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Lovecraft y Houellebecq entre nosotros

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Howard Phillips Lovecraft murió diecinueve años antes del nacimiento de Michel Houellebecq. Uno nació y murió en Providence, una de las primeras ciudades fundadas en los Estados Unidos, y el otro nació en La Réunion, una colonia francesa insular al sudeste de Madagascar. Estos lugares son tan distintos como quisiéramos imaginarlos, y en este sentido, el espacio es una barrera de diferenciación innegable. Respecto al tiempo, en cambio, las cuestiones son más simples. Diecinueve años son poco y nada en la escala de lo que nos permite marcar similitudes, afinidades e incluso continuidades entre dos escritores. Así que, para empezar a pensar por qué Lovecraft y Houellebecq están más que muchos otros entre nosotros, no está mal poner en perspectiva algunos eventos que recorren el tiempo de sus vidas y marcan el clima de época de las nuestras.

En 1865 termina la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, por lo que veinticinco años antes del nacimiento de Lovecraft, los hombres negros y las mujeres negras de su país se convierten en personas libres. Inmediatamente, se funda el Ku Klux Klan, que hasta la primera mitad del siglo XX tiene millones de miembros en todo el país. Hay un dato curioso entre el Klan y la emergente cultura de masas: en 1915 se estrenó la primera gran película de superproducción hollywoodense, que entonces como ahora era de temática heroica. Esa película es El nacimiento de una nación, y trata sobre el heroísmo del Ku Klux Klan. Entre 1920 y 1933 también rige en los Estados Unidos la Ley Seca, que prohíbe el consumo de alcohol. Por lo tanto, tenemos un país que se moderniza a fuerza de una enorme masa inmigrante, lo cual exacerba las resistencias y las iras de los grupos nacionalistas y racistas autóctonos, y a la vez tenemos un país puritano con miedo al alcohol. Entre 1914 y 1918 ocurre la Primera Guerra Mundial, con la modernización radical de todos los instrumentos de asesinato a gran escala, y entre 1939 y 1945 la Segunda Guerra Mundial, que con su revolucionario despliegue fabril de odio y locura nazi incluye al Holocausto(1). Después de lanzar dos bombas atómicas sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki, en Japón, los Juicios de Núremberg, liderados por un fiscal estadounidense, concluyen en 1946 con la condena a los nazis por sus crímenes contra la Humanidad. Recién en 1965, sin embargo, los negros estadounidenses pueden votar en completa libertad, y entre esporádicos baños de sangre, se comienza a poner un fin oficial a la segregación racial en escuelas, transportes públicos y comercios.

Podríamos hablar sobre Vietnam, donde se usó el gas naranja y el napalm para identificar y exterminar a personas mediante la incineración, y sobre la amenaza nuclear de la Guerra Fría o el ataque contra las Torres Gemelas, por no mencionar consignas como Black Lives Matter o la larga sucesión de pestes y epidemias que llegan hasta la actual pandemia de Covid-19. Sin embargo, lo que interesa es ubicar a Lovecraft en el centro de un siglo desde el que, muy pronto, se vislumbra un punto de no retorno entre lo que nos habría gustado ser, lo que nuestras ilusiones de progreso decían que estábamos destinados a lograr, y lo que realmente somos. Desde ya, si dirigiéramos esta línea de tiempo hacia la historia colonial francesa y los hitos exclusivamente franceses en los territorios del racismo y el antisemitismo, por no mencionar el vínculo genuflexo con los ocupantes nazis o una modernización a ras de una inmigración negra y musulmana que solo parece aludida cuando ocurren incendios de autos en París o ataques terroristas como el de Charlie Hebdo, las cosas tampoco resultan para entonar aleluyas. Lo que tenemos, en tal caso, es un mundo ante el que estos dos escritores proponen un principio de reacción. Una reacción cuya lógica se basa en la oposición radical a las premisas del progreso. Pero la paradoja es que este principio de reacción es, también, nuestro mejor instrumento para entender de qué se trata este “progreso” que intenta convencernos de que todo avance humano, todo paso hacia adelante de la civilización, no es un paso hacia el vacío sino hacia “el futuro”.

Ahora bien, si retomamos la línea de tiempo anterior, pero en coordenadas houellebecquianas, podríamos considerar la creación de la radio a transistores en 1947, la píldora anticonceptiva en 1960, la primera transmisión satelital en 1962, el primer teléfono celular en 1973, la aparición del Minitel en 1982, la creación de la World Wide Web en 1991 y la clonación de la oveja Dolly en 1996(2), y de esta forma avanzar hacia el proceso de alejamiento radical de los hombres entre sí y de la vida misma con la naturaleza. En conclusión, a través de Lovecraft y Houellebecq, a través de lo que su imaginación reactiva hace ante los eventos de estas líneas de tiempo, lo que resta no son grandes ilusiones sobre el progreso de la especie, sino un paisaje árido de decepción, miedo y asco. Un claro rechazo a lo que, en general, ya sea bajo la voz de la ciencia, la política o el mercado, se nos asegura que es “bueno”.

Este es Lovecraft en “Al otro lado de la barrera del sueño”, escrito en 1919:

Con frecuencia me he preguntado si el común de los mortales se habrá parado alguna vez a considerar la enorme importancia de ciertos sueños, así como a pensar acerca del oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayoría de nuestras visiones nocturnas resultan quizás poco más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias de vigilia -a pesar de Freud y su pueril simbolismo-, existen no obstante algunos sueños cuyo carácter etéreo y no mundano no permite una interpretación ordinaria, y cuyos efectos vagamente excitantes e inquietantes sugieren posibles ojeadas fugaces a una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de esta por una barrera infranqueable. Mi experiencia no me permite dudar que el hombre, al perder su conciencia terrena, se ve de hecho albergado en otra vida incorpórea, de naturaleza distinta y alejada de la existencia que conocemos, y de la que solo los recuerdos más leves y difusos se conservan tras el despertar.

De estas memorias turbias y fragmentarias es mucho lo que podemos deducir, aun cuando probar bien poco. Podemos suponer que en la vida onírica, la materia y la vida, tal como se conocen tales cosas en la tierra, no resultan necesariamente constantes, y que el tiempo y el espacio no existen tal como lo entienden nuestros cuerpos de vigilia. A veces creo que esta vida menos material es nuestra existencia real, y que nuestra vana estancia sobre el globo terráqueo resulta en sí misma un fenómeno secundario o meramente virtual.

Podríamos interrogarnos sobre lo que esto quiere decir sobre el psicoanálisis, aunque, como sugiere Alan Moore, lo más sensato sería aceptar que Lovecraft está hablando del único sueño que lo angustiaba: el sueño americano. De una manera u otra, este es Lovecraft en “Arthur Jermyn”, escrito en 1920:

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche.

Por otro lado, este es Houellebecq en Las partículas elementales, una novela publicada en 1998:

Bruno se despertó con un fuerte dolor de cabeza y sin excesivas ilusiones. Había oído hablar del Espacio de lo Posible a una secretaria que volvía de hacer un cursillo de “Desarrollo personal y pensamiento positivo” a cinco mil francos por día. Había pedido el folleto de vacaciones de verano: simpático, asociativo, libertario, el tipo estaba claro. Sin embargo, le había llamado la atención una nota estadística a pie de página: el verano anterior, en julio y agosto, había ido al Espacio un 63% de mujeres. Prácticamente dos mujeres por tío; era un porcentaje de excepción. Decidió de inmediato ir una semana en julio a ver qué pasaba; además, el camping era más barato que los clubes de vacaciones. Claro, se imaginaba el tipo de mujeres: ex izquierdistas flipadas, seguramente seropositivas. Pero bueno, con dos mujeres por hombre tenía una oportunidad; si se las arreglaba bien, a lo mejor podía tirarse dos.

Sexualmente el año había empezado bien. La llegada de las chicas de los países del Este había provocado una caída de precios, y ya no había problemas para encontrar una relajación personal a 200 francos en lugar de los 400 de unos meses antes. Desgraciadamente, en abril había tenido que hacerle importantes reparaciones al coche, y además tenía deudas. El banco empezó a apretarle y él tuvo que ponerse límites.

Sin duda, la ciencia ya ha hecho su emplazamiento del sentido de la realidad. Lo que resta, apenas, es convertir también en puro cálculo material a la sexualidad. En esta novela, Bruno enfrenta el panorama con ciertas ilusiones. Pero no por mucho:

Lo que desencadenó todo es que yo empecé a decirme que a lo mejor tenía una oportunidad. Tenía que haber muchas hijas de divorciados, encontraría una que estuviera buscando una figura paterna. Podía funcionar, estaba seguro de que podía funcionar. Pero hacía falta un padre viril, protector, de hombros anchos. Me dejé crecer la barba y me matriculé en el Gymnase Club. La barba sólo fue un éxito a medias, no crecía espesa y me daba un aspecto sospechoso, a lo Salman Rushdie; por el contrario, los músculos respondían bien, en pocas semanas desarrollé deltoides y pectorales de lo más decentes. El problema, el nuevo problema, era mi pene. Ahora parecerá una locura, pero en los años setenta nadie se preocupaba realmente por el tamaño del sexo masculino; durante la adolescencia tuve todos los complejos físicos posibles menos ése. No sé quién empezó a hablar del tema, seguramente los pederastas; bueno, las novelas policíacas norteamericanas también abordan el tema; por el contrario, está totalmente ausente en Sartre. Sea como fuere, en las dudas del Gymnase Club me di cuenta de que tenía la polla muy pequeña. Lo comprobé en casa: 12 centímetros, todo lo más 13 o 14 estirando al máximo el centímetro de pliegue en la base de la polla. Había descubierto una nueva fuente de angustias; y ahí no había nada que hacer, era una desventaja radical, definitiva. Fue entonces cuando empecé a odiar a los negros.

En este punto, no creo que sirva insistir en el racismo, la misoginia y la sospecha ante el desarrollo del mercado. Para Lovecraft y Houellebecq estos elementos son apenas síntomas de algo superior. ¿Y qué es eso? La convicción de que ya sea porque nuestra realidad es un mal chiste en el gran teatro del horror cósmico o la degradación final del nihilismo tecnocrático, estamos en el lugar equivocado. Y esto nos da que pensar, pero también nos angustia y nos neurotiza.

Para llegar al centro del asunto, creo que Lovecraft y Houellebecq, si están entre nosotros, es porque coinciden en un diagnóstico que nos resulta, a pesar de nuestras ilusiones, absolutamente certero. Sin embargo, uno y otro define su camino hacia este diagnóstico de manera opuesta.

Este es Stephen King:

Los mejores -esos que Michel Houellebecq denomina los grandes textos– son lo más terrorífico que ha dado la literatura norteamericana, y conservan intacto todo su poder. Irónicamente, es posible que el único rival estilístico de Lovecraft a mediados del siglo XX fuese el escritor noir David Goodis, cuyo lenguaje era muy distinto pero que, como Lovecraft, era incapaz de parar, de decir basta, por esa necesidad neurótica de seguir perforando sin remedio la columna de la realidad. Goodis, sin embargo, ha caído en el olvido. Lovecraft no. ¿Y por qué no? Creo que es porque, a diferencia de Goodis, el tono chirriante de su compulsión lo compensaban una suerte de poética pesadez y un campo de visión imaginativo de un alcance que no es de este mundo. Sus gritos de terror son lúcidos.

Lo inconsciente, por lo tanto, perdura en nuestras mentes porque es aún más antiguo que el lenguaje, y Lovecraft le da forma a este terror inconsciente mediante el horror cósmico y el racismo. No solo somos insignificantes en un universo dominado por dioses extraterrestres crueles, antiguos o primigenios, sino que nuestra espera hasta el instante de nuestro exterminio lo pasamos entre otros humanos repugnantes (y entre paréntesis, este miedo es muy parecido al que se asoma hoy por nuestras pantallas cuando alguien o algo amenaza nuestro narcisismo). A pesar de lo que nos gustaría pensar, nos creemos integrados pero tenemos miedo. Y tenemos aún más miedo que antes porque estamos todavía más solos. Ahora bien, Houellebecq, por su lado, se ocupa de lo más tangible de nuestro mundo consciente: el sexo y el capital. Si aceptamos que Lovecraft alude a nuestros miedos desde lo inconsciente, desde esas monstruosidades polimórficas con nombres como Cthulhu, Azathot, Yog-Sothot y Nyarlathotep, y si aceptamos que Houellebecq alude a nuestros miedos desde lo consciente, desde objetos absolutamente cotidianos como nuestra sexualidad concreta, nuestros objetos de consumo y nuestra tecnología tal como se practica en cualquier laboratorio, entonces estamos en condiciones de aceptar, también, que Lovecraft y Houellebecq son de esos escritores que saben hablarnos acerca de aquello sobre lo que no sabemos ni siquiera cómo dejar de pensar cuando estamos dormidos.  

Para terminar, en vez de señalar otra vez que a pesar de las apariencias de libertad nuestra sexualidad, nuestros modos de consumir, nuestro trabajo y nuestras formas de convivir son más frágiles y violentas que antes (pensemos, apenas, en esos monstruos en las redes sociales, rugiendo sus demandas opresivas de amor, y en cómo estos monstruos rugen su egoísmo narcisista como si se tratara de demandas de inclusión y no de síntomas claros de total desarraigo de la realidad), en vez de ir por ese lado de nuevo, el lado más obvio y repetido, podríamos enfocarnos en los puntos de continuidad entre Lovecraft y Houellebecq.

El primero es el miedo a lo que nos rodea, que si en Lovecraft se convierte en racismo, en Houellebecq se traduce como romanticismo. Esto quiere decir que para Lovecraft no hay forma de escapar, mientras que para Houellebecq todavía hay una vía de escape hacia lo sublime: estamos hablando de la naturaleza, el amor e incluso la muerte, que para Houellebecq no son puntos ciegos sino caminos a la redención. En esto se define la diferencia clave: para Houellebecq sí hay salvación, y por eso sus personajes se deprimen, odian, se clonan, desean, se rebelan o se esconden. Lo hacen, únicamente, porque saben y sienten la ausencia de algo perdido, algo que intentan congregar y que a veces, si no siempre, congregan. Para Lovecraft, en cambio, no existen el amor, las mujeres ni el placer; no hay mundo, no hay vida.

En su ensayo sobre Lovecraft, Houellebecq escribe que existe sobre la humanidad una “malla de irregular densidad y de fabricación exclusivamente humana” por la que “circula la sangre de la vida social”. A modo de curiosidad, podríamos señalar que a este flujo de mercancías y datos que aturden a la humanidad, Martin Heidegger lo llamó Gestell, “estructura de emplazamiento”, la plataforma técnica que consolida nuestra existencia en lo puro ente y el olvido del Ser. ¿Y no es esta “malla”, esta “red”, esta Gestell que emplaza nuestras vidas, el gran tema de Lovecraft y Houellebecq? Con la diferencia, por supuesto, de que donde surge el hueco en blanco de la “red”, Lovecraft divisa a los dioses que esperan nuestro aniquilamiento, mientras que Houellebecq intuye la salvación a través de lo sublime.

Termino con otras dos coincidencias. Uno y otro, con setenta años de diferencia, supieron ver que el lenguaje de la técnica tenía tanta pureza literaria como cualquier otro. Por eso sus historias sobre mecanismos de resurrección, viajes interdimensionales, clonación e incluso reproducción usuraria del capital están escritas con un lenguaje tan riguroso y realista como poético. De esto tenemos ejemplos tan inmediatos como la cita plagiada de Wikipedia que Houellebecq usa en El mapa y el territorio para hablar sobre las moscas que colonizan su cadáver o casi cualquier pasaje de “En las montañas de la locura”, de Lovecraft, para oír la música de la geografía y la arquitectura. Aun así, la más profunda de las coincidencias, la que nos permite entender una continuación literaria pero también idiosincrática, el factor que realmente los hermana, es que tanto Lovecraft como Houellebecq son poetas. ¿Y qué quiere decir que sean poetas? En esencia, que ambos saben que hace falta un lenguaje algo más singular que el corriente para revelarnos de qué está hecha “la casa del Ser”.

Este es Michel Houellebecq en El sentido de la lucha:

El día se levanta y crece, recae sobre la ciudad
Hemos atravesado la noche sin encontrar alivio
Oigo los autobuses y el rumor sutil
De los intercambios sociales. Accedo a la presencia.

Hoy tendrá lugar. La superficie invisible
Que delimita en el aire nuestros seres sufrientes
Se forma y endurece a un ritmo terrible;
El cuerpo, el cuerpo no obstante, es una pertenencia.

Hemos atravesado fatigas y deseos
Sin reencontrar el sabor de los sueños de infancia
Ya no queda gran cosa al fondo de nuestra sonrisa
Somos prisioneros de nuestra transparencia.

Este es Howard Phillips Lovecraft en Hongos de Yuggoht:

A diez millas de Arkham había encontrado el sendero
que bordea el acantilado sobre Boynton Beach,
y esperaba alcanzar a la hora del crepúsculo
la cresta que domina Innsmouth en el valle.
Hacia alta mar se alejaba una vela
blanca como los duros años
de vientos antiguos
podían blanquear,
pero me pareció un presagio adverso e indecible;
por eso no agité la mano ni grité adiós.
¡Veleros zarpando de Innsmouth! Ecos de famas antiguas,
de épocas muertas hace tiempo; pero ahora se acerca
una noche demasiado rápida, y he llegado a la cumbre
desde la que tantas veces oteé la ciudad lejana.
Agujas y tejados siguen allí… pero ¡miren!
¡Las tinieblas se abaten sobre las lóbregas callejuelas,
más oscuras que la tumba!

Muchas gracias(3).

(1)  “Sus objetivos eran fundamentalmente sanos”, dijo Lovecraft hacia el inicio de la carrera política de Adolf Hitler.

(2) ¿No seríamos demasiado ingenuos si no creyéramos que ya fueron clonados humanos? Lo único que no tenemos son las fechas y los lugares exactos.

(3) Esta es una versión sintetizada de “Lovecraft y Houellebecq entre nosotros”, una charla ofrecida en septiembre de 2021 durante el ciclo de clases magistrales de la Escuela de Escritura Paco.

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