Ya para el 99 a Robin lo había tratado bastante. Y había también empezado a escribir para Sebastián Borensztein y descubrí que él tenía una novia, una modelo, que era lectora de historietas. Entonces un día le dije: “Che, ¿hacemos algo con Robin Wood para la tele?” Robin en ese momento vivía en Dinamarca. Y Borenstein me dice: “Sí, obvio, pero ¿cómo lo hacemos?” Y yo se lo conseguí. Hicimos un unitario que duró tres meses. Se llamaba La condena de Grabiel Doyle. El protagónico lo hizo Pipo Luque. Y lo escribimos juntos. Él venía habitualmente a Buenos Aires. Al menos una vez por año venía, y una vez que vino nos juntamos y armamos la serie. Era la historia de un hombre invisible, pero no como un poder, sino como una maldición. El tipo se hacía invisible sin poder controlarlo, no sabía cuándo le iba a pasar. Le llevamos esa idea a Sebastián y nos dijo que sí. Así que salimos de la productora de él que estaba en Palermo ya con la idea de trabajar esa línea argumental. Robin siempre que venía paraba en Arenales al fondo, casi Plaza San Martín. Así que empezamos a caminar. Tomamos un taxi. Me acuerdo que eran casi las ocho de la noche. Y para empezar a hilar la historia buscamos un lugar para tomar algo. Así que fuimos por Arenales. Hablando del tema llegamos a Pellegrini, doblamos, agarramos Córdoba. Y Robin dice: “che, tengo ganas de tomar un whisky, vamos ahí.” Y entramos a un lugar y nos sentamos en una mesa. Veníamos muy metidos en lo que se podía hacer, los giros de la trama, a qué nos hacía acordar, cómo pensar los personajes, y ni miramos qué lugar era. Se acerca una mina. Pedimos dos whiskys. A los diez minutos, empiezo a notar, medio de costado, que cada tanto se acercaban un par de minas y desaparecían. Seguimos charlando y en un momento, ya cansado, levanto la vista y digo: ¿dónde estamos? Yo con Robin voy a cualquier lado. Es un tipo muy magnético, habla bien, te escucha, te la sigue. Me fui a mear y ahí me di cuenta de que era un putero y que las minas nos miraban con cara de no entender qué nos pasaba. Nos escucharían hablar de hombres invisibles y de libros y personajes. Andá a saber qué pensaban. Nosotros estábamos en la nuestra. Con Robin era siempre así.

Hace años escribo un Dago que sale en Italia. Acá hace mucho que ya no sale. Y a Robin Wood lo leo desde muy chico. Mi viejo era lector de Columba y yo leía lo que él traía a casa. Y de un poco más grande, ya me ocupaba yo de ir al Parque Rivadavia a buscar las revistas. Esa época del canje del Parque Rivadavia fue muy importante para mí. Así que me formé con esa narración de aventuras. Y lentamente fui empezando a elegir y a definir mis preferencias por cuatro o cinco escritores, Mateo Fussari, Robert O´Neil, Joe Trigger, Roberto Monti, Robin Wood, y un día descubro que esos cuatro o cinco guionistas que me gustaban eran un solo tipo. Al principio no lo sabía nadie eso, después lo sabía todo el mundo. Y había una compulsa en el parque, pero ¿quién es? En el Parque había apuestas. ¿Quién era? ¿Entre esos seudónimos había un nombre verdadero? Porque Robin Wood parecía un seudónimo. Y yo no iba con Robin Wood. A mí me gustaba Dennis Martin, y ese lo firmaba Roberto Monti. Dennis Martin era irlandés, pero tenía una vuelta: un irlandés trabajando para el servicio secreto inglés. Así que yo apostaba por Roberto Monti. Y perdí. Todas cosas previas a Internet. Cuando confirmé que el que escribía, la persona física, legal, el artista de carne y hueso, era Robin Wood, ahí me empezó a dar vueltas otra idea. ¿Cómo lo encontraba? ¿Dónde lo encontraba? Así que un día agarré los tres guiones que había escrito y me fui a Columna a buscar a Robin Wood.

Mis tres primeros guiones de historieta eran una comedia al estilo Pepe Sánchez, una historia épica y la tercera… No me acuerdo. Ah, sí, una de terror. Con esos tres guiones me fui a Columba. Me atendió un pibe de mi edad. Hola, buen día. Y de caradura le dije: “tengo estos tres guiones.” El pibe me miró con amabilidad y me dio el discurso habitual: “Muchas gracias, no estamos necesitando ahora pero dejalos, que los vamos a evaluar, no te podemos prometer nada…” Dejé mis guiones. Pasaron meses. Muchos. Ocho, diez meses, un año. Y un día me llaman de Columba. Esto debe haber sido el año 92. Me citan en la editorial y me encuentro al mismo pibe que era como un coordinador de guionistas. Y me dice: “Estuvimos evaluando tu trabajo.” Yo me alegré. Pensé que me iban a publicar. Pero no fue así. El pibe me dice: “Pero no vamos a publicarte eso, lo que te queremos ofrecer es la posibilidad de trabajar en conjunto con Robin Wood.” ¿Qué? La puta madre, sí, claro que sí. Y el pibe: “Bueno, él viene ahora en unas dos semanas…” Yo tenía ocho años y me sentaba en el inodoro a leer D´artagnan. Así que dos semanas después de eso lo conocí a Robin Wood. 

¿Cómo fue esa reunión? Lo más simple del mundo. Robin me decía: “Tirame historias, personajes, y si yo no llego, capaz que tenés que terminarme algún guión.” El tipo manejaba alrededor de quince personajes, todos al mismo tiempo. Mientras él hablaba, y hablaba como si no pasara nada, con una amabilidad extrema, yo en mi cabeza tenía un cartel luminoso que decía: “¡Es Robin Wood! ¡Es Robin Wood!” No lo podía creer.

Nos empezamos a comunicar por fax. Y él venía cada tanto a Buenos Aires. Un día, en una de sus visitas, nos juntamos un rato más. Así que empezó una relación que se basaba, más que nada, en reírse. Unos años después, cuatro o cinco años, sale el tema de mis primeros guiones. Yo le digo: “Sí, esos primeros guiones por los que en Columba te dijeron de trabajar conmigo…” Y él me mira raro y me dice: “¿Cómo?” Y yo me lo quedo mirando. Le hablo del pibe ese que era coordinador de guiones. Y ahí él me corta y me cuenta que cada vez que iba a Columba se pasaba horas leyendo los guiones que les mandaba. Y me dice: “Yo leí tus guiones y me gustaron, me gustaron los personajes y los nombres que les diste. Y ahí fue cuando te pedí.” O sea que en Columba nunca leía nada. Pero cada tanto aparecía Robin y se metía con las pilas de manuscritos antes de que los tiraran a la basura. Él pedía eso. Y yo le pregunté por qué lo hacía. Y él me respondió muy bien. Me dijo que esos guiones por lo general eran malos, muy imperfectos en sus tramas, en sus ideas, en lo que querían comunicar, pero que la mayoría, por no decir todos, eran de gente que leía sus historias. Así que al leerlos le pasaban dos cosas. Se entrenaba para saber qué no hacer, para reconocer los errores, se veía a sí mismo emparchando la historia, arreglando el guión, imaginando variaciones que lo hicieran un buen trabajo, y al mismo tiempo comprendía qué tipo de historias querían sus lectores más entusiastas y si había algo que le gustaba, lo tomaba. Ese ritual de lectura de manuscritos lo hacía hace años. Y revisando los guiones había encontrado mi comedia y me había dicho: “Era una copia de Pepe Sánchez, pero que me hizo reír.” Así que fue él el que me sacó de la pila de guionistas. Ahora cada vez que viene lo voy a ver porque lo quiero mucho.

Robin no tiene una educación formal fuerte. Te diré que casi no tiene educación formal. Pero claro tiene una educación autodidacta enorme. Tuvo un talento para autoeducarse, una disciplina para leer y procesar lo que leía, muy grande. Yo diría casi sobrenatural. Así que muy joven fue hachero en Chaco y después pasó a ser obrero de Buenos Aires, y a la vez un tipo de mucha capacidad creativa e intelectual que sí, parece sobrenatural. Y anduvo mucho, anduvo mucho. Tuvo una vida en los caminos. No es clase turista. Viajó a pie, o en lo que encontraba. Y eso se ve en su escritura.

Cuando yo empiezo a escribir para ellos, había un Columba, un dueño, que si mal no recuerdo era Claudio. Pero no aparecía nunca. No estaba en la editorial. La editorial la manejaban dos tipos que venían de los años 50 y 60, dos tipos grandes, ya en los 90 tipos muy grandes. Uno se llamaba Antonio Presa y el otro, si mal no recuerdo, Jorge Vasalo. Presa era un tipo de mucho talento, un editor muy atento, un gran editor, antes de que la palabra editor se popularizaba. Veía un dibujante y decía: “Este va a andar bien con este” y lo ponía a trabajar con determinado guionista. Vasalo era más la consciencia de Columba, leía los guiones, miraba todo, pedía correcciones. Columba era una editorial católica. Había cosas que no se podían decir ni escribir ni dibujar. En los guiones no tenían que aparecer homosexuales, ni podían morir niños, nadie se suicidaba. Es un pecado mortal, ¿no? El suicidio es un doble salto mortal. Si había algún homosexual, no ejercía. se lo veía amanerado en el dibujo. Sin referencias concretas. Tampoco se podía joder con los judíos. Eso siempre me llamó la atención. Probablemente fue un dejo de antisemitismo, y el miedo a ser acusados. Es paradójico pero tiene su lógica. Si aparecía un judío, era un judío sabio, casi un oráculo. Esas cosas tenía Columba.

Hubo una discusión mítica que pasó una sola vez. Bah, por ahí pasó diez veces pero la leyenda dice que fue una sola vez. Vasalo le leyó un guión a Robin y le dijo que había que cambiar dos cosas. Robin lo miró y le dijo: “¿Sabés lo que me cuesta a mí cambiar esas cosas? ¿Y sabés lo que lleva hacer un guión nuevo?” Así que rompió el guión rebotado y le hizo el guión nuevo. Robin es así. Y le sostuvo a los Columba la editorial durante treinta años. 

Había estadísticas. En los 70, principios de los 70, la que andaba muy bien era D’artagnan y la que estaba floja era El Tony, la más antigua, que venía del año 28, una publicación muy antigua. Y en el año 1975 le piden una historia Robin para levantar El Tony. Ahí nace Mark, con un guión futurista, post apocalíptico. Para lanzarla sacan en un anuario tres capítulos juntos, los tres primeros. El Tony era quincenal. Sale ese anuario, y vende alrededor de 300.000 ejemplares. A partir de ahí empezó a clavar entre 200 y 220.000 ejemplares por quincena. 

A los cuatro años de estar en Buenos Aires, Robin ya era un éxito total. Los de Columba le decían: “escribís una tarjeta postal y la publicamos.” Y hablando de tarjeta postal, Robin en vez de quedarse en Buenos Aires aviso que se iba. ¿A dónde? No se sabe. ¿Y los guiones? Escuchá: mandaba paquetes de guiones de los lugares más raros del planeta Tierra. Cada tanto caía, entonces, paquetes de diez o doce guiones con estampillas de Indonesia, de Calcuta, de Arizona. Aparte de ser un lector ya no voraz, sino directamente violento, como te decía, Robin anduvo mucho. Esa idea de mandar guiones desde Medio Oriente o Madagascar es para hacerla hoy con Internet. Y esto era a mediados de los años 70. 

Robin tenía mucho humor. Y el humor no tiene límites y no ofende. ¿Por qué? Porque justamente es humor. A Lucho Olivera lo quería mucho. Venía y te decía de la nada: “Lucho está mal. Cruza la calle tapándose la cara por si un auto levanta una piedrita y se le mete en el ojo. Está para internarlo.” Y se reía. 

Con Lito Fernández, el dibujante de Dennis Martin hay una anécdota. Es el mismo dibujante con el que después hizo Martin Hell, que yo llegué a guionar para Italia. Martin Hell es Dennis Martin pasado al terror sobrenatural, con las rosas y eso abalorios. Lito Fernández se había casado tres o cuatro veces. Una vez habían estado tomando unos whiskys en Arenales y cuando Lito se fue, Robin me contó que unos años atrás Lito se había casado con una mujer que era evangélica y un día él había llegado a la casa donde Lito vivía con esa mujer, después de casi dos años sin verlo. La casa, impecable. Robin me describió todo, los manteles, el piso, las puertas, los vidrios, todo impecable. Y Lito lo recibe con una jarra de agua fría. Y ya eran las siete y media de la noche y Robin le pregunta si no tenía algo más para tomar. Y Lito le dice: “No, Robin, disculpame, pero acá no tomamos alcohol.” Ah, bueno. Esa vuelta también estaba un personaje, un tipo que se llama, bah, le dicen Johnny. Y aguantaron media hora y se fueron a escabiar a otro lado. Y un día cae Lito en el apart de la calle Arenales y estaba Johnny también. Y Robin le sirve un té a Lito. No, perdón, le dice a Johnny: “servile un té a Lito.” Y Lito se toma el té. Y después: “¿Querés algo más Lito?” Y Lito señala un Chivas que había: “Por ahí un poquito de…” Y ahí Robin le dice: “Qué evangelismo matrimonial que sostenemos ¿eh?”

Como dibujante a mí me gusta Carlos Leopardi, al que le tocó hacer los capítulos donde Nippur pierde el ojo. Era un dibujante sucio, muy sucio. Después de que Nippur pierde el ojo queda encerrado en una cueva y Leopardi era perfecto para eso.

Cuando Columba sacó la recopilación de la saga de Nippur en tres tomos, lo vi y dije: “¿Qué es esto?” Se me cerró el pecho. Era una parte de mi vida y una parte importante. Nippur tiene una lírica, tiene un ética. Haber podido trabajar con Robin y escribir Nippur es algo raro para mí. Fue como si un día estuvieses mirando una película que te encanta, que te transporta, y al otro día estás escribiendo eso que pasa en la película que admirás, del director que admirás. No sé si es usual. Tiendo a creer que más bien es excepcional, único, irrepetible.

Y, qué loco, al final yo volví otra vez con las Malvinas. Nunca fui un nerd de historieta, tipo las cosplay que se conocen ahora, por ese lado, no. Nunca fui del palo de los superhéroes norteamericanos. Leía las historietas que se hacían acá. De escritores y dibujantes argentinos con los que se construyó un mercado grande en Italia, etcétera. En un momento dado fue importante esa historieta. Yo leía mucho de chico esa historieta. En los 90, empecé a escribir. Y bueno, cuando aquí quedaba una sola editorial que publicaba historieta, Columba, que fundió, yo quedé enganchado con Italia. En Italia se consume mucho material argentino, y en ese momento mucho más. Nunca dejé de hacerlo del todo, en general siempre algo hago de historieta. Otro mercado importante que hay es el francófono: Francia, Bélgica y Suiza. Se mueve mucho la historieta. Yo a veces viajaba para algún festival de historieta. Está lleno de festivales de historieta. Un día estábamos con Walter Taborda, un amigo dibujante, que luego dibujó los libros de Malvinas. Él había dibujado un libro y lo iba a presentar. Nos vamos a una pizzería con el editor y su perro y charlando, mi amigo Walter Taborda empieza a contar que adora los aviones, desde chico, que hace aeromodelismo y demás. El editor le dice que una de sus colecciones es de historietas de aviación. No sabíamos que existía ese subgénero de historieta aeronáutica. El nos dice piénsen algo. Y Walter me mira y me dice: “Malvinas.” El editor es un tipo joven, muy suizo. Cuando le comentamos, nos dijo: “¿ustedes pelearon contra los ingleses? ¿Ustedes?” Sí, pibe, ¿nunca te enteraste? Ahí nació la idea de hacer la historia de la aviación que peleó en Malvinas. Y la idea se hizo realidad. Fueron tres tomos de la historia de la guerra aérea. Me acuerdo que, en el primer tomo, pusimos una cita de Pierre Clostermann. Pierre era un as de la aviación que decía que para él, la guerra la habíamos ganado nosotros. Decía que la guerra aérea la había ganado la Argentina y como latino estaba orgulloso de eso, de ser latino. A mí me gustó esa idea de que se reconociera como “latino”, porque un francés, un italiano, también son latinos. Bueno, hicimos ese primer tomo y nos fue muy bien en Europa. Laburamos un tiempo largo, había que investigar, charlar con gente. Mi amigo armaba aviones y avioncitos de todo tipo y lo sacó bárbaro. El libro se llama Malvinas, el cielo es de los halcones. Escribí el primer guión, él empezó a dibujar. Hicimos el primer tomo y fuimos a presentarlo allá. Un festival de historieta aeronáutica que se hace Le Bouche, en el aeropuerto que queda cerca de París, que además tiene un museo con cosas de la Segunda Guerra. Para el que le gusta, eso es el paraíso. Mi amigo estaba saltando. Ahí dije caramba, había veinte editoriales y lleno de gente que venía a ver avioncitos. De Malvinas no había nada. 

La primera gira que hicimos con este libro, fuimos a una librería atendída por dos chicos que parecían Beavis and Butthead. Me acuerdo que en ese lugar vinieron dos franceses a comprar el libro, y se los firmamos. Ahí se acostumbra que el dibujante haga un pequeño dibujito en la primera hoja, es lo que llaman “la dedicatoria de un dibujante.” Eso tiene mucho valor para el lector. En los festivales se la pasan haciendo colas para que les hagan un dibujito… Tienen su colección. Mientras mi amigo dibujaba una cosita, daba para charlar. Me acuerdo que en esa ocasión me dijeron algo que me dejó pensando. Y tenían razón. Me dijeron: “yo me acuerdo mucho de esta guerra. Fue la primera guerra transmitida en directo.” Acá no, pero a Europa llegaba. Tenían cronistas acá y en las islas. Muchos años después ya fue lo del Golfo y nos acostumbramos a ver imágenes de la guerra. Estos franceses tendrían diez, doce años y les quedó esa memoria. Fue la primera vez que vieron la guerra en vivo.

Desde la parte gráfica, mi amigo era amante de los aviones y un tipo muy metido en la cosa Malvinas, desde ese lado. Yo, desde la escritura, tenía un tema. Es muy difícil contar una historia que… Qué pasaba, qué año era, qué pasaba con esos pilotos. Es muy difícil contar eso. Obviamente yo no quería incitar a la sospecha de que esta gente era maravillosa y había sido maravillosa toda su vida cuando, en muchos casos, no fue así, pero tampoco tenía sentido hacer un panfleto antimilitar. Así que lo que hice fue tratar de escribir, simplemente contar historias humanas, que eran interesantes, y por otro lado, había un ambiente humano interesante de narrar. En ese sentido tenía los aspectos de la argentinidad pero, al mismo tiempo, también es universal. Por ejemplo, dos pilotos que saben que dentro de dos horas tienen que salir y que tal vez no vuelven. Sabemos cómo es la historia, teníamos grandes falencias en equipos, en meterial militar. Entonces, yo contaba eso. Había un grupo que lo llamaban La Casita Bariloche. Y uno cumplía años y dos de ellos se disfrazaron de odaliscas, con lo que tenían ahí. También en el libro contábamos las misiones concretas. Pasó esto. Esta bomba cayó acá. Este barco se hundió acá. Estos datos históricos los teníamos pero debían estar montados en algo, en los personajes, y siempre estaba esa duda. Así que yo hacía eso. Contar pequeñas historias de la vida militar.

Usamos diálogos que pasaron realmente entre pilotos. Los datos históricos son esos. Y el resto es tratar de mostrar gente en esa situación extrema. En uno de los tomos puse una escena con un soldadito. La aviación, en general, eran profesionales pero tenían soldaditos que les cebaban mate. Un soldadito tiene como una crisis y medio hace una escena delante de unos milicos y después se va. Está basado en un personaje real. Un capitán lo va a buscar y le dice que eso es el Ejército, que no puede hacerse el loco. El soldadito le responde que no puede manejar que él está hace veinte días o un mes al servicio de este capitán y que lo ha tratado realmente con mucha deferencia, hasta con afecto, y que no puede dejar de pensar en que su hermano está desaparecido. Eso estuvo bien ponerlo.

En general, el tiempo siempre era feo. Salían de noche o muy de madrugada. Y en otra escena, uno de los pilotos sale del continente y piensa “¿qué pasa si me caigo acá? Desaparezco, no existo.” Ese pensamiento recuerda un famoso reportaje a Videla donde instaura la idea de “desaparecido.” Yo le puse ese pensamiento a este militar. No es que nos olvidamos de todo esto. Nada más que estos tipos estaban en otra. Van en su avión. Solos. Si existe la soledad, debe ser esa. En una pequeña cabina que no sabés si te va a funcionar bien técnicamente y el mar, el mar, el mar. Yendo a 900 kilómetros por hora para hacer 1000 kilómetros para llegar a un barco que probablemente te tenga con un radar con una mira súper avanzada para la época, cosa que nosotros no teníamos. Pero por ahí llego y en una de esas quizás puedo tirar una bomba. Y en una de esas, esa bomba por ahí explota. Puedo llegar a tener esa gran victoria. No era fácil. La de los aviadores fue una gesta. Eso es imposible no reconocerlo. Las famosas historias de que iban tan a ras del agua que los radares no podían localizarlos. Pero tan a ras del agua quiere decir que dos centímetros más, el avión estalla porque a 900 kilómetros por hora el agua es asfalto. Y de repente a los ingleses se les aparecía un avión por la trompa del barco y decían: “¿de dónde salió esto?” Es complejo el tema, en realidad. Tenes que decir que los aviadores fueron héroes. ¿Cómo no vas a decir eso? Pero siempre está rondando lo otro por atrás. Yo traté de contar eso, traté de usar la parte histórica, cosas que no estuvieron del todo contadas, o que los ingleses no contaron. Y poner a estos militares sometidos a esta terrible situación que era una guerra. En aeronáutica sabían que era imposible ganar. Sabían que era imposible pero lo hicieron igual. Me pareció interesante tratar de contar esa historia. Y fue muy bien recibida. Hicimos los tres tomos. Y recién hace dos años se publicaron acá en Argentina. Cuando salió en Francia, en el 2010, el primer tomo, a partir de un videito promocional que publicó el editor allá, se hizo toda una movida acá, me empezaron a llamar de todos los noticieros. Algunos para confirmar si éramos franceses, si éramos argentinos, quiénes éramos. Y eso fue lindo. Le tengo mucho cariño a esos libros. Por todo esto y por Walter ya no está con nosotros, y trabajar con él para mí fue siempre un privilegio y un placer. Ahora estamos con esta revista, Revolver, que es un proyecto muy lindo también, y la verdad es que lo extraño. El cielo es de los halcones. Siempre.////PACO 

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