Olga, la última novela de Bernhard Schlink, consolida al menos un aspecto central de la fama meteórica que el juez y escritor alemán ostenta desde hace algunos años en todo el mundo: se trata de un autor que revisita con lucidez el pasado. El pasado de Alemania, claro, pero podríamos agregar: también el de su propia escritura. Es por eso por lo que, a la sombra de El lector, su gran best-seller, la única impresión constante en Olga es que, en su intento por consolidarse como el lúcido lector de la historia alemana que el propio Schlink y sus más amables críticos dicen que es, el autor termina deshaciéndose como crítico de su propia obra. En otras palabras, antes que trabajar con lucidez la historia alemana, en Olga la toma a la ligera. ¿Y acaso no es eso lo que en realidad Schlink hizo siempre?

En la revista Lire han dicho: “Schlink, de quien no hemos olvidado El lector, vuelve a impresionarnos”. Es cierto que el público no ha olvidado El lector, pero más interesante es el hecho de que tampoco lo haya olvidado Schlink. Sin ir más lejos, Olga vuelve a circunscribirse a la seguridad de la fórmula que le dio aquella novela publicada en 1995: la historia de una mujer útil para hablar sobre el pasado político de Alemania, que nunca es cualquier pasado. Decidido a servirse una vez más de una mujer como personaje principal, Schlink retoma el pasado político de su país con otros métodos pero con el mismo fin: desplegar comercialmente una mélange de feminismo complaciente, pasiones políticas humanizadas y una visión tan celebratoria como exculpatoria de la cultura de la cual él hoy forma parte.

Esta es la misma fórmula narrativa que, como chiste, apareció en 2005 en uno de los capítulos de Extras, la brillante comedia de Ricky Gervais. Como si hubiera iluminado la lógica literaria del magistrado de Bielefeld, en Extras Kate Winslet interpreta a una actriz de reparto que hace un comentario desopilante: “Si una no agarra un papel sobre judíos en cámaras de gas, es imposible ganar un Oscar”. Vueltas de la vida: lo que Winslet dijo como ironía en la ficción, volvió como evento real en el cine y tres años más tarde ganó el Oscar por interpretar a la protagonista de una novela sobre algunas de las razones idealmente profundas del Holocausto. En esa historia, el regreso al nazismo inoculaba algunas conclusiones controversiales. Por ejemplo, se deslizaba la idea de que Hannah, la guardiana nazi a quien protagonizaría Winslet, era capaz de cometer crímenes de lesa humanidad porque no sabía leer, como si las atrocidades del Tercer Reich hubieran tenido una relación directa con el analfabetismo y la “ignorancia moral” de quienes lo llevaron a cabo. Esa novela, por supuesto, era El lector.

Con Olga, ahora, la historia es más o menos así: una maestra de clase baja, un militar de abolengo muy ilustre, un pequeño pueblo en la campiña alemana. Se enamoran con uno de esos amores desafectados que no le desearía a nadie y más tarde se separan. La historia de amor comulga con el pasado político de una nación y sus pasiones —desde Bismarck hasta Hitler—, en lo que para Schlink parece funcionar como un mecanismo narrativo indisociable: el “telón de fondo” de una historia siempre es su contexto político. Y a partir de esa premisa, Schlink busca darle a su novela una hipótesis: no se puede hablar de un personaje sin hablar sobre la historia que le tocó vivir. Al igual que en El lector, lo que se perfila de esta manera es el modus operandi de cierta literatura contemporánea interesada en discutir y reelaborar el sentido del pasado. Sólo por citar algunos ejemplos, el testimonio y la memoria histórica son los rasgos principales de La larga marcha de Chirbes (1996), Soldados de Salamina de Cercas (2001), Las benévolas de Littell (2006) o La casa de los conejos de Alcoba (2008). Sin embargo, en estas novelas hay también otra apuesta común: una verdadera relectura crítica del pasado, esto es, la vuelta al pasado político a los fines de aportar una visión relativamente nueva o significativa sobre los lugares comunes y los prejuicios que insisten en arrastrarse como equívoco o como falsedad a través del tiempo.

Por cierto, hay grandes relatos que sí soportan la carga de la hipótesis de Schlink. Días de cielo o Rojo y Negro hacen dialogar magistralmente sus historias con el contexto, y por eso llegan a narrar verdades sobre los personajes y sus vidas. Por otro lado, también hay historias que pueden funcionar aún si parecen desgajadas de su contexto. “Un día perfecto” de Lou Reed, por ejemplo. Dos amantes van al parque, alimentan animales, van al cine. En un verso, todo se oscurece: “Pensé que era alguien más.” A veces amar, nos dice Reed, nos ayuda a olvidarnos de quiénes somos. Pero para hacerlo no necesita agregar datos sobre la historia política en la que viven su frustración los amantes. Ni la administración de Nixon ni la huelga que el gremio de transportes le hizo a John Lindsay afectan la idea del amor que le interesa. Incorporar el pasado político a la historia, parece recordarnos Reed, no siempre garantiza un resultado.

Los acontecimientos históricos en Olga, mientras tanto, pretenden darle el la a la narración, pero la desafinan. El propio Schlink habla acerca de “una historia de amor que se desarrolla en el interior de la sombra de la historia alemana”, pero basta recorrer la novela para ver que los hechos históricos no hacen más que reducirse a la mera mención, como si fueran un decorado que entre expediciones alemanas en el Ártico y África, batallas de la Primera Guerra Mundial y el auge del nazismo mismo, en un arco que va desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, desfila sin mayor sentido alrededor del argumento. Es por eso mismo que, al contrario de lo que afirma Schlink, uno podría preguntarse incluso si no es en realidad el romance genérico y deslucido de Olga y Herbert la historia que realmente funciona como “telón de fondo” para lograr soslayar cualquier análisis real del pasado político alemán. Ante la historia política de Alemania Olga no sólo no dice nada nuevo —los criminales nazis no fueron monstruos sino humanos, parece ser la conclusión pedagógica de Schlink, una posición idéntica a la que se sostiene desde hace ya medio siglo—, sino que al atravesar sus momentos más delicados, el silencio es sospechosamente absoluto. 

¿Tal vez el problema sea que Schlink responde sin auténtica complejidad a su propia hipótesis sobre lo que es y debería hacer una novela? En ese caso, el cruce entre el acontecimiento personal y el acontecimiento histórico (que ya había hecho en El lector) no sale airoso como “revisión crítica” del pasado, pero sí como fábula moralizante y complaciente. A fin de cuentas, Olga siempre se opone a las pasiones políticas desmesuradas, como cuando Herbert decide ir a conquistar el Ártico (“¡Si por lo menos ella hubiera tratado de quitarle de la cabeza aquella obcecación!») o Eik, uno de sus alumnos, se convierte en oficial de las SS (“Olga no lo entendía. ¿De pronto le salía con eso? Intentó hablar con Eik y sacarle aquellas fantasías de la cabeza”).

Cuando se trata de pensar la historia política de Alemania, para Schlink las mujeres son perfectas agentes de moralización, y se trate de la desmesura política o genocida que se trate, al parecer todo puede explicarse como el producto indeseado de algún tipo de ignorancia que las mujeres padecen o perciben antes que nadie. Si en El lector el nazismo se reducía al analfabetismo de Hannah, Olga esta vez viene a afirmar lo mismo desde un lugar bastante cercano: la insensatez es una forma de la ignorancia. Desde ya, es difícil pasar por alto que esta versión convenientemente domesticada del pasado político alemán ayuda a hacer un juicio menos severo de Alemania como nación y como Estado de derecho, lo cual no puede desligarse de la posición particular de Schlink: un juez de tribunal constitucional que durante su vida profesional se dedicó a dirimir conflictos entre gobiernos.

En algún lado, Montaigne dijo que enseñar no es llenar un vacío sino encender un fuego. Algo en la lectura de Schlink puede devolvernos esa frase, pero espejada. Se enseña para hacer algo con el vaciamiento (metafórico y real) de una historia reciente que es atroz. Está claro que para Schlink “todo es susceptible de una explicación, una opinión, una lección”, y que sus historias de mujeres pretenden educar a través del vínculo con el poder de la ley y la palabra. Pero en ese intento de contar una historia con un telón político de fondo, Schlink termina haciendo un uso político del acontecimiento personal. Al final de El lector y de Olga la premisa es la misma: repetirnos que los criminales, incluso los nazis, son ignorantes incomprendidos. ¿Pero es esa revelación tan “impresionante”, como celebra Lire? Incluso la historia política real podría contradecirla: no es difícil imaginar algún capítulo de Extras donde Kate Winslet juega a representar a una Hanna que, completamente alfabetizada y culta, se desvía de su futuro como guardiana de un campo de concentración nazi para terminar dando clases de filosofía junto a un reconocido afiliado al Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei como Martin Heidegger en la Universidad de Friburgo. 

Es por esto por lo que la fábula femenina no hace pie en las marañas ideológicas y teóricas que el propio Schlink le impone, y que antes que una revisión crítica del pasado, lo que finalmente vemos es una revisión de su propio artilugio narrativo. En términos de ventas, sin embargo, la fábula funciona. Hay que remontarse hasta la década del 80 para reconocer un éxito editorial parecido al que hoy encarna Schlink en la literatura alemana. Como lectores, sin embargo, podríamos sentirnos engañados casi hasta el punto de repetir los reproches que Olga le hace a Herbert: “¿Acaso no soy para ti más que una niña a la que contentas con cualquier historia?”. Dicho de otra manera, ¿y si la buena literatura no tuviera que forzar la incorporación de “la historia” alrededor de una trama para elaborar una parábola? 

Al final, en su obsesión por cristalizar un juicio de valor, Olga es, cuando menos, aburrida y explícita, y me hace pensar que lo que dijo Wells acerca de Conrad bien podría decirse de Schlink: “Aún le queda por aprender la mitad de su arte, el arte de dejar cosas sin escribir”. Por ahora, sabe cómo usar la otra mitad para seguir escribiendo. Hasta ganar el Nobel, por lo menos.////PACO