Cuando lo conocí, Romay ya era una leyenda que estaba llegando a su final. Pero era una leyenda contundente y terminé comprobando que mucho de lo que se decía era verdad. El tipo conocía hasta al último empleado del canal por el nombre de pila. Era alguien que podía ser muy hijo de puta pero al mismo tiempo muy paternal. Jamás te dejaba varado. Jamás. 

Después de trabajar con Ledo, me voy a hacer una tira diaria con Patricia Palmer, que venía de hacer dos o tres novelas en el canal y era su estrella en ascenso. Y Romay quería trabajar sobre Mariquita Sánchez de Thompson. La quería transformar en personaje de una novela. Y me acuerdo que se había comprado todo el vestuario del Teatro Colón. Parece que habían reventado el vestuario del Colón y él lo había comprado. Nunca entendí. Entonces en diciembre me cita Romay y me dice: “Ponete a leer porque en marzo arrancamos.” Y yo: “Bueno, señor, claro pero para marzo faltan unos meses…” Y ahí Romay se queda y dice: “Ya entendí, ya entendí.” Levanta el teléfono y le pide a la secretaria que me arme un contrato para que durante el verano yo cobrara por investigar al personaje de Mariquita Sánchez de Thompson. Y Romay estaba muy enamorado de Patricia Palmer. Romay era claramente bisexual. Bah, creo yo, la verdad es que no sé. Pero Patricia Palmer lo tenía muy enganchado y ella era muy piola, se daba cuenta de todo. Entendía que lo de la tele era puro humo. Y Romay la amaba, no de amor platónico, amor en serio. La invitaba a comer a su casa, la llenaba de regalos. Y ella me contaba de eso, lo admitía con mucha educación. Y un vez me contó que para Romay…  A ver, Romay era un tipo que manejaba un canal de televisión de aire, en esa época, y que también tenía otras empresas, que también dirigía él. Pero para Romay una de las cuestiones más importantes de su vida era su relación con Blanquita, la mujer que lo atendía en su casa. Patricia me había dicho que anda en patas por la casa. Yo no le creí. Y la primera vez que fui a la casa de Romay en Núñez… Porque él tenía una casa en la calle Montañeses, y después tenía un departamento en Libertador. Pero voy a la casa, me hacen recorrer la casa, me sientan en un living enorme, y de pronto siento que alguien baja por una escalera de mármol que había, y siento ese ruido y digo: “No puede ser…” Y giro la cabeza y veo a una mujer vestida con la ropa de las sirvientas de las novelas y descalza. Era el año 97, ponele. Y usaba el uniforme pero en patas. Y le manejaba la agenda a Romay. Después de eso lo vi mil veces a Romay pedirle que le llamara a alguien por teléfono y que Blanquita le respondiera: “No, ese se murió, señor.” Y al final lo de Mariquita Sánchez de Thompson no sé hizo pero Romay me tomó confianza. 

El último año que Romay estuvo en el canal fue el 98. A fines del 98 llegaron los australianos. Pero a principios del 98, Romay me llama y me dice que quiere hacer una novela con esta historia: un señor ya algo mayor es dueño de un multimedio, muere y, aunque tiene herederos naturales, hijos o sobrinos, le deja todo a un mujer muy joven que fue su secretaria, “y no fue su amante” me acuerdo que me subrayó eso y agregó “esa es la historia central, después escribí lo que quieras.” Listo, me puse a trabajar. Y claro quería que ese personaje lo hiciera Patricia Palmer. Pero Patricia no lo quiso hacer. Me acuerdo que Romay me mandó a convencerla, pero ella ya tenía decidido que no. Me dijo: “Sí, yo estaré muy bien, lo que quieras, pero tengo cuarenta años, miro como una mujer de cuarenta años, no puedo hacer una chica de veinte.” Me acuerdo que una vez fui a Mar del Plata porque ella estaba haciendo teatro y ella siempre me contaba de su relación con Romay. Llega marzo, presento el guión, me lo aceptan. Había dos hermanos que esperaban heredar pero no, el patriarca le deja todo a la chica joven. Patricia me había contando de una cena que habían tenido Romay y ella, una cena muy íntima, donde había salido como tema el destino de Canal 9. Y, al parecer, Romay le había ofrecido, algo veladamente, que ella se tenía que hacer cargo del canal. Así que me mandé y escribí esa escena como escena inaugural. Para Romay, según yo había entendido, este patriarca no aparecía. La historia arrancaba y él ya había muerto. Pero yo puse esa escena. Terminé de escribir el primer capítulo. Y esa escena era larga porque yo reproducía bastante de la conversación que me había contado Patricia. Al final del primer capítulo, recién ahí, el empresario moría. Un domingo voy a la casa del viejo a la tarde. Sí, domingo a la tarde. Me cita y voy. Llevo el guión. Me siento en un sillón. Romay enfrente. Le paso el guión. Blanquita atrás mío, en una barra que había, donde siempre vi un teléfono blanco. Y el viejo se pone los lentes y empieza a leer. Y yo empecé a dudar y después a transpirar. El viejo leía y yo empecé a pensar que capaz era mucho, era demasiado. Yo no sabía cómo se lo podía tomar… Porque, por un lado, estaba bien, pero por el otro lado, nunca sabés. El guionista nunca tiene que demostrar que es más inteligente que su empleador. Así que el viejo leía y yo transpiraba. Estuvimos así unos treinta minutos. Y yo pensaba: “¿Por qué tengo esta puta personalidad que hace que cague todas las cosas? Acá podría estar ganándome unos mangos, y ahora me van a echar de una patada en el culo…” Romay termina de leer, apoya el guión en la mesa ratona y dice: “¿Y quién hace este personaje del viejo? Eso es un problema. No puede ser cualquiera.” O sea, estaba diciendo “¿quién hace de mí?” O sea, a ver, quién tiene huevos de hacer de mí en la televisión. Y ahí se da una situación muy extraña. Romay dice sin mirar a nadie: “Blanquita, la agenda marrón.” Blanquita le alcanza la agenda. Romay no la abre y empieza a decir nombre de actores. Decía nombres de actores que si no estaban muertos, se habían retirado hace años. Claro, quería algo de la vieja escuela… Y pasa un minuto no más, un minuto eterno. Abre la agenda y llama. Llama, larga la espera de la llamada… Y se ve que atienden y Romay dice: “Hola, Narciso, te habla Alejandro.” Yo me quedé duro. ¿Narciso? Si Romay hablaba con un Narciso tenía que ser… Sí, era Narciso Ibañez Menta. Yo no lo podía creer. De golpe me viene toda la infancia a la memoria, momentos de estar frente a la tele, de noche, viendo El pulpo negro con mis viejos. Ellos lo veían. Y yo tengo algún recuerdo. Para mí era algo mítico. Y Romay empieza a decir: “Narciso, la semana que viene te tenés que venir a Buenos Aires… No, no me discutas. A ver, sí, pasame con Helena.” Se hace un silencio. Narciso Ibáñez Menta había hecho en Canal 9 programas de mucho éxito. Y Romay: “Hola Elena, sí, ¿cómo estás tanto tiempo? Le estoy diciendo a Narciso que se venga a Buenos Aires, bueno, claro, ¿viste? Sí, perfecto, ¿cuento con eso? Muy bien. Te mando un beso enorme. Muchas gracias, sí, muchas gracias, querida, los espero.” Corta. Y dice: “Bueno, ya está, lo hace él.” Y yo: “Señor, Narciso es…” Y él me mira, serio, siempre como atribulado: “Sí, sí, Narciso Ibañez Menta, viene a hacer ese capítulo, me da pena para traerlo por ese capítulo solo, pero es un personaje para él.” Yo ya no sentía alegría, sentía una profunda congoja. ¿Narciso Ibáñez Menta, ese ídolo, iba a hacer un capítulo mío y encima haciendo de Romay? Y sí, así fue. Hizo el capítulo. Fue una semana hermosa.

Esa semana, Narciso cumplía años y aprovecha para pasar por la mesa de Mirtha Legrand. Mirá qué importante era que almorzó él solo con Mirtha Legrand. Y es muy famosa la escena. Le ponen ochenta y cuatro velas en la torta y al mismo tiempo lo comunican con su esposa que está en España. Y el tipo tiene que cortar porque se empieza a incendiar la torta y la mesa. Está en YouTube. 

Para grabar la primera escena de ese primer capítulo hay cierto malestar. Lo veo en la producción… ¿qué pasa? Nada, nada. Me manda llamar Romay. Me dice: “¿Dónde se va a filmar esa primera escena? No se puede usar un decorado…” Claro, de una manera muy poco sutil me estaba diciendo que su personaje no podía salir con un decorado de cartón atrás. “Hay que pensar un exterior…” me dice. Y yo pensaba: “qué sé yo, es problema de producción.” Pero se me cruza una idea por la cabeza y se la digo: “Señor, ¿y si lo grabamos en su departamento de Libertador?” Era un piso enorme. Y así le metí tres días de rodaje en su piso a Romay.

Se graba ese primer capítulo y Narciso se vuelve a España. Ese capítulo incluía las escenas finales del entierro del empresario. Pero Romay se queda con las ganas. Un día me llama y me dice: “Escuchame, es un desperdicio tenerlo tan poco a Narciso…” Pero ya se había grabado el entierro. No se había emitido pero se había grabado. Y Romay me dice: “Que hable por teléfono.” Y yo: “Pero señor, si ya se murió…” Pero no, para Romay no iba. Y me dice: “Que no se muera y que hable por teléfono, tiremos dos o tres capítulos más, que tenerlo a Narciso y no aprovecharlo es un pecado.” Y así fue. Le mandaban las líneas por fax, en ese momento había fax, a Narciso Ibañez Menta y salió un par de veces por teléfono. Y la serie salió así. Se llamó Herederos del poder. Una tira diaria. escribía y lo que escribíamos salía emitido a la semana.

En otro país quizás me hubiera dedicado a escribir para la tele. A mí me gustaba mucho. Pero acá había mucho puterío, un puterío muy barato. A mí me divertía escribir para la tele pero en un momento me cansé. Después de la venta de Canal 9 seguí escribiendo unos seis o siete años más para televisión y dejé. Yo soy televidente. Por ahora no de la tele de ahora. Ahora las series pasaron a otro ámbito. Pero lo que quiero decir es que yo consumía y consumo tele. No era un medio que me resultara ajeno. Yo crecí mirando tele de aire. Hoy ya es otra cosa, otro negocio, tiene otras formas.///PACO

Continúa en Parte 4

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