Aniquilación y Desde dentro, las últimas novelas de Michel Houellebecq y Martin Amis, dos autores proclamados desde el inicio de sus carreras como “políticamente incorrectos” tanto por los lectores y la crítica como por sus propios pares, hacen que, por contraste inmediato con muchos otros escritores y escritoras en actividad en otros países e idiomas, la paradoja se vuelva evidente: autoproclamarse “políticamente incorrecto” ya es un síntoma de corrección política.

El motivo es que casi toda declamación enfática contra la corrección política hoy funciona como una posición autoral sin riesgos; es decir, una posición afín a una demanda y, por eso mismo, en sintonía con el tipo de maniobras de supervivencia comercial que Boris Groys ha llamado “el autodiseño del artista”. En consecuencia, todo incorrecto autoproclamado, en realidad, no hace más que afirmarse en una posición que poco tiene de desafiante y mucho tiene de neutral, segura y agradable. Para confirmarlo, basta formular la única pregunta importante: ¿quiénes serían los enemigos de quienes se consideran a sí mismos “políticamente incorrectos”? O en términos más simples: ¿quiénes se autoproclaman en favor de la corrección política? La respuesta es poco sorprendente: absolutamente nadie.

Sin verdaderos adversarios, por lo tanto, surgen al menos dos conclusiones. La primera es que habría que permitirse sospechar un poco de quienes con tonos de autosacrificio o heroísmo se adjudican a sí mismos temas, estilos o posiciones en contra de la corrección política. Sin ir más lejos, Houellebecq y Amis, dos escritores bien familiarizados con este asunto, todavía esquivan las categorizaciones algo simplistas a propósito de su supuesta “incorrección”. La segunda conclusión es que si tanto los lectores como los escritores están repentinamente de acuerdo en que todos son “políticamente incorrectos”, ¿no estaremos quizás frente a una literatura incapaz de plantear con nadie que piense verdaderamente distinto alguna discusión seria sobre el sentido social, político y cultural de lo que se escribe? ¿Y no podría ser este el síntoma literario definitivo de un nuevo sentido común que, irónicamente, necesita imaginarse contestatario para esconder su confort entre la ausencia de conflictos?

Nada de esto significa que los buenos modales y las reglas de cortesía sean innecesarios, por supuesto. Pero, ¿cuándo las normas de etiqueta o la amable neutralidad aportaron algo a la buena literatura? ¿Qué hay del “placer de odiar”, como definía “el crítico en armas” William Hazlitt a aquel ímpetu creativo que debía rechazar al amor cuando se degradaba en hastío?

En Desde adentro, por ejemplo, la discusión contra el hastío provocado por la inercia del “común acuerdo” empieza desde el género mismo. Sin vueltas, Amis se pregunta si su libro se trata de una autobiografía. ¿O es una novela? ¿Tal vez sea “literatura del yo”, como gustan decir quienes sostienen que no hay diferencia entre imaginar una historia y contar lo que le pasa a cada uno? Contra estos últimos, los narcisistas incapaces de imaginar, Amis dice que se trata de publicistas de una moda que está, incluso, por debajo de los astrólogos, “que al menos se toman la molestia de inventar”. Por su lado, en Aniquilación, Houellebecq también se burla de la “literatura del yo” al reducirla a una variante de la autoayuda según la cual “vidas mediocres o de tenue amplitud” pueden ser transfiguradas para persuadir al lector de que “la suya no había sido tan vulgar”.

Está claro que bastan apenas unas pocas líneas de Amis o Houellebecq para que la auténtica “incorrección política” se revele no por el abordaje de ciertos temas sensibles —cómo nos representamos y en qué creemos al escribir, en este caso—, sino por el tono con que se apuesta a hacerlo. Pero lo importante es no perder de vista que tanto Aniquilación como Desde adentro carecen de la intención deliberada de provocar u ofender. En caso de existir, la verdadera “incorrección política” sólo trata de disputar mediante un uso pleno e incalculable de la libertad del escritor el sentido de la experiencia humana, incluso, a riesgo de desagradar. Esta es la razón por la que, según Amis, “cuando los escritores odian, todo se reduce a algo muy simple: su palabra contra la mía”, mientras que para Houellebecq “toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas, y la misión del poeta es meter el dedo en la llaga y apretar bien fuerte”.

Esto nos lleva al auténtico trasfondo de la discusión: la opción en favor de su libertad, aquella libertad necesaria para que cada escritor se lance a su propio ataque creativo y soporte las consecuencias, es tan obvia que ni siquiera debería ser proclamada (ni mucho menos autoproclamada) por los escritores si no viviéramos una época en la que la vigilancia tecnológica fusiona lo privado y lo público hasta convertir el riesgo de desagradar en el riesgo de perderlo todo. Esta es la razón por la que, en Desde adentro, Amis recuerda que Charles Dickens, que en sus opiniones privadas “defendía la pena de cárcel para los blasfemos y la flagelación de los bígamos”, ha sido redimido por las mismas célebres páginas de ficción que podemos leer sin miedo a ser “contaminados” por sus oscuras convicciones de moral victoriana.

Dickens es un ejemplo literariamente incontestable de la absurda trampa que, en ciertos casos, y por “razones” de corrección política, pretende validar o invalidar la obra de un artista según sus conductas privadas. Pero, ¿eso significa que pronunciarse “en contra” de la corrección política hoy se reduce a algo tan fácil como pronunciarse contra la censura? Para responder es necesario, otra vez, repetir antes la pregunta clave: más allá de ciertos casos marginales o la agitada insustancialidad de las redes sociales, ¿quiénes se pronuncian y actúan en favor de la censura? Sin duda, en los ámbitos literarios, a veces la mediocridad y el cálculo ejercen las más diversas estrategias para retacear, ensombrecer y a veces excluir del camino hacia un merecido reconocimiento a quienes, para variar, se atreven a escribir lo que nadie más se atreve. ¿Pero autoproclamarse contra la censura no es encubrir esta realidad bajo un manto demasiado cómodo? La obra literaria de Jorge Asís, que desde hace medio siglo retrata a la política, a los medios y al poder de Argentina no como a sus influyentes hacedores les gustaría que fueran sino como son, es un excelente ejemplo de qué significa escribir desde una lógica tan opuesta a la del confort que, en ciertos momentos, ha sido forzada a compararse con la del “escritor maldito”. Sin embargo, Asís nunca aceptó los codazos ni perdió el reconocimiento de varias generaciones de lectores. Churrasquitos hervidos, billetes crocantes, su novela más reciente, lo confirma.

Quizás el verdadero problema, apunta J. M. Coetzee en Contra la censura, ocurre cuando los escritores disfrazan de “incorrección política” lo que sólo es una desesperada necesidad de figuración entre categorías de mercado destinadas a elogiar el lugar común. A partir de ese instante, quienes en lugar de “meter el dedo en la llaga” se autoproclaman transgresores permanentes contra la nada convierten “su papel de héroe de la resistencia que atiende implacablemente a la voz de su genio interior en megalomanía”, escribe Coetzee. En consecuencia, al pretender ubicarse tanto por encima como por fuera de la realidad, lo que resta son historias y opiniones que, a pesar del disfraz de rebeldía, no confrontan con nada que no haya sido derribado antes…

Precisamente porque esquiva estos mecanismos sin perder una profundidad balzaciana, Aniquilación es una de las novelas más significativas para entender qué significa la “incorrección política” sin caer en un mero etiquetado comercial. En primer lugar, Houellebecq sabe mover sus piezas para encerrar a ese previsible lector que sólo intentará corroborar un halo “provocador” en su propia trampa. Si la corrección política es, según Slavoj Žižek, una mezcla de culpa permanente por lo que cada uno tiene de censurable y de arrogancia permanente derivada del hábito de juzgar la culpa ajena, en el caso de Houellebecq basta la vigilancia compulsiva de toda frase que posibilite parasitar el sexismo o el racismo ajeno para activar el gratificante mecanismo de la ofensa, la indignación y la denuncia. Pero el detalle es que, a diferencia de quienes recurren a las variantes más fluidas del género sexual o las vicisitudes de la reproducción para repetirnos que, a pesar de las grandes tradiciones occidentales creadoras de identidad, las diferencias entre lo aceptable y lo inaceptable ya no existen, Houellebecq simplemente señala que, lejos de tratarse de posiciones que desafían al poder, estas son las posiciones del poder mismo.

Estos contragolpes contra el sentido común contemporáneo, un sentido común que prefiere considerarse a sí mismo revulsivo y heterodoxo para esconder su impotencia inofensiva, se percibe en frases perfectamente houellebecquianas como la que Paul Raison, el protagonista de Aniquilación, pronuncia al notar la estatua de una cierva en un frío despacho ministerial: “¿Podría decirse que era una ‘cierva acorralada’? ¿Qué quería decir exactamente, para una cierva, estar acorralada? Le parecía vagamente sexual, aunque no en su caso, tenía un aspecto simplemente inquieto; pero quizá fuese la misma cosa, las ciervas no debían tener muchas expresiones disponibles, su existencia no era muy variada. A decir verdad, tampoco la de los hombres, pensó al asomarse al ventanal”. Con un ligero desplazamiento, Houellebecq sugiere a través de una escena insignificante que no hay identidad —sexual, política o literaria— capaz de liberarnos del profundo hastío del mundo moderno, ni siquiera por mucho que uno “desempeñe el papel del idiota intoxicado de la web”.

Tanto en Aniquilación como en la cultura occidental, por lo tanto, las opciones individuales se multiplican, los mandatos de libertad se expanden y la información instantánea se amplía, aunque en realidad todo esto sólo disminuye y satura cualquier margen de acción real. Paul Raison, un funcionario público a punto de cumplir cincuenta años, lo sabe mejor que nadie: su matrimonio se hunde en la asexualidad, su padre queda a la deriva en medio de un cruel sistema de salud sobreexplotado y la institucionalidad democrática a la que dedicó su vida profesional le resulta inerte. De hecho, piensa Paul, si los misteriosos terroristas digitales que amenazan a su jefe pretenden la destrucción de la civilización, ¿no habría que darles la razón? Como en otras novelas de Houellebecq, lo que puede salvar a hombres y mujeres es el amor. Pero Aniquilación, en este aspecto, propone ciertas novedades.

La más importante es que el amor ya no se resuelve nada más que en el mundo cerrado de una pareja, como ocurre en Plataforma o Las partículas elementales, sino que se expande hacia un territorio más escarpado y maduro: la familia. Padres, madres, hermanos, hijos, cuñados e incluso sobrinos elaboran, con sus conflictos y lealtades, una zona más barroca y cotidiana del amor, hasta ahora, inexplorada por la imaginación houellebecquiana. En este punto, lo que para una típica narración autoproclamada como “políticamente incorrecta” podría servir para “denunciar” la obvia cuota de fastidio de los lazos familiares —otra institución que el sentido común considera agotada y por lo tanto atacable sin riesgo—, en Aniquilación funciona como la reafirmación de su carácter sagrado. Contra “las concepciones de los sociobiólogos norteamericanos sobre el ‘gen egoísta’ que veían en la procreación una especie de alarido primitivo del gen”, dice Paul Raison al referirse a quienes justifican su miedo egoísta a tener hijos con excusas pseudocientíficas o ecológicas, su padre se había comportado con un criterio radicalmente distinto, hecho de “transmisión cultural en estado puro”. Sin interés por el pasado ni el futuro, los personajes de Houellebecq intentan vivir en el presente y hacer pie sobre lo eterno//////////PACO