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¿Qué es y cómo funciona según la rabina francesa Delphine Horvilleur el antisemitismo? Para llegar a eso, primero habría que volver a lo que Slavoj Žižek señala como el rasgo fundamental de la sociedad actual: el antagonismo irreconciliable entre la totalidad y el individuo. Esta definición es crucial, ya que no sólo constituye lo que, en términos psicoanalíticos, suele denominarse “el núcleo traumático de la vida social” (esto es, la imposibilidad misma de alcanzar una plenitud que resuelva las contradicciones entre el individuo y su mundo) sino que, por su propia naturaleza traumática, el componente irreconciliable de este antagonismo suele ocultarse bajo fantasías ideológicas recurrentes como, por ejemplo, el antisemitismo. Para abordar el significado profundo del antisemitismo, sin embargo, Žižek también explica que no hay que pensar la “ideología” como algún tipo de ilusión que enmascara el estado real de las cosas (no se trata de creer o aceptar un engaño), sino como una fantasía inconsciente capaz de estructurar de manera tolerable nuestra realidad social (por lo que la sobredeterminación es de tal magnitud que su existencia ni siquiera nos resulta reconocible).

Es en este punto donde, a partir de la Torá o la crítica cultural contemporánea, Horvilleur y Žižek confluyen en lo mismo: el antisemitismo, ese “odioso tartamudeo de la historia”, incluso tal como se lo experimenta hoy, consiste en desplazar el siempre difuso antagonismo irreconciliable entre la totalidad y el individuo a un antagonismo más claro, que se presenta ahora entre un cuerpo social “sano” y el judío “corrupto”. De esta manera, al describir al judío como aquel que corrompe, acapara o envenena, la fantasía antisemita típica crea al único culpable de todo malestar. Como la xenofobia y el racismo, entonces, el antisemitismo es, también, un arma en la lucha por la identidad. “El antisemita se convenció prematuramente de que, al deshacerse del judío, encontrará de forma instantánea la plenitud a la que aspira”, explica Horvilleur en sus Reflexiones sobre la cuestión antisemita. Y es por esto por lo que “el odio al judío es la fantasía de un relleno”.

Ahora bien, ninguna pregunta acerca del antisemitismo, al menos tal como se experimenta en el siglo XXI, puede girar únicamente alrededor de la religión (que, en el mejor caso, congrega apenas a creyentes y especialistas) sin avanzar por horizontes más complejos e inevitablemente incluyentes como la política, la economía y la cultura. En este sentido, pasado, presente y futuro se mezclan de modo que Horvilleur, convencida de que no hay tal cosa como un sentido claro y completo de la judeidad, puede remontarse al Génesis para explicar el origen de palabras como hebreo (“el que atraviesa”), Israel (un nombre “ganado en una lucha”) y judío (derivado de la tribu de Judá), pero también analizar lo que la actual política expansionista de Israel en Oriente Medio desata entre antisionistas y sionistas, dos bandos anclados en la conflictiva figura de un Dios que “al no tener igual”, como escribe Peter Sloterdijk en Fobocracia, “tampoco lo tiene su pueblo”.

Desde esta perspectiva, que el antisemitismo sea a todas luces un problema de los antisemitas también le sirve a Horvilleur para explorar la idea de una envidia desatada por un deseo frustrado de pertenencia al pueblo elegido, lo cual se convierte en una de las causas primeras del odio y, a partir de ahí, provoca un complejo de inferioridad frente a un judío que es “siempre más”. Por supuesto, el otro gran elemento inevitable para pensar el antisemitismo es el nazismo, que para el suizo Philippe Burrin profundizó una combinación perfectamente moderna y terrible de ciencia y burocracia, dos vectores que alineados desde inicios del siglo XX detrás de nuevas fantasías de pureza racial y nacional, desencadenaron una escalada inédita de violencia al enmascarar con argumentos “racionales” los viejos prejuicios contra los judíos.

La historia, desde ya, es mucho más larga y compleja, pero tal vez baste conformarnos con que este fue el motivo de que, durante la Segunda Guerra Mundial, la persecución y la aniquilación sistemática de judíos fuera entendida por los nazis como un deber biológico y patriótico, y de que aún en 1957 el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann se disculpara, al menos entre amigos, por sentirse “cómplice de que la eliminación total no se haya podido llevar a cabo”, como dijo en sus entrevistas con Willem Sassen en Buenos Aires, analizadas por Bettina Stangneth en Eichmann antes de Jerusalén. Para terminar, agreguemos apenas dos rasgos de esta singular judeofobia tal como la explica Burrin en Resentimiento y apocalipsis. El primero es que su anclaje pseudocientífico sobre los principios de la raza y la nacionalidad triunfó, en parte, por la “descristianización” impulsada por el nazismo (que contra el atávico antijudaísmo cristiano, proponía la idolatría fanática de la raza aria y su mítico destino de grandeza), pero también por las condiciones previas en las que germinó la voz de Adolf Hitler.

Si bien Richard J. Evans, por su lado, sostiene que a la luz del éxito desde finales del siglo XIX de Los protocolos de los sabios de Sion es lícito preguntarse hasta qué punto “el antisemitismo en sí es una teoría de la conspiración”, lo cierto es que a partir de 1918 las desfavorables condiciones de entreguerras promovieron la emergencia de figuras antisemitas tan contradictorias pero, a la vez, tan ideológicamente útiles como el judío liberal, el judío socialista o el judío comunista, con las que los alemanes de clase baja, media y alta podían “resolver” sus respectivas contradicciones económicas y políticas mediante el odio antisemita. Para terminar, y alerta al hecho de que el antisemitismo recrudece en épocas de crisis y que, por eso mismo, vivimos tiempos delicados, Horvilleur se permite responder con humor la gran pregunta que desvela al antisemitismo: “¿Cómo acabar con el judío? ¡Basta con hacer creer al judío que sabe precisamente de qué se trata su judeidad!”////PACO

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