nunca logra superar la violencia, la belleza y la humillación registradas en las mejores páginas de sus libros. Incluso si se trata de alguna perfecta postal de la crueldad, como la de aquellos soldados soviéticos cuyos cadáveres quedan tan congelados que los alemanes los colocan de pie para usarlos como señales de tránsito, o aquellos tanques y aviones que, ya destruidos, se convierten en “máquinas en descomposición que apestan a aceite, a gasolina, a barniz quemado” y tiñen la marcha hacia Leningrado con un nuevo lazo entre los hombres y sus artefactos, Malaparte sabe que la guerra de un pueblo civilizado “no come cadáveres, se come a los hombres vivos”. En este sentido, basta cualquier descripción del gueto de Varsovia en Kaputt, donde el SS-Obergruppenführer Hans Frank practica puntería usando de blanco a los chicos judíos que buscan comida, o la imagen de las madres napolitanas que prostituyen desahuciadas a sus hijos entre los estadounidenses en La piel, para entender por qué “una generación vencida es algo mucho más serio que una generación de vencedores”. Provocador nato, prosista maravilloso y, al mismo tiempo, “ideológicamente inutilizable” según amigos y enemigos, si por alguna razón fuera necesario explicar por qué Curzio Malaparte resulta tan inevitable como contemporáneo, no estaría mal repetir lo que escribió uno de sus mejores lectores: por querer estar siempre a favor de algo, acabó estando en contra de todo. ¿Y eso no lo hace uno de los nuestros?////PACO

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