Música


La vida ejemplar de Art Pepper

Que Una vida ejemplar, la autobiografía de Art Pepper, no guarda ninguna relación con aquellas frígidas autobiografías al estilo de Historia de un alma, de Teresa de Lisieux, es no solamente una evidencia desde el momento en que vemos la tapa del libro, sino también un consuelo. Después de todo, la de Pepper no es la historia de un modelo crístico, y los 17 jeringazos de heroína diarios que supo darse en uno de los momentos más deprimentes de su vida tampoco resistirían un juicio moral.

¿Qué hay en la vida de este saxofonista, entonces, que pueda ejemplificar, modelar o exhibirse a modo de lección? Pepper tuvo modelos que no fueron fáciles de digerir. En las primeras páginas de Una vida ejemplar hay un recuerdo que cuenta de su padre, y no es grato: le está pegando con tanta fuerza a su madre —que había intentado abortarlo con todos los métodos al alcance— que por poco le hunde el tabique en el cráneo. Pero en lo que respecta a modelos y legados, y al sonido exquisito de su saxo alto, puede que haya una verdad digna de ser retenida.

Es la primavera de 1977 en Los Ángeles y a Pepper le quedan 5 años de vida. Se va a morir a los 56, habiendo cumplido 15 años de condena en cuatro prisiones distintas y poco más de 3 en un centro de rehabilitación. Su salud está deteriorada pero ya ha grabado la parte más sustancial de su obra, por la cual también ha sido celebrado como uno de los mejores improvisadores de la época. En ese momento, dice algo revelador: “Entonces, me di cuenta de que quería ser músico.”

Para 1977, Pepper ya era el saxofonista blanco con más recursos y creatividad de la Costa Oeste. La curvatura de su obra había dado sobradas muestras de que, a diferencia de Stan Getz (el otro saxofonista blanco que pudo disputarle fama y reconocimiento), Pepper sí se había despegado tanto de la efusividad apretada de John Coltrane como de la introspección de Lester Young. Alguien podría haberle respondido que, en efecto, ya era músico, uno de los más relevantes que haya tenido el jazz. Quizá, por eso mismo, la verdad de Pepper no sea otra que la afirmación de que somos en la medida en que olvidamos ser. Pepper armó una vida desde las intuiciones de la motivación y del deseo antes que con las presiones de las definiciones, y nunca le interesó lo que «había que hacer». Al contrario, se mantuvo ajeno a casi todas esas regulaciones de la vocación, que son las que suelen darles una forma absolutamente previsible a las carreras académicas, y hasta pensó que tal vez ahí estuviera la causa de que el jazz no hubiese dado nada nuevo durante décadas.

En cuestiones de sonido, por otro lado, Pepper consagró toda su imaginación a hacer una obra tan original como dispersa. Grababa con poco interés en las regalías y sin un registro de su trabajo, de modo que de no haber sido por un fan que ordenó su discografía (que en la versión original de Una vida ejemplar ocupa unas 20 páginas), no habría tenido ni siquiera una idea precisa de lo que fue su obra. Tanto en sus primeras grabaciones (Surf Ride o The Return of Art Pepper) como en las últimas —la recopilación que, por ejemplo, el año pasado sacó Omnivore Recordings con el título de Promise Kept—, Pepper reluce una improvisación aguda y un tono distintivo. Sea como fuere, las adicciones y las condenas hicieron de Pepper un músico atípico, alguien que podía pasar de tocar con los mejores artistas de la escena a robar un banco, sin transiciones. Tal es así que poco después de grabar con Barney Kessel, en 1954, empezó su segunda condena en Terminal Island. Pasó 19 meses encerrado en una celda.

Como en una buena sesión de improvisación, la vida de Pepper es un catálogo de experiencias donde fluir es más importante que dejarse representar por una u otra cosa. Cuando para sus 9 años ya había pasado un buen tiempo oliendo los clítoris de varias compañeras, había descubierto el clarinete y le había bajado los dientes a varios chicos con los que iba al colegio, la vida de Pepper también se había familiarizado con la trifecta pulsional que marcaría el tempo de su amor por la vida: la música, el sexo y la agresividad (si es que estas últimas dos pueden distinguirse). Porque si de algo se trata Una vida ejemplar es, antes que de un bien platónico, del eros. Después de todo, acerca de la existencia del bien es poco lo que podemos decir: es “bueno” para alguien que quiera tocar “bien” el saxo estudiar todos los días durante suficientes horas, ensayar asiduamente o saber las armonías de memoria. Pero Pepper no estudiaba demasiado ni llegaba a los pocos ensayos sin darse antes un tiro de cocaína con metadona. ¿Eso lo hacía “bueno”? Pepper lo ignoraba, pero lo que sí sabía, en cambio, era que se excitaba tanto al improvisar en el escenario que el cuerpo le temblaba de pies a cabeza y la espalda chorreaba sudor.

Durante el tiempo que cumplió condena en Terminal Island, su esposa Patti se casó con otro hombre. Cuando salió, Pepper no tenía casa, no tenía esposa y no podía ver a su hija Patricia. “La primera noche que salí sólo quería acostarme con una mujer. Había pasado mucho tiempo encerrado. Fui a un bar y vi una moza. Tenía un aire oriental y no paraba de mirarme cuando pasaba cerca”. Pepper tampoco tenía modo de transportarse, así que fue Diane la que tomó la iniciativa esa noche durante toda la relación que llegarían a construir. Aparte del sexo, la verdad era que el músico no tenía mayores intereses. “Me sentía culpable porque, aún si no me interesaba, le había hecho el amor, y podía adivinar que ella estaba un poco enamorada”. De todos modos, sostuvieron un vínculo donde Diane ponía interés y ternura, y Pepper el sentimiento de culpa por tomar esas cosas sin devolverlas. 

Mientras pasaba una buena parte de su tiempo en la cama (la otra la pasaba con Mario Cuevas, un chicano que le vendía metadona), Diane hizo a sus espaldas los arreglos para el proyecto más decisivo de su vida. “Diane me levantó un día y me dijo: ‘Hoy tenés que grabar’. Yo no tocaba hacía meses. De hecho, no hacía nada hacía meses. Le pregunté dónde y con quién tenía que tocar”. Diane sabía que si bien había hecho de su vida una gran decepción para sí mismo, Pepper podía responder con solvencia cuando se trataba de no defraudar al otro. Por ese motivo, había apuntado sin avisarle una cita con la sección rítmica de Miles Davis para grabar un disco en Contemporary Records (la discográfica con la que ya habían grabado, entre otras leyendas, Ornette Coleman, Sonny Rollins y Hampton Hawes). Pepper se puso muy nervioso y casi la sienta en el piso de una trompada. Lo cierto era que no tocaba el saxo hacía seis meses, y para peor, cuando abrió el estuche, se dio cuenta de que la última vez lo había guardado mal y el cuello del instrumento estaba dañado.

No todos saben que para arreglar el cuello y la boquilla de un saxo se necesitan varias horas. El procedimiento es complejo: si hay que cambiar el corcho del tudel es necesario lijar, lavar, sustituir la parte, aplicar un borde biselado y usar unas cuantas capas de pegamento. Por supuesto, para la sesión de grabación más importante a la que uno pueda asistir sería conveniente llevar el instrumento en condiciones. Pero este no era el caso, así que sería sólo una de las varias otras cosas que quedarían libradas —para bien— al azar. La memoria de Pepper también estaba un poco desgastada por años de adicciones, así que cuando llegó al estudio y Red Garland le propuso que empezaran con “You’d Be So Nice To Come Home To”, él no tenía mucha idea de qué le estaba hablando. “Está en Re menor”, le avisó Garland. Con el saxo roto, lleno de miedo y sin saber cuál era el primero de los temas, Pepper contuvo el aire en los pulmones. La sección rítmica tocó los primeros compases y él se dispuso a tocar. El disco se llamó Art Pepper Meets The Rythm Section y fue, para muchos, el acontecimiento musical del año. “En otros discos que había grabado sabía al menos que ese día iba a grabar, y sabía lo que iba a tocar. ¡Todo el mundo habló de la consistencia del sonido, que parecía ensayado desde hacía meses!”. En efecto, el fraseo del saxo alto de Pepper es contundente y tanto la elección de las notas como la calidez de las extensiones le dan al disco exquisitez y dulzura.

Para cuando terminó la grabación, Pepper había escrito uno de los capítulos más granados del estilo melódico de la Costa Oeste y, en el medio, se había vuelto a encontrar con algo de sí: “Antes de grabar, cuando saqué el saxo del placard y abrí el estuche, puse el instrumento sobre la cama y lo miré fijo un buen rato. Parecía algo de otra vida”. ¿No muestra esta escena la punta del ovillo de su arrojo? En el momento en el que olvidó que era saxofonista, Pepper se consagró como uno de los mejores. Pareciera haber grabado con el adagio de Lao-Tsé: “Todo plan preconcebido es un mal y todo programa previsto de antemano un estorbo. El oportunismo es la nota del sabio”.

Pepper tocó su música como vivió su vida: fue un ladrón condenado, un heroinómano empedernido y un hombre desesperado por conseguir afecto. En todo caso, si deja algún ejemplo, es el de haber puesto por momentos sus energías en las verdades del amor y del corazón más que en el esnobismo de las definiciones y las apariencias. Supo abandonar a tiempo su imperativo de ser como Coltrane, dejó que incluso su amor por la música desapareciera y en esa impredecible torsión logró lo que muchas búsquedas más prolijas —resguardadas en algún recetario que casi siempre les da alguien más— no llegan ni siquiera a vislumbrar. Tal vez por eso tampoco sea casual que una de las palabras más frecuentes en su autobiografía sea corazón. Para Pepper todo sale desde ese centro: casi nunca se trata de pensar sino de sentir. En el medio de un robo a un banco (“había perdido interés en saber si tenía las pelotas necesarias para matar a alguien; lo que sí sabía era que tenía el corazón”) o a la hora de recordar a una mujer (“Diane me enfermaba, no tenía corazón ni espíritu”), el corazón es lo que arrima soluciones y define a la intuición.

Aunque era un hombre capaz de embobarse con su genialidad, también era capaz de darle lugar al otro más allá de sus propias fantasías, y al menos uno de sus tres matrimonios parece haber sido bastante feliz. Al final del tercero, que coincide con el final de su vida, le pidió a Laurie un poco más de amor. Porque, claro, ¿qué más se necesita para vivir? Después de todo, el conjunto de lo que relata Una vida ejemplar no se empeña en perseguir rasgos definitorios sino de esperar, una y otra vez, a que el amor se despierte. Convencido de que el hacer no tiene que confundirse con la productividad, Pepper habría respondido a casi todos los preceptos del sentido común con la frase de Ezra Pound que eligió como epígrafe de su libro: “No existe fin para las cosas en el corazón”////PACO

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