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Marcel Proust cien años después

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A lo largo de este año, el del centenario de la muerte de Marcel Proust, algunos de sus críticos y lectores hablaron como si la única característica significativa de su genio fuese su energía conceptual para investigar el pasado, los resortes del recuerdo y las dinámicas de la memoria. Sin embargo, cien años después de su desaparición física, ocurrida a sus 51 años en el barrio parisino de Chaillot, su obra mayor nos habla, antes que de cualquier otro asunto, de la lectura. Después de todo, ¿Qué pensaba de la lectura el autor de la novela más larga de la historia?

En cuestiones de dimensión, para empezar, En busca del tiempo perdido sugiere una lectura descomunal: Proust tardó catorce años en completar su novela, que exigió para una de sus versiones españolas medio siglo de trabajo a tres traductores distintos. Y no se trata de un detalle exclusivo de nuestra época, en la que, como señaló Mark Fisher, “sólo los presos tienen tiempo y disposición para leer extensamente”. La lectura ripiosa de En busca del tiempo perdido la señalaron los primeros rechazos al manuscrito, como la resonante negativa de André Gide, de la editorial Gallimard, o la célebre desidia que expresó Alfred Humblot, de la editorial Ollendorff: “Tal vez esté pecando de estupidez, pero no me cabe en la cabeza que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”. 

Ahora bien, antes de escribir su obra más importante (algo que empezó a hacer con casi 40 años, dudando de su talento literario y debilitado por problemas de salud), Proust se dedicó a aceitar la mecánica de su escritura a través de la traducción. Por eso, la pista sobre cómo concebía la lectura puede seguirse en el prefacio que escribió para su traducción del inglés de Sésamo y lirios de John Ruskin, crítico dotado y prolífico que le dio las razones para entender que leer sólo es provechoso cuando motiva, en el fondo de nuestro espíritu, el descubrimiento de ciertas puertas que de otra manera no seríamos capaces de encontrar. Para lo que sigue, entonces, es necesario retener una de las últimas frases de En busca del tiempo perdido: “A mi juicio, sería inexacto llamar lectores a los lectores de mi libro, porque no serían mis lectores sino los propios lectores de sí mismos”.

Volviendo a Ruskin, su estilo florido, su concepción del arte y de la arquitectura y su adoración por la Biblia (el texto más citado de En busca del tiempo perdido) ejercieron una influencia inexorable sobre Proust, quien por entonces le escribió a uno de sus amigos: “Ruskin me ha intoxicado”. Como sea, con un inglés defectuoso (traduce “what used to be called virtue” por “ce qu’on a coutume d’appeler vertu”, lo cual equivale a hacer pasar por costumbre consuetudinaria lo que es hecho del pasado), Proust publicó en 1906 su traducción de Sésamo y lirios, un libro donde el crítico inglés elabora su propia teoría de la lectura. En la imaginación de Ruskin, la lectura tiene el propósito de que el lector “avance en la vida”, y por eso leer es siempre una conversación moralmente edificante y éticamente provechosa con las grandes mentes del pasado. En breve, el lector de Ruskin sale de sí mismo hacia el saber del otro para escuchar a quienes pueden explicarle los asuntos más vitales, y ni los mismos reyes podrían encontrar un tesoro más valioso. Esto explica el juego de palabras que Ruskin pretende lograr con los títulos del libro y la conferencia: Sésamo y lirios y “Sobre los tesoros de los reyes”. “Sésamo” es la palabra mágica con la que Alí Babá abre la cueva de los ladrones en Las mil y una noches, y en el caso de la sabiduría, el más grande de los tesoros a los que un hombre puede aspirar, la lectura es la llave habilitante.

Para Proust, por el contrario, toda conversación implica una devaluación de las fuerzas activas del alma, “concentradas y exaltadas en este maravilloso milagro de la lectura que es la comunicación en soledad”. Desde luego, Proust no reniega de la necesidad del otro a la hora de horadar nuestros propios prejuicios del mundo, pero su concepción de la lectura no depende para consumarse de un mero accesorio como la conversación. En esa comunicación mediada por sonidos, influencias sociales y morales, el choque espiritual se debilita y la inspiración y el pensamiento profundo se vuelven imposibles. Queda claro que, para el momento en el que traduce a Ruskin, cansado del esnobismo de los salones a los que se había entregado sin reparos, Proust no ve en la conversación más que una pérdida de tiempo: “Una conversación con Platón seguiría siendo una conversación con Platón, es decir, un ejercicio infinitamente más superficial que la lectura”. 

A la vez que condena la dimensión conversacional que Ruskin le otorga, Proust también destituye a la lectura de cualquier carácter pragmático: “Leer no es conversar, y mucho menos es una instancia donde puedan cultivarse virtudes curativas. No creo que podamos asignarle a la lectura el rol preponderante sobre la vida espiritual que Ruskin parece otorgarle”. Ni los libros están hechos para responder a nuestras demandas, ni leer puede ayudarnos a hacer lo que no podemos hacer nosotros mismos, ni habría nada peor que una lectura que invitase al olvido de sí. Proust le quita a la lectura el aura mística con la que suele aparecer revestida, y subraya en cambio la importancia que el lector juega en el proceso. Esto es asunto muy antiguo: existe también el esnobismo en la lectura. Para elogiarla, en consecuencia, habría que ver qué hace quien tiene un libro en la mano.

En síntesis, la idea de que, contrariamente a lo que sugería Ruskin, leer se limita a señalarnos puertas que de otra manera no percibiríamos, que quien lee y comprende un pensamiento profundo tiene, en el momento de la comprensión, un pensamiento profundo él mismo, y que dicho proceso no se da sin un esfuerzo que empuja al lector muy lejos de sí, resuelve mejor su carácter si seguimos a Proust cuando afirma que, después de todo, la lectura puede ser peligrosa si en vez de despertar nuestra vida espiritual la sustituye, si nos impone una verdad material en vez de ofrecernos una verdad ideal que los lectores tenemos que conseguir con el progreso íntimo de nuestro espíritu y el esfuerzo de nuestro corazón. Un lector puede esperar respuestas de los libros, pero lo único que éstos pueden ofrecerle a cambio es el nacimiento de ciertos deseos. 

Es imposible no preguntarse, a continuación, si esta postura del novelista francés no vuelve inútiles algunos libros de autoayuda escritos a partir de su obra, como el fatídico Cómo cambiar tu vida con Proust de Alain de Botton. Si la lectura no tiene que ver con una concepción material de la verdad según la cual podríamos encontrarla en las páginas de un libro, es en el momento en el que un libro nos dijo todo lo que podía decirnos cuando sentimos que no nos ha dicho nada todavía. Esto mismo le sucede a Marcel, el narrador de En busca del tiempo perdido, cuando descubre que la lectura de Bergotte, el escritor al que tanto admira y de quien “esperaba nada menos que la revelación de una verdad”, le da en cambio “una suerte de espesor, de volumen con el que mi espíritu parecía agrandarse”. 

Tal vez esto explique el momento en el que, por fin, Proust aclara el núcleo de lo que implica leer: lo que caracteriza esta actividad es que identifica nuestra voluntad y nuestros afectos con la voluntad y los afectos de los personajes, y, de este modo, cuando el autor somete sus personajes al cambio, nos habilita a experimentar en la lectura lo que no podemos experimentar en la vida cotidiana. Y esto es así porque el cambio (de nuestra voluntad, de nuestra apariencia, de nuestros amores) es lo que más ansiedad nos genera, lo que más tememos y a menudo lo que más resistimos. En suma, si para Proust la lectura se trata de hacer nacer deseos y experimentar el cambio, esa idea no está desconectada del propio deseo de Marcel por convertirse en escritor, que es el gran cambio de En busca del tiempo perdido

Todavía más, la primera frase de la novela (“durante mucho tiempo me acosté temprano”) empieza con una palabra reveladora: “Longtemps”. ¿No tenía sentido que el novelista que quería hacernos experimentar el cambio eligiese un “tiempo largo” para nuestra lectura? Ese cambio, a su vez, puede seguirse en una serie de escenas distintivas. La primera es cuando Marcel está fascinado por la literatura pero distraído con las frivolidades mundanas. Agota sus energías en este estado ambiguo, se entrega a la persecución del amor, y, como si se tratase de una transferencia simbólica, ni logra escribir ni puede adentrarse en el terreno del sexo y el erotismo. Más tarde, la escritura lo desanima: el narrador tiene una revelación sobre la literatura cuando, antes de acostarse a dormir, abre al azar un volumen de los Diarios de Goncourt donde se describen eventos en los que él mismo participó. Marcel, sin embargo, constata con angustia que no aparece en la descripción. La última escena de este cambio es cuando el narrador experimenta una serie de revelaciones en la última velada en lo de los Guermantes: entra por última vez al salón, apoya su pie sobre un adoquín y recuerda la sensación de cuando había caminado por la Basílica de San Marcos en Venecia; un empleado choca una cuchara contra una copa y ese ruido resucita el sonido del martillo de un obrero que Marcel había escuchado en las vías años atrás; el grado de rigidez de la servilleta con la que se limpia la boca le devuelve a la memoria la primera vez que se secó de pequeño con una toalla en Balbec. Marcel comprende entonces que hay una felicidad completa cuando el pasado colisiona con el presente: el tiempo, al fin, puede ser vencido y recobrado. Se decide a escribir, empieza su novela y los lectores terminamos de leerla.

En conclusión, al confrontar las ideas de Ruskin, Proust desplaza la lectura como actividad idealizada y ubica en cambio la idea del trabajo del lector, ese trabajo que retrata tan bien San Pablo cuando, en algunas de sus cartas, usa el verbo anaginôskô, es decir, “leer”: traducido literalmente, sería un “levantar la vista”, un “reconocer-hacia-arriba”, exactamente un “darse-cuenta-mirando-hacia-arriba”. Es cierto que, en la novela, la lectura es lo único capaz de unir pasión con duración, lo que atraviesa la infancia del narrador (como cuando su madre le lee los libros de André Maurois) y lo que constituye también el rito del amor (Marcel le regala constantemente libros a Albertine y le habla del estilo de los escritores). Sin embargo, reverenciar la lectura no es para el lector más que un lastre y una tara. Sólo asimilamos los libros que leemos con un verdadero apetito, y si esto sucede es porque nos motivan una necesidad y un deseo genuinos. 

La lectura no es tanto una salida hacia el saber del otro sino un esfuerzo personal que vuelca los lectores hacia sí mismos. Por eso mismo, lo que está claro para nosotros, lo que no necesitamos esclarecer, eso, dice Proust, no nos espera en la lectura. Para entrar en las páginas de En busca del tiempo perdido, entonces, no hay un modo de leer más sensato que el que el propio Proust concibió cuando rebatió ese sentido pragmático y utilitario de la lectura, esa concepción que nos vuelve lectores entumecidos y meros depositarios de un saber ajeno, y que el narrador de En busca del tiempo perdido refuta cuando, decidido a escribir, afirma sobre sus futuros lectores: “Mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray, mi libro, gracias al cual yo les daría el modo de leer en sí mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o me denigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente eso, si las palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he escrito”////PACO

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