I

El reciente estreno de la adaptación que Antonio Campos hizo de El diablo a todas horas en Netflix no sólo resalta el potencial escénico de la literatura de Donald Ray Pollock, sino que le otorga un lugar más visible en el panorama literario norteamericano. La historia que narra en la novela homónima de 2011 es la de ciertos habitantes de Ohio que se convierten en causas perdidas al mismo tiempo que intentan sostener algún tipo de fe en la vida. Un predicador pedófilo, un homosexual con intenciones homicidas y un psicótico que intenta salvar a su esposa de un cáncer significaron casi inmediatamente para Pollock cierto reconocimiento, y con apenas tres libros publicados, ya recibió algunos de los premios más importantes de literatura policial. 

Más allá del renovado éxito de El diablo a todas horas, los libros de Pollock se afincan en esa geografía natal que es el pueblo de Knockemsfiff (“escribo sobre este lugar porque es lo que más conozco”) y han sido leídos en la tradición de John Fante o Charles Bukowski, es decir, como parte de una literatura donde no hay resquemores a la hora de hablar de las miserias humanas, la mezquindad se presenta sin ambages y parecieran hacer eco aquellos versos de Lou Reed: “She said hey babe, take a walk on the wild side”. Efectivamente, si algo resuena como ritornello entre los YouTubers que reseñaron la película en Netflix y los comentarios acerca del libro, es que el carácter de la narración es decididamente “real”, “crudo”, “transparente” y “sincero”. La virtud de Pollock, por lo tanto, en lo que sería una suerte de espejo de la realidad, consistiría entonces en traslapar lo que cuenta con lo que realmente sucede: un Ohio relatado sin vueltas ni adornos. 

II

Knockemstiff, por ejemplo, es un desfile de personajes descoloridos que se hunden en esa geografía deprimente del Midwest donde la esperanza es un premio que ninguna lotería está dispuesta a otorgar. “Tengo cincuenta y seis años, soy un gordo asqueroso y estoy embarrancado en el sur de Ohio igual que la sonrisa en el culo de un payaso”, dice el narrador de “Empiezo desde cero”. Su hijo, además, es un retrasado mental que grazna en vez de hablar, su mujer se estremece con la sola idea de que se le acerque en la cama y su mejor esfuerzo por imaginar una vida feliz es zamparse un pancho atrás de otro y mirar televisión todo el día. Sin modulaciones, el resto de los relatos exhiben incestos, palizas, conductores perversos que abusan de adolescentes, ladrones de casas, violencias de todo tipo y un largo catálogo de vidas que no son más que parámetros de mediocridad y fracaso.

Con todo, existe una mínima voluntad de conducción y despegue, aunque la brecha entre lo que los personajes desean y lo que efectivamente terminan haciendo es algo que ni sus mejores intenciones pueden resolver. La apoteosis del narrador en el cierre de “Empiezo desde cero” es tan sugestiva como patética, y por eso cuando ve que un grupo de adolescentes se burla del retraso mental de su hijo, tira su quintal de carne sobre el capó, le desplaza el tabique al conductor y huye a fondo mientras lo persigue la policía. “Por el retrovisor veo el coche patrullero que se nos acerca a toda velocidad. Los árboles, los letreros y el mundo entero se doblan hacia atrás mientras vamos como un meteorito por la calle. ¡Cuac, cuac!, dice Jerry, y estoy a punto de rechinar mis dientes. Pero después, poniendo cuarta, empiezo desde cero”. 

III

Ahora bien, ¿dice Knockemstiff alguna verdad acerca de ese pueblo estadounidense? Y si la dijera, ¿cuál es? Para aquellos que quieren leer solamente una “representación fiel” de lo que ha sucedido con la white trash estadounidense, aquella generación que se volvió adicta a la televisión en los trailer parks, la virtud de Pollock sería precisamente esa: mostrar la verdad tal cual es. Establecida la premisa, y puesto que Pollock no es novedoso en esto (¿no contaron también las miserias rurales Eudora Welty y Carson McCullers?), para algunos críticos ese acierto consistiría en mostrar la verdad como nadie antes lo había hecho. Es lo que, por ejemplo, afirma Kiko Amat (novelista, disc jockey y promotor denodado del escritor norteamericano en España) en el prólogo del libro. Sin embargo, lo que se desprende rápidamente de una lectura como la de Amat es que, si Pollock sólo se limita a iluminar alguna verdad acerca de Knockemstiff en ese elenco obsceno y desopilante de personajes arrasados por el otro lado del american dream, entonces su literatura queda reducida a un espejo pulido y la calidad de su ficción se distorsiona. Por supuesto que la ficción trabaja con lo empírico, como demostró Goethe al señalar que la novela es una epopeya subjetiva “en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera”, pero como también dijo Goethe, “el único problema consiste en saber si el autor tiene o no una manera”. En tal caso, Pollock la tiene, aunque en una lectura como la de Amat lo imaginario queda relegado. ¿Y no es esto lo que confunde así veracidad con retórica literaria?

Respecto a esto último, Amat pareciera estar a gusto con el cinismo secular y remanido del ritmo del folletín de capa y espada (y, en un sesgo de frivolidad, más cómodo todavía con la ética supersticiosa del desencanto). Aunque leer en Pollock un simple reflejo de la vida en Ohio tal vez sea quedarse con una versión parcial, pedagógica y lateral de su literatura. ¿No es el mismo autor el primero en advertir que las cosas están un poco amplificadas? En el epílogo del libro, incluso, afirma que, al final, las personas de Ohio no eran tan malas. “En realidad, mis vecinos eran gente muy amable. De hecho, eran los primeros en ayudarnos y en traernos leche todos los días”.  Pareciera que, entonces, el Knockemstiff de Pollock no es tan cierto, y que, por lo tanto, lo que su literatura propone es algo más complicado que desnudar el mero mundo real. En todo caso, lo que se desnuda en una lectura que quiera entender a Pollock como un retrato “poco afectado” que toca “la gran verdad de la fatalidad” no es más que el propio morbo y los prejuicios de quienes la celebran. 

IV

En su última novela, El banquete celestial, el escritor norteamericano vuelve a franelear con las desilusiones. En el más flojo de sus libros, de hecho, Pollock hace lo mismo de siempre, pero con más morosidad y torpeza. Para peor, ensaya una oralidad que en la traducción de Javier Calvo parece un engendro de Martín Fierro con algún trapero —“pos a mí no me parece mal plan, pasarse el día tirao hurgándose lo diente”—, y el efecto es el de un mago que, por fuerza de hastío y falta de imaginación, repite el truco hasta el cansancio y arriesga por poco su secreto. No obstante, la novela se ha celebrado en el mismo sentido, y de ahí que Pollock haya logrado otro “cuadro sucio y descorazonador de la vida rural americana”.

En suma, en esta lectura, las vigas y los aleros de su literatura sostienen un principio inamovible: sus relatos valen por ser veraces y darnos una versión trasparente y exacta de una realidad siempre perversa e irredimible, y por lo tanto su ficción es trasladada al terreno empobrecedor de lo verificable. Sin embargo, un lector más atento advertiría lo inadecuado que es ese postulado: después de hablar de violadores, drogas, homicidas y estafadores, es el mismo Pollock el que desmiente cualquier dimensión auténtica en sus relatos y explica temeroso que “no es un psicópata” por escribir esas historias. Cualquier similitud con la realidad, dice, no es más que una pura coincidencia. Pero entonces, ¿dónde está el verdadero valor de su obra?

V

La primera escena de El diablo a todas horas condensa todas las historias del libro. El teniente Willard Russell vuelve a su casa después de la guerra, y es durante una parada cuando divisa a Charlotte. Apenas si lograrán hablar, y el soldado subirá de vuelta al colectivo sin saber siquiera su nombre. Sin embargo, como todo hombre que reconoce aquello que está destinado a amar, volverá desde Knockemstiff algunos días más tarde para proponerle matrimonio. A partir de ahí, Pollock tira de la cuerda para armar una historia cuya potencia radica, en parte, en adelgazar el protagonismo de los personajes y ubicar los conflictos como referencia.

Una hojeada a los títulos de sus libros puede dar las primeras pistas de los conflictos que le interesan (el banquete, lo celestial, el diablo), pero para precisar todavía más la cuestión es necesario reconocer que, de los dos grandes temas de la literatura bíblica —el éxodo y la visita—, Pollock elige el primero como cimiento. Si Knockemstiff no promete bondades, habrá que buscar otra tierra —prometida o no— donde imaginar la felicidad. 

La evidencia más contundente de su tenor religioso la da Pollock al construir en Knockemstiff una comunidad que es, en cada punto imaginable, el reverso del Pueblo Elegido. Como en Sodoma, en Knockemstiff se trata del mal y del pecado, e incluso de lo que sucede cuando alguien se anima a inscribir su deseo en el curso de sus días: se expone a fracasar constantemente. Pero el fracaso lleva a la impotencia, y entonces la realización de los deseos se traslada forzosamente a un plano imaginario. “Uno de esos días, solía prometerse a sí misma, iba a ser exactamente eso”, piensa Sandy, mientras sus días transcurren entre asesinatos y moteles de mala muerte. Lejos de abordar estos problemas desde una perspectiva secular (después de todo, podría reducirlo a una mera “pulsión de muerte o repetición”), el lenguaje de Pollock habla de impenitencia y redención, y por eso cuando Charlotte empieza a morir de un cáncer fulminante, la mejor idea de su esposo, que “esperaba que en cualquier momento el espíritu de Dios bajara y la curase”, es sacrificar animales, empezando por la mascota de su hijo. 

Pollock no es un exégeta, pero tampoco es una coincidencia que el gran conflicto en el relato sea la mujer. Si el disparador del Génesis era Eva (“por una mujer empezó el pecado y por ella morimos todos”), en El diablo a todas horas vuelve a ser un drama a través del cual se vertebra no sólo la imposibilidad de una comunión entre el hombre y la mujer (al fin y al cabo, las mujeres de Pollock o están muriendo o están con otro hombre), sino la incapacidad del hombre a la hora de resolver su masculinidad más allá de las expectativas del otro. Los personajes masculinos, en este sentido, sólo piensan en demostrar algo para realizarse, aunque algo así como la realización no tenga, tal vez, nada que ver con demostraciones. De una u otra manera, lo importante para el conductor del colectivo es demostrarle a su esposa que, por más que piense que es algo cobarde, él “habría podido masacrar a un pelotón entero de alemanes para enseñarle a ella que no era delicado”. Por otro lado, como el terreno más frágil y cargado de expectativas es el sexo, Hank fantasea día y noche con que alguna prostituta le diga que “tuviera cuidado, que no estaba acostumbrada a estar con un hombre que la tuviera tan grande”. 

Si algo implica la religión es la creencia, y en cuestiones de fe El diablo a todas horas insiste en demostrar que las seguridades están expuestas a los malentendidos, como cuando Roy, un fóbico de las arañas y los gatos, se encierra en un mueble durante un mes “esperando una señal” que finalmente recibe. Ahora es Dios quien le explica que puede resucitar personas, y desde luego que intentará demostrarlo con su propia esposa. Si El diablo a todas horas no descubre los dramas de la condición humana sin una pátina de tenor religioso, es porque el mismo texto no cesa de afirmarlo: “Todo viene de la Biblia”. Con todo, aunque se trate de un sinsentido o una instancia de ambigüedad, la fe, como cualquier otra creencia, se revela como necesaria. ¿O no son los mismos equívocos los que le dan un sentido a la vida? En el detalle más importante del relato, Arvin, el hijo de Willard, se defiende de unos asesinos. Uno de ellos le dispara a medio metro, y lo que Arvin no logra entender, mientras camina en la escena final, es cómo la bala no lo mató. Entre los pinos cree escuchar la voz de su padre: “Es una señal”. Lo que nunca sabrá, mientras gana fuerzas para continuar con su vida, es que la bala era de salva.

VI

Un escritor se construye haciendo guiños a las tradiciones: lecturas selectivas, olvidos, combinaciones. Lo que importa, en todo caso, es lo que se recupera y cómo se lo recupera. Celebrado como un continuador de William Faulkner, John Fante o Flannery O’ Connor, lo más sensato es ubicar a Pollock en la tradición de los misales, del Antiguo Testamento y sus conflictos tentaculares. Porque si no es un gran escritor por ser ese “espejo de la realidad” que tanto sorprende a los usuarios de Netflix, a los YouTubers y a la siempre liviana ciencia literaria de los periodistas, lo es en cambio por pintar una serie de conflictos seculares con éxtasis religioso.

Pollock no es un mesías que haya revelado verdades, por doloroso que resulte para quienes ven en su obra una clase de catequesis. Lo religioso, en cambio, es del terreno de la narración, y en lo que cuenta Pollock queda claro que para el hombre no es posible resolver su masculinidad más allá de ciertos términos performáticos, mientras que para la mujer es imposible desplegar un destino sin atravesar cuotas desmedidas de violencia. Para todos, al final, sostener algún tipo de fe (en Dios, en el amor o en el otro) no ayuda a mover montañas, sino a adentrarse en el resbaladizo territorio de la ambigüedad y los equívocos.

Precedida de una larga ristra de YouTubers que alaban la pálida adaptación comandada por Campos, la literatura de Donald Ray Pollock es la excusa para retroceder hasta la pregunta esencial: ¿le alcanza a la literatura con “reflejar la realidad” para ser virtuosa? Después de todo, habría que preguntarse si el cinismo que resulta de esa lectura no es tanto o más irreflexivo que el idealismo de los manuales de autoayuda. Basta con visitar la cuenta de Instagram de algún influencer para confirmar que la esencia del mundo es la maldad y el mal gusto, y por eso, antes que la superstición secular del pesimismo y sus exageraciones, para entrar en las mejores zonas de la literatura de Pollock —donde los grandes conflictos de la condición humana son vistos con un tenor religioso— valen mejor las palabras de San Francisco de Sales: “Bienaventurados los corazones flexibles, porque no se romperán”////PACO

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