¿Cuál es la diferencia más importante entre Iósif Stalin y Adolf Hitler? Desde sus méritos en el campo sombrío de la muerte, la pregunta podría resolverse en cifras de cadáveres, incluyendo colisiones directas de sadismo como la emboscada a 30.000 alemanes en retirada desde Ucrania (“una de esas matanzas que no se pueden interrumpir hasta que terminan”, según el historiador Richard Overy) que hizo que el general ruso Iván Kónev fuera ascendido en 1944 a mariscal. En términos ideológicos, en cambio, la diferencia podría abordarse desde los múltiples matices políticos y económicos entre el comunismo soviético y el nazismo alemán. Y en términos estéticos simples, como ironiza Martin Amis en Koba el Temible, la diferencia podría resolverse en el pasaje de un bigote grande a uno chico. Desde la perspectiva luminosa de la vida, en cambio, existe una diferencia crucial. Mientras que Hitler dejó una única esposa suicidada (y una mascota asesinada), Stalin dejó una segunda esposa suicidada y tres hijos. Y entre ellos, Svetlana Alilúyeva (1926-2011), la única mujer, escribió un testimonio de la intimidad del hombre más fuerte en la historia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Stalin dejó una segunda esposa suicidada y tres hijos. Y entre ellos, Svetlana Alilúyeva (1926-2011), la única mujer, escribió un testimonio profundo de la intimidad del hombre más fuerte de la URSS.

Atrapada por una red vitalicia de intrigas palaciegas, conspiraciones y algunos efectos impensados de la Guerra Fría, tal como la canadiense Rosemary Sullivan retrata a Svetlana en la biografía La hija de Stalin (Debate), la versión más transparente de “la princesa del Kremlin” emerge de un pasaje de sus propias memorias, Solo un año: “En la familia en la que nací y crecí nada era normal, todo era opresivo, y el suicidio de mi madre fue el testimonio más elocuente de la desesperanza de la situación. Los muros del Kremlin a mi alrededor, la policía secreta en la casa, en la cocina, en la escuela. Y encima de todo un hombre gastado y terco, aislado de sus antiguos colegas, sus viejos amigos, de todos los que le habían sido cercanos, de hecho de todo el mundo, que con sus cómplices había convertido el país en una cárcel en la que todo el que tuviera una pizca de espíritu y mente estaba siendo extinguido; un hombre que despertaba miedo y odio en millones de hombres: ése era mi padre…”.

Un retrato real de Stalin

Si está permitido narrar la historia de la Unión Soviética como el drama de la inocencia perdida de la Revolución, la historia de Svetlana Alilúyeva, que terminó sus días en los Estados Unidos después de “desertar” de la Unión Soviética en 1967, puede leerse como el drama de una conciencia que intenta creer en el amor en medio del horror. Esa búsqueda empieza con el suicidio de su madre, Nadezhda Alilúyeva, en 1932, aunque las primeras discusiones con su padre coincidieron con los momentos álgidos del Gran Terror, como se conoció el proceso a través del cual Stalin eliminó a sus adversarios durante los años 30. Tal vez por eso, y a pesar de una rutina rodeada de todas las precauciones y los lujos que la élite comunista podía ofrecer, Svetlana no tardó en descubrir el modo en que su padre valoraba a los hombres: “Estaban los fuertes, que eran necesarios; los iguales, que estorbaban, y los débiles, que no le servían a nadie”.

Como el propio Stalin le explicó a su hijo Vasili después de que los rusos tomaran Berlín, ni siquiera Stalin era Stalin. “Stalin es el poder soviético. Stalin es lo que es en los periódicos y en los retratos, no eres tú, ¡ni siquiera yo!”.

Intentar llegar al Stalin “real”, sin embargo, se convirtió en una trampa emocional capaz de acosar a Svetlana durante toda su vida. En especial porque, como el propio Stalin le explicó a su hijo Vasili poco después de que los rusos tomaran Berlín, ni siquiera Stalin era Stalin. “Stalin es el poder soviético. Stalin es lo que es en los periódicos y en los retratos, no eres tú, ¡ni siquiera yo!”. Decidido a llevar la existencia de una idea ‒y sin miedo a protegerla con sangre y fuego‒, Stalin se transformó así en el Padre de los Pueblos, es decir, un líder planetario sin interés por las obligaciones pedestres de un padre de familia. Claro que, por otro lado, basta un sobrevuelo por las páginas de La hija de Stalin para entender por qué hasta su más ligera presencia sobre la vida familiar podía desencadenar todo tipo de tragedias. Sin ir más lejos, la anécdota sobre la captura por parte de los nazis de Yákov Dzhugashvili en 1941, el primer hijo de Stalin (con Ekaterina Svanidze, muerta de tifus en 1907), ilustra el tenor de lo que sus otros hijos debieron soportar. Cuando los alemanes le ofrecieron intercambiar a Yákov por el mariscal Friedrich Paulus, Stalin se negó. “Un teniente no vale un mariscal”, es la frase falsa atribuida al hombre cuyo hijo pasó por tres campos de concentración hasta que se hizo matar por un guardia en Sachsenhausen.

El suegro de acero

Un detalle menos conocido es que, además de haberse negado a recuperar a Yákov, Stalin mantuvo a la esposa de su hijo mayor presa dos años bajo la ley que declaraba a los oficiales rusos capturados “traidores malintencionados cuyas familias serían detenidas”. Si el Kremlin pudo haberse permitido algún gesto más humanitario con la esposa de Yákov, es una inquietud que los historiadores resuelven señalando el antisemitismo de Stalin, uno de los pocos rasgos íntimos que nunca dudó en compartir en familia. De hecho, después de oponerse sin éxito al casamiento de Yákov con una judía en 1938 (Yulia Meltzer), también se opuso sin éxito al casamiento de Svetlana con un judío en 1943 (Grigori Morózov). Convencido de que “los sionistas se lo habían echado encima”, Stalin nunca quiso conocer al primer marido de su hija ni permitió las celebraciones nupciales. En 1945, sin embargo, Svetlana bautizó a su primer hijo Iósif, igual que el omnipotente abuelo, aunque la novedad tampoco logró conmoverlo. Como de costumbre, a pesar de las apariencias Svetlana parecía dispuesta a disculpar a Stalin al ritmo de los grandes acontecimientos mundiales: “Mi padre se percató de mi presencia en su dacha en Kuntsevo, claro, pero mis noticias no importaban mucho en ese contexto y volví a casa”, cuenta sobre el día en que los estadounidenses bombardearon Hiroshima.

“Mi padre se percató de mi presencia en su dacha en Kuntsevo, claro, pero mis noticias no importaban mucho en ese contexto y volví a casa”, cuenta sobre el día en que los estadounidenses bombardearon Hiroshima.

Tal vez el vínculo más genuino entre Stalin y Svetlana siempre se dio a través de una fría red de espías de la NKVD ‒la agencia precursora de la KGB‒ antes que por las conversaciones entre padre e hija. Pero, al tanto de cada uno de sus pasos, resulta difícil creer que esa “preocupación de Estado”, como la catalogaba Stalin, no incluyera alguna dosis de amor paterno (en versión estalinista, al menos). Los amantes, por ejemplo, siempre fueron una excusa instantánea para los celos. Cuando a los 17 años “la princesa del Kremlin” se enamoró del corresponsal de guerra Alexéi Kápler ‒también judío‒, Stalin apareció sin aviso en la habitación de Svetlana para reclamarle todas las cartas “de su escritor”, al que acusaba de ser un “espía británico” en camino a la cárcel en Siberia. De nada sirvió que ella gritara que lo amaba mientras entregaba cartas, fotografías y libretas. Stalin le dio una bofetada y le dijo a una de las niñeras: “Estamos en una guerra así y ella está ocupada cogiendo todo el tiempo”. Svetlana volvería a ver a Kápler después de la muerte de su padre, en 1953.

Vivir y morir en los Estados Unidos

La vida sin Stalin aceleró la velocidad de la conciencia. Mientras los nuevos líderes comunistas develaban los crímenes estalinistas y Svetlana descubría las peripecias a las que había sido sometido su propio árbol genealógico, la tentación de abandonar Rusia crecía. Finalmente, en 1967 se presentó en la Embajada de los Estados Unidos en la India para pedir asilo político. Sería el comienzo de una nueva existencia marcada por acusaciones permanentes de traición y por resonantes denuncias contra los métodos de su padre. Con el cuarto y último de sus matrimonios, Svetlana llegaría incluso a cambiar su nombre por “Lana Peters”, aunque la vida en el corazón del capitalismo tampoco resultó perfecta. Después de unos años en Inglaterra y de un breve regreso a Rusia ‒“vine para reunirme con mis hijos”‒, la hija de Stalin terminó sus días en un geriátrico de Wisconsin, en los Estados Unidos. En los últimos años intentó escribir una serie de cartas en las que “rabiaba contra los abogados, los banqueros, los diplomáticos y los periodistas que la habían estafado y calumniado”. La furia desmedida y casi impresionante de Svetlana, escribe Rosemary Sullivan, hacía que muchos compararan su furia con la de Stalin/////PACO