Al cumplirse hoy 160 años del nacimiento de Sigmund Schlomo Freud, las múltiples nuevas biografías y los recalentados debates alrededor del padre del psicoanálisis habrán cumplido una vez más el deber de provocar una fantástica eclosión de opiniones e ideas que, desde hace años, se fueron intensificando por factores distintos. Entre ellos, por un lado, podría medirse el ascenso de las terapias que con una combinación a la medida de una nueva demanda y con un poco de conductismo y otro poco de pragmatismo, pretendieron “dejar en evidencia” que el clásico tratamiento analítico de la escuela freudiana consumía muchas veces más tiempo y esfuerzo del que las personas estaban dispuestos a dar. Por otro lado, entra en escena ese extenso collage de “terapias alternativas” que, desde los años sesenta y de manera global hasta entrados los años noventa, pretendieron refundar la matriz misma de los conflictos personales a través de métodos donde lo arcaico, lo folklórico y lo pseudocientífico se combinaban en dosis distintas de “new age”.

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¿Cómo considerar hoy el status de la voz, el conocimiento y la práctica fundada en 1900 por Sigmund Freud?

Más allá del frente externo, sin embargo, tampoco faltaron movimientos tectónicos en lo profundo del psicoanálisis. Cualquiera que haya atravesado la experiencia del diván ‒sobre todo en Buenos Aires, con una de las mayores densidades demográficas de analista por habitante en todo el mundo‒, está al tanto del palpable “cisma” entre analistas freudianos y lacanianos, una de las divisiones alrededor del método y la teoría tal como se concibieron durante el siglo pasado. En tal caso, ¿cómo considerar el status de la voz, el conocimiento y la práctica fundada en 1900 por Sigmund Freud? Según una de sus más urgentes y esmeradas partidarias, la historiadora francesa Élisabeth Roudinesco, lo positivo aún prevalece sobre lo negativo. Esa es la conclusión de Freud en su tiempo y en el nuestro (Debate, 2015), la más reciente biografía sobre Herr Professor y una de las que asumió con mayor énfasis el papel de defensora de la doctrina psicoanalítica ‒y de la figura personal del propio Freud, cuyas ambivalencias han dado a sus adversarios material suficiente para promover rumores de todo tipo‒, en la medida en que, incluso cuando Freud, que aspiró a ser un caballero europeo del siglo XIX, “seguía aferrado al mundo de ayer y más aún a la manera como había concebido ese mundo al aportarle una revolución cuyo alcance, es indudable, no apreciaba”. En ese sentido, y visto desde los primeros pasos del siglo XXI, los reproches han sido varios (y es probable que la lista actual sea solo el principio).

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Las ambivalencias personales del propio Freud, que aspiró a ser un caballero europeo del siglo XIX, dieron a sus adversarios material suficiente para promover rumores de todo tipo.

Desde el desprecio que Freud tuvo hacia los artistas surrealistas de vanguardia que en su momento se interesaron en su obra, hasta la resistencia inicial a que las mujeres ‒como, por otra parte, ocurría en todos los demás aspectos hace cien años‒ participaran de su método de cura a través de la palabra, pasando por los cuestionamientos a su vida íntima ‒Freud optó por la castidad al cumplir cuarenta, considerando, dice Roudinesco, que “la sublimación de las pulsiones sexuales era el arte de vivir reservado a una élite”‒ e incluso a las atribuciones que él mismo se tomaba para gestionar, con igual cuidado, el trato y la sumisión de sus discípulos, los “ataques” contra el autor de La interpretación de los sueños han sido múltiples e incluso coloridos. Entre quienes cuestionaron de manera más reciente a Herr Professor ‒y se animaron a un par de auténticos golpes bajos‒, el más destacado, el más intrépido y el más mediáticamente exitoso es el filósofo francés Michel Onfray.

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Freud optó por la castidad al cumplir cuarenta, considerando, dice Roudinesco, que “la sublimación de las pulsiones sexuales era el arte de vivir reservado a una élite”.

Contra cada uno de los intersticios en las biografías canónicas ‒escritas por Peter Gay y Ernest Jones, discípulo directo de Freud‒, Onfray construye en El crepúsculo de un ídolo. La fabulación freudiana (Taurus, 2011) un verdadero “libro negro”. Para Onfray, hablar de una “fabulación freudiana” implica no solo asumir un vasto fraude metodológico y científico, según el cual los pacientes, las historias de sanación, el método, los principios y todas las afirmaciones y los descubrimientos psicoanalíticos elaborados y escritos por Freud son al mismo tiempo falsos e indemostrables, sino también tratar con una disciplina que, en anticipación a sus detractores, asume que “toda represión del análisis señala sin lugar a dudas a un neurótico cuyas palabras, debido a ello, son inválidas”. A partir de ahí, para Onfray el psicoanálisis ni siquiera es una invención genuina, sino algo existente en la Grecia clásica, aunque “la historiografía dominante, y Freud el primero, silencian el caso de Antifonte de Atenas, que da la impresión de haber sido el inventor del psicoanálisis en el sentido contemporáneo del término”. En el ágora corintia del V a. C., escribe Onfray, “Antifonte se comprometía a interpretar los sueños con el recurso de causalidades inmanentes” y, consciente de que el alma gobernaba al cuerpo, llamaba a su disciplina logoterapia. Por otro lado, la intimidad de Freud tampoco podría haber garantizado otra cosa que mentiras: excitado en la más tierna infancia por su madre, odiador crónico de su padre, misógino, amante de la hermana de su esposa, presunto corruptor de su propia hija Anna y finalmente “entregador” de sus propias hermanas al nazismo tras partir hacia Inglaterra poco antes de morir, el descubridor del complejo de Edipo, bajo la mirada revisionista de Onfray, resulta poco menos que un megalómano peligroso y un mitómano destructor.

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Para Onfray el psicoanálisis ni siquiera es una invención genuina, sino algo existente en la Grecia clásica.

Y sin embargo, tal como pasa con el amor, el psicoanálisis existe, ya que sus pruebas están a la vista. El propio Freud lo explicaba tomando como ejemplo las inquietudes de quienes, a pesar de las dudas, se prestaban a su tratamiento revolucionario. “Repetidas veces he tenido que escuchar de mis enfermos, tras prometerles yo curación o alivio mediante una cura catártica, esta objeción: «Usted mismo lo dice; es probable que mi sufrimiento se entrame con las condiciones y peripecias de mi vida; usted nada puede cambiar en ellas, y entonces, ¿de qué modo pretende socorrerme?». A ello he podido responder: «No dudo de que al destino le resultaría por fuerza más fácil que a mí librarlo de su padecer. Pero usted se convencerá de que es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio ordinario. Con una vida anímica restablecida usted podrá defenderse mejor de este último»”. Acusado por Roudinesco de “ignorante y delirante”, cada una de las acusaciones de Onfray son rebatidas en su biografía. De ahí que, a pesar de “las formulaciones tajantes y excluyentes”, y de que Freud “se definiría sin cesar, frente a su entorno, como un contradictor audaz, dispuesto en todo momento a defender una posición extrema y asumir los costos correspondientes”, nada de aquello significaba que hubiera sido amante de su propia cuñada ‒“se había sentido varias veces molesto por ser visto junto a una mujer que no era la suya”, señala Roudinesco respecto a su casta relación de amistad‒, ni que hubiera dejado de insistir, más allá de su atracción por cuestiones como la hipnosis ‒del cual el diván es un vestigio evidente‒, en la necesidad de “explicar racionalmente los fenómenos irracionales”. Respecto a las mujeres, y aunque la llegada de practicantes femeninas sería inevitable y contarían con su apoyo, de lo cual son testimonio Tatiana Rosenthal, Eugénie Sokolnicka y Lou Andreas-Salomé, entre muchas otras, Freud nunca cedería al respecto la última palabra. Roudinesco escribe acerca de la posición del padre del psicoanálisis: “La mujer debe ser la dulce compañera del hombre y no gana nada con dedicarse a una actividad profesional o estudiar, porque su condición natural es mantener con el hombre tres relaciones «inevitables»: ser su progenitora, su compañera y su destructora” (en 1926 Freud escribiría al respecto una de sus frases más citadas: “La vida sexual de la mujer adulta sigue siendo un dark continent para la psicología”).

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Ernest Jones pronunció la despedida: “Si hay un hombre de quien pueda decirse que sometió la muerte misma y la sobrevivió a pesar del rey de las Tinieblas, ese hombre lleva el nombre de Freud”.

Tras edificar el psicoanálisis y formar discípulos con los cuales propagarlo a través de Europa y Estados Unidos, y superadas ya las míticas amistades y enemistades con Josef Breuer o Carl Gustav Jung, Freud emprendería un último viaje a Inglaterra, escapando del nazismo. Pero lograrlo no iba a ser fácil. Hasta marzo de 1933, señala Roudinesco, “Freud no percibía el peligro que el nazismo significaba para su país; se creía protegido por las leyes de la República y, pese a los consejos de sus amigos extranjeros, rechazaba cualquier perspectiva de irse de Viena”. Cuando la situación se volvió insostenible, ni las gestiones de sus amistades ni su celebridad mundial impidieron las extorsiones ni las limitaciones para los permisos de salida. De ahí que el costo para trasladar a las quince personas que Freud solicitó que lo acompañaran provocara que sus hermanas tuvieran que permanecer en Austria a la espera de una mejor oportunidad. El 15 de enero de 1941, ya despojadas de sus bienes, las cuatro mujeres le escribieron una carta a quien era su representante legal en Austria: “Estamos confinadas en una sola habitación que debe hacer las veces de dormitorio y sala de estar. Como usted sabe, somos personas de edad, a menudo enfermas y con la necesidad de guardar cama, y una ventilación normal y la limpieza son imposibles sin afectar la salud”. Durante los siguientes dos años, caerían fatalmente en manos del nazismo. Pero antes, el 23 de septiembre de 1939, Freud moría después de tratarse durante años el cáncer que había afectado su mandíbula. Sin rituales, su cuerpo fue incinerado y las cenizas depositadas en una vasija de estilo griego. Las vicisitudes del hombre habían terminado, las del psicoanálisis empezaban. Ernest Jones fue el encargado de pronunciar una despedida: “Si hay un hombre de quien pueda decirse que sometió la muerte misma y la sobrevivió a pesar del rey de las Tinieblas, que no le inspiraba temor alguno, ese hombre lleva el nombre de Freud”////////PACO