Internet


La vida interior de Instagram

 

Cuando las redes sociales abren un tipo de espacio público que se presenta como el reino de los buenos sentimientos, de las causas justas, de todo aquello que nos une contra enemigos como la ideología y el capital que hacen posible esas mismas redes (aun si esto pocas veces se pone en superficie), muestran un afán totalizador humanista y moderno: “es” aquello que se escribe y “se es” en contra de lo contrario. Pero también existen otras redes cuyo valor radica en no hacer lugar al discurso argumentativo más que en una mínima parte: Instagram entre ellas, que impuso en el orden de la mirada un lenguaje completo de lo no verbal, un tipo de enunciado diferente del que sostiene el discurso argumentativo de Facebook. Instagram es el lugar en donde se despliega otro tipo de verdades sin tanta historia, haciendo del lenguaje verbal, como señala Pasolini, algo definitivamente superfluo al consagrarse, en el reino de la imagen, “el lenguaje de las cosas”. Nada de esto sería objeto de reflexión si nos limitáramos a constatar que se trata de vías alternativas de expresión. Pero ¿qué sucede cuando estos últimos espacios funcionan como una contracorriente subterránea que impacta y erosiona los mismos núcleos ideológicos de herencia moderna, develando la ideología más dura de articulación del capital y las personas? Poco quedaría de Instagram sin ciertas otras “redes” de consumo específico de donde brotan platos de sabrosa apariencia, jardines exuberantes, piletas de aguas azules, productos hechos en papel, casas antiguas; tampoco sin libros amarilleados o nuevos, cuadras verdes y arboladas o mesas de trabajo pasados por el filtro. O viajes, o platos sencillos y por eso “gourmet” al modo en que se pretende el encanto de lo simple. Este lenguaje de las cosas (o de imágenes que guardan complejas relaciones con “la cosa”) manifiesta verdades refractarias a su justificación por medio de palabras porque expresan el hecho de que los usuarios que componen las imágenes no son meros objetos del capital (aun si pueden denunciarlo en otras redes sociales) sino sujetos activos en la configuración y circulación de un tipo particular de mercancía. Se trata entonces de ver qué mercancía está en juego y su correlativa –y muy concreta– idea de belleza.

Las redes que expresan “el lenguaje de las cosas” nos obligan a preguntarnos si hay una violencia visual del mundo (y la hay), y de modo secundario si hay una violencia de la belleza. Y la hay. En Instagram se muestran cosas o personas que aspiran a mostrarse como bellas o al menos como “singulares”, aun si grotescas o miserables: apuntan a mostrarse como estéticas.

Las redes que expresan “el lenguaje de las cosas” nos obligan a preguntarnos si hay una violencia visual del mundo (y la hay), y de modo secundario si hay una violencia de la belleza. Y la hay. En Instagram se muestran cosas o personas que aspiran a mostrarse como bellas o al menos como “singulares”, aun si grotescas o miserables: apuntan a mostrarse como estéticas, demostrando que hay dos o más zonas que se pueden articular, la violencia de la belleza y su indiscutible suavidad. Como modus operandi discursivo, el núcleo ideológico de Instagram es expuesto y franco. No es similar la cuenta de un usuario con medios económicos que el de otro con pocos medios, aun si el objeto retratado fuese el mismo, pues la operación ideológica se ancla en el punto de mira y se hace tanto más clara cuanto más estéticas sean las pretensiones del sujeto enunciador. Un poco artista, un poco creador, un poco nostálgico, su clase se hace patente, paradójicamente, más en lo que sugiere que en lo que revela: la construcción de un mundo. No es nuevo que existan ideales de belleza de acuerdo con determinadas clases sociales; lo que es nuevo es que las clases configuradoras de la mercancía a través de ciertos ideales de belleza rechacen ideológicamente las condiciones de producción de aquello mismo que estetizan y consumen. En el reino de la imagen que es Instagram, la contra-argumentación exigiría una inteligencia que el usuario medio no está dispuesto a entregar y que suplanta vía dos operaciones simultáneas y paralelas: por un lado, la estetización de la miseria (de la que no vamos a ocuparnos ahora), y por el otro, el rechazo discursivo en el espacio de otras redes de las condiciones productivas del mundo de la mercancía que enaltece. El ejemplo de esto último es Facebook: como modus operandi discursivo, tiene capacidad de velar las condiciones de producción del material significante que lo forma, y ese mismo velamiento proviene del discurso que ese yo ficcionalizado estampa sobre la superficie de su muro. La mercancía retratada en Instagram incluye desde objetos diseñados (que preferentemente aprovechan una cierta usura de la historia) hasta objetos técnicos, u objetos naturales convertidos en objetos técnicos (las flores cultivadas, el animal doméstico), sin desdeñar aquellos otros denominados kitsch o pasados por el tamiz de lo retro o lo vintage (operaciones de clase, si las hay). Y si la impugnación a las condiciones de producción de estas mercancías proviene del espacio de lo argumentado, las paradojas más evidentes aparecen en función de la mostración de aquella otra mercancía (por qué no) llamada cuerpo propio. Esta exhibición es de las que suscitan mayores contradicciones, primero en relación con las condiciones materiales de producción (pues en tanto que mercancía, el cuerpo propio “se produce”), y luego en relación con los lazos que sostiene con la violencia de los criterios de lo hermoso.

Imagen por imagen se constata el despliegue del reino de lo espectacular (según Debord y Durán Barba), y el gran público se hace afecto a los cuerpos considerados socialmente bellos; los públicos con pretensiones, a variantes más enrarecidas.

Cuando se abre un debate razonado y razonable acerca de la belleza y la violencia (violencia en general, violencia de la belleza, violencia del rechazo de la violencia) en los espacios públicos virtuales donde tiene lugar la palabra, las fichas se acomodan como por efecto de gravedad en los huecos libres de la corrección moral. Pero en Instagram, imagen por imagen se constata el despliegue del reino de lo espectacular (según Debord y Durán Barba), y el gran público se hace afecto a los cuerpos considerados socialmente bellos; los públicos con pretensiones, a variantes más enrarecidas. En todos los casos, sea con mayor énfasis en los “cuerpos que se convierten en cosa” o en las “cosas que se destacan en tanto que visión de mundo”, las políticas de circulación de la imagen en Instagram se inscriben dentro de nuevas lógicas insospechadas para cualquier fascismo tradicional, porque son voluntarias y porque no ocultan ni mediatizan su relación con el goce. De este modo se visibilizan los nuevos modos de vínculo entre los sujetos decisores y el capital que todo lo puede, porque el lenguaje con menor equívoco para ponerse de acuerdo alrededor de la mercancía termina siendo, de hecho, el lenguaje de las cosas, de cosas que son cosas o de cuerpos que son cosas. Así, Instagram permite pensar tres aspectos de la articulación imagen/capital en la lógica de una puesta visual para el consumo. En primer lugar la lógica de lo espectacular en sí misma, que requiere la pérdida de espesor del objeto estetizado. Éste, una vez captado, puede desaparecer, pero es impensable sin otros mecanismos concretos de evaporación del capital “en grado tal de condensación –y luego volatilización– que se transforma en imagen”, como señalaba Guy Debord. El capital evaporado se transforma en el bien que, volatilizado, se transforma en una imagen dejando una escoria visual que suele quedar fuera de cuadro. El segundo aspecto de la articulación entre la imagen y el capital involucra la compleja relación de la imagen (de la cosa) con la cosa misma; si la cosa-mercancía es capaz de traducir en su materialidad la miseria de los procesos productivos que llevan hasta ella (Marx), la imagen se saca de encima el lastre mismo permitiendo habitar un mundo en donde se entra en contacto visual con objetos desgajados y flotantes. No importa si esos objetos dialogan con todos los demás (“no bellos”) en el fuera de campo que es el mundo mismo: para olvidar aquel fuera de campo, o para llevarlo al encuadre dentro de límites admisibles, se requiere del espolvoreo de diseño. Quien maneja una cuenta de Instagram sabe, en suma, que está emulando torpemente el trabajo de diseño de un mundo. La operación vale también para los “cuerpos propios”. El último aspecto de la relación entre la mercancía y el capital implica la construcción de un “yo interior” que, a través de la mirada singular, deba oponerse al “yo exterior” surgido de la visión que se estampa sobre el propio cuerpo y que es un verdadero combate que da el núcleo nunca saldado del dualismo occidental: somos un cuerpo o tenemos un cuerpo. En la brecha, Instagram permite creer al sujeto que está emulando su propia interioridad, más allá de lo que ésta sea.

No es de extrañar entonces que lo que se escribe con la mano en algunas redes se borre con el ojo en otras: las políticas del goce visual (y quizás también las del goce real) no tienen capacidad de mentir de modo en que sí mienten las palabras.

La línea asintótica hacia la que tienden estos tres aspectos es la posesión del carisma, la búsqueda de la charis, la gracia, la esencia de un tipo de poder hoy cifrado en la imagen. No es de extrañar entonces que lo que se escribe con la mano en algunas redes se borre con el ojo en otras: las políticas del goce visual (y quizás también las del goce real) no tienen capacidad de mentir de modo en que sí mienten las palabras. Es decir que pueden mentir, pero de otra manera, y en este sentido no se ha reparado quizás lo suficiente en el desplazamiento que supone en la cultura la omnipresencia del diseño de materias y superficies. La elisión de las relaciones de producción, del hic et nunc productivo del “autor de la imagen”, la ambigüedad de la posesión de aquellos objetos retratados refrendan el hecho de que, en la sociedad del espectáculo, es anacrónico el eslogan del primer capitalismo, “ser es tener”, para pasar a estar vigente, en términos debordianos, el “tener es parecer”. De ahí al “ser es parecer”, o “si no se ve, no existe” hay un paso ínfimo. Qué serían estas políticas de aparición y desaparición sino violencia; pero qué sería la justificación de por qué está mal o bien exhibir tales o cuales imágenes sino violencia más acerada. Qué sería el solapamiento entre un discurso contra el capital y las imágenes en una playa rústica de un país extranjero sino violencia contra la inteligencia o la cordura. Aun para ello, existe el borramiento: nada sería Instagram –tampoco– sin su pasión por mostrar un espacio deshabitado, como si la utopía visiva del mundo soportara que el yo fuera el todo de la escena –la selfie– o el desierto absoluto –el paisaje vacío, objeto de goce de un ojo total, omnisciente, casi aéreo como el ojo de un drone/////PACO