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Nir Baram: «El 90% colabora con los totalitarismos»


El escritor israelí Nir Baram (1976) visitó Buenos Aires para presentar Las buenas personas, su novela sobre la Segunda Guerra Mundial recientemente traducida al castellano y editada por Alfaguara. Además de escribir ficción, Baram no se priva de expresar en los medios sus opiniones acerca del conflicto entre israelíes y palestinos, crítico tanto de una derecha con aspiraciones de superioridad moral como de una izquierda impotente que “dispara y llora”.

Las buenas personas no trata sobre los campos de concentración, sino sobre la burocracia civil necesaria para hacer funcionar la máquina de exterminio. La novela se desarrolla con las historias paralelas de Thomas Heiselberg y Aleksandra Weissberg, dos jóvenes talentosos llenos de ambición. Él, berlinés, protoagente de marketing liberal y humanista, abandonado a su suerte por la empresa norteamericana para la que trabajaba antes de la guerra, encuentra en el Ministerio de Asuntos Exteriores un lugar propicio para desplegar sus aptitudes profesionales: realiza informes antropológicos de las naciones próximas a ser anexadas al Reich. Ella, petersburguesa, una vez que el NKVD aprieta la soga en torno al grupo de intelectuales al que pertenecen sus padres, decide aportar a su captura con el objetivo de salvarse a sí misma y a sus hermanos menores; luego se incorpora a ese mismo órgano estatal, donde descubre tener una gran facilidad para extraer confesiones de sospechosos políticos.

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En diálogo con PACO, Baram dice que el publico israelí recibió la novela como un objeto extraño: “La literatura israelí se inspira en un proyecto nacional. Su influencia más grande durante las décadas del treinta y del cuarenta fue de literatura soviética, el realismo socialista. Es decir, el escritor entendido como un observador de la sociedad que escribe sobre la realidad israelí. Cuando se publicó, la gente se preguntaba cuál era la relación entre este libro e Israel y la literatura israelí. Quizás una de las cosas interesantes de la recepción de este libro sea ver cómo la gente fue tomando esa pregunta. Al lector israelí le llevó tiempo entender que una novela histórica siempre es un diálogo entre el acontecimiento que narra y el presente. Ahí siempre debería haber algo relevante para las preocupaciones del lector. Si una novela no es relevante para el presente, no hay motivos para escribirla».

Todo debate sobre la Segunda Guerra Mundial está limitado a ciertos encasillamientos. El más peligroso y problemático, el que generó más vagancia intelectual, fue el de la banalidad del mal.

Si la llamada estética del absurdo fue la primera en responder a la necesidad de poner palabras a lo que se abre junto con las puertas de los campos de concentración, si es la poesía que de hecho sucede inmediatamente a la experiencia de Auschwitz, sesenta y cinco años después, Baram lleva el existencialismo del absurdo al fondo psicológico de la novela realista. El foco de la novela, fuera de los campos, puesto en el centro de las ciudades que le sirven de escenario, muestra que la falta de respuesta no es sólo posterior a la barbarie, sino que existe como un incómodo punto ciego durante su misma edificación. La espera beckettiana balbucea en el vacío y despierta una risa nerviosa a partir de un sinsentido que por su radicalidad permite leer un irónico llamado a la acción. Del mismo modo, la característica espera mesiánica del judaísmo no sólo admite una lectura como postergación o justificación de un estado de excepción permanente. También es posible entender que de la afirmación de la ausencia se sigue el absurdo de la inacción: “Si no es ahora, ¿cuándo?”, insiste, generación tras generación, la Mishná, la Ley oral judía, en las tarjetas de invitación a las ceremonias de bar mitzvá. Esta es la tradición que especifica la pregunta israelí por la paz, siempre demorada bajo la forma de un eufemismo mal o bienintencionado, hipócrita o imbécil, según el punto del arco político en el que se sitúe al enunciador.

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“El proceso de paz es una estupidez”, dice Baram respecto de la resolución de un conflicto más antiguo que el propio estado de Israel. La paz es siempre la paz del vencedor en la guerra, y para mantenerla es necesario negar, o al menos relativizar o justificar, su propio sustrato de violencia. “Según los medios locales –dice Baram en el periódico israelí Haaretz– ‘las IDF [Fuerzas de Defensa de Israel] no matan niños sin motivo’. Y los israelíes asienten. […] Esta robótica proclamación de superioridad moral a la que adhiere la mayoría del público israelí nos protege de la realidad y crea un falso y peligroso sentido de victimización y persecución. […] Sin embargo, la simple verdad es que los judíos no son distintos a otros grupos étnicos, y también entre judíos se cometen asesinatos horripilantes”.

En los regímenes totalitarios el noventa por ciento de la gente colabora. Los libros suelen ocuparse del diez por ciento restante porque queremos creer que los seres humanos somos así, pero no somos así.

Baram cuestiona las ya clásicas explicaciones del genocidio: “Todo debate sobre la Segunda Guerra Mundial está limitado a ciertos encasillamientos. El más peligroso y problemático, el que generó más vagancia intelectual, fue el de la banalidad del mal. Todo parece reducirse a la banalidad del mal, cuando en verdad se trata de un concepto acuñado para referirse a un nazi específico [Adolf Eichmann] que ni siquiera es representativo de los actores centrales del nazismo”. Al concepto desarrollado por Hanna Arendt, doodleada en los últimos días por el pulpo del sentido, Baram opone la idea de colaboración, tema central de Las buenas personas: «En los regímenes totalitarios el noventa por ciento de la gente colabora. Los libros suelen ocuparse del diez por ciento restante porque queremos creer que los seres humanos somos así, pero no somos así. La mayoría de las novelas expresan el tema como una cuestión de buenos contra malos, de locos contra normales. Los libros sobre la guerra son libros de propaganda que facilitan que el lector se distancie de los nazis. Es como si la complejidad de la novela desapareciera a la hora de hablar de la Segunda Guerra Mundial, porque uno está ocupado en el repudio, en el rechazo. Yo quería escribir una novela que abordara esto desde otro lugar, porque es un tema muy significativo también en nuestros días: la defensa de tu propia moral contra las fuerzas del mundo que te amenazan».

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Mientras la ficción tiende a procesar el exterminio de esta manera, el discurso político-institucional de Occidente también hace su parte. En determinado momento se estableció que era conveniente y más ajustado a la realidad reemplazar la denominación tradicional de “Holocausto”, desprendida del concepto de sacrificio, por la de “Shoá”, hebrea, intraducible, cercana a la idea de catástrofe, empleada también para referirse a los llamados desastres naturales. Si el nombre nunca se ajusta al objeto que nombra, cabe detenerse en la política de sus connotaciones. La representación del nazismo como el Mal absoluto tiene como contrapartida la configuración del judío como víctima total. Cuando Baram altera uno de estos lugares comunes, el otro por necesidad entra en crisis. “La función del escritor –dice Baram– es hacer que el lector piense, que se rompa la cabeza”.

“La banalidad del mal se refiere a una persona que no tiene una posición crítica, a alguien que se identifica ideológica y emocionalmente con el régimen porque no tiene una mirada externa a él y es un esclavo de los procesos burocráticos. Eso es muy fácil de entender, y no es nada interesante. Lo que sí es interesante es cómo personas justamente críticas, no identificadas ideológicamente con el régimen y poseedoras de todo tipo de creencias colaboran con poderes que contradicen los valores en los que creen. Entonces se forma una separación entre tu profesión y tus posturas políticas. Esa es la situación más interesante del capitalismo. A diferencia de los regímenes totalitarios, que dicen ‘yo quiero tus capacidades y también quiero que creas en mí’, el capitalismo dice ‘yo quiero tus capacidades y no me importa lo que pienses’. Esa separación hace a la poca efectividad de las manifestaciones ‘no políticas’, como las de los movimientos sociales de 2011 en Israel, las carpas [Baram ser refiere a la versión israelí de las protestas de indignados]. Si mirabas dentro de las carpas encontrabas a gente que colaboraba con aquellos contra los que se manifestaba. No lo digo como una crítica moralista (también Alfaguara es una corporación), sino como una descripción de la situación en la que vivimos”.

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La separación en el interior de la subjetividad contemporánea no impide pensarla, de todos modos, como una unidad compleja, como sucede en Las buenas personas de un modo muy efectivo en virtud de ciertos anacronismos (entre los más irónicos, el marketing estadounidense en la base de la propaganda nazi y el desarrollo de las humanidades para la mejor selección de las víctimas del exterminio). La posibilidad en apariencia contradictoria de separación y unidad, sostenidas todas sus tensiones en la narrativa de Baram, resuena en su singular postura acerca del conflicto entre palestinos e israelíes. Haaretz, 10 de agosto: “Durante muchos años la izquierda israelí promovió la noción de una solución de dos estados y una separación de los dos pueblos. Esta visión no sólo fracasó en materializarse, sino que mientras tanto la izquierda descuidó la batalla dentro de la sociedad israelí. Fracasó en el desempeño de su rol más importante: la batalla cotidiana contra el racismo y por la completa igualdad y cooperación de todos los habitantes de esta tierra. […] La noción de separación llevó a los judíos a recluirse en un estado rodeado de muros, un estado que poco a poco se convierte en el gueto judío más grande del mundo”.

A diferencia de los regímenes totalitarios, que dicen ‘yo quiero tus capacidades y también quiero que creas en mí’, el capitalismo dice ‘yo quiero tus capacidades y no me importa lo que pienses’.

La sensibilidad de los temas que aborda Las buenas personas y su forma de operar en la reflexión acerca del nexo de lógica política que lleva de la victimización propia al ejercicio del poder absoluto sobre un otro-victimario, hace pensar que podría haber sido censurada por las instituciones judías que patrullan las producciones culturales en busca de antisemitismo. Son esas mismas instituciones (o, en sintonía con la novela, sus miembros y colaboradores), las que sostienen que determinados debates sólo deben darse puertas adentro de los ámbitos comunitarios al tiempo que sostienen que la Shoá es patrimonio moral de la humanidad. ¿Podría esta novela haber sido escrita por un autor no israelí? “Cuando fui a Europa a presentar el libro, me enteré de que había millones –exagera Baram– de libros que abordaban este tema escritos por jóvenes durante el último tiempo”. Sin embargo, “esos libros hablan del judío que sobrevive porque se esconde. Este libro es lo opuesto, y ese es uno de los motivos de la incomodidad moral que despierta”. Baram pertenece a la última generación que habrá escuchado el relato del exterminio nazi de boca de sus sobrevivientes. ¿Es la presencia del sobreviviente la garantía de validez política de la victimización de las víctimas? Como sea, es esperable que a partir de ahora comiencen a transformarse los modos de abordaje y transmisión de ese relato. El libro, dice Baram, opera como una especie de virus: “Muchos lectores jóvenes se identificaron con Thomas Heiselberg. Esto trae una pregunta, y hay que lidiar con ella”////PACO