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¿Infantilización perpetua del carácter? ¿Confusiones superficiales entre “deseo” y “amor”? ¿Sumisión familiar y culpa? ¿Aburrimiento crónico? ¿Castración? Ese es el universo masculino de Lucas Pereyra, el protagonista de La uruguaya, de Pedro Mairal. Pero, ¿bastó eso para convertirla en una de “las novelas de 2016”? En términos de representatividad política, el chiste podría ser este: Lucas Pereyra, un escritor de clase media-alta casado con una mujer que lo mantiene y lo engaña con otra mujer, siente su orgullo cívico repentinamente herido por “los controles de cambio” ‒reubiquémonos en el único lenguaje sensible macrista: estamos hablando de padecimientos como “la época del dólar blue, el dólar soja, el dólar turista, el dólar ladrillo, el dólar oficial y el dólar futuro”‒ y entonces viaja a Montevideo para evadir “las decisiones del Estado” y cobrar 15 mil dólares de derechos de autor.
Antes de volver a Buenos Aires, sin embargo, lo asaltan y pierde todo. Aún así, unos meses después, y aunque su mujer ya no se ocupa de mantenerlo, su economía está resuelta gracias a un trabajo político en una radio (no sabemos cuál, pero cualquier radio pública cercana al Pro cumpliría el perfil adecuado). Como sea, lo que de inmediato sale a la luz es la reinauguración literaria de una sensibilidad neoliberal para la cual no está esclarecido todavía hasta dónde subordinar la política a la moral (y hacer del arte de lo posible un arte de lo deseable) puede derivar en un tránsito de lo peor a lo peor. En este sentido, La uruguaya puede leerse no solo como un talentoso compendio inaugural de “literatura macrista”, sino como un recorrido hacia ese oscuro valle de indeterminación masculina que antes se llamaba “la mediana edad” y ahora se percibe como “la post-adolescencia”. Cómodo en su propia red conyugal de ocio improductivo ‒que deriva, también, de un padre que lo mantuvo durante toda su existencia previa‒, Lucas Pereyra llega a sentirse, incluso, “buscando locaciones para una película que nunca iba a filmar”.
Pero la novela no enmascara su drama adánico alrededor de un padre castrador o un fugaz noviazgo sino alrededor de un divorcio inminente. Y es entonces cuando el tedio marital, es decir, el descubrimiento de que “reducir la vida sexual a dos polvos por mes” puede provocar ciertas frustraciones, se convierte en el punto de partida para el drama frívolo de una vida hundida en la fantasía de una infancia eterna ‒y en su contracara inevitable: una adultez inaccesible‒ en la que, como hijo, el protagonista queda sometido eternamente a la culpa ante el padre ‒“¿y yo cuánto plata le habré costado?”‒ mientras que, como padre, se somete eternamente a la culpa ante todo lo demás (“a veces pienso que no tendría que haber tenido un hijo a esta edad”).
En el medio, como “intelectual latinoamericano, levemente polémico” (aunque jamás sabremos por qué), Lucas Pereyra se enamora por mail de una uruguaya de veintiocho años que había conocido un tiempo antes en Valizas, durante un evento literario festivo y grotesco como todos los eventos literarios. Y como en Valizas el idilio había quedado sellado ‒“qué mujer más hermosa, qué demonio de fuego me brotó de adentro y se me trepó al instante en el árbol de la sangre”‒, la visita financiera a Montevideo se convierte en la excusa higiénica urgente para concretar. ¿Pero concretar qué? Que el protagonista de La uruguaya no logre penetrar nunca a la mujer a la que corteja, visita, besa y manosea en Montevideo, y que esa mujer ‒embarazada de un uruguayo‒ le robe, además, los dólares que había ido a evadir, explica, en parte, no sólo su anticipatoria transfiguración política en tiempos de cambio, sino también la notable predilección femenina por La uruguaya. Al fin y al cabo, eclipsado por el sentido de responsabilidad adulta de un padre que lo crio entre countries y mucamas, mantenido por una esposa que lo engaña con una mujer ‒“no sé si soy lesbiana, me gusta ella, me dijiste”‒ y sometido por un bebé que lo enfrenta a la irremediable certeza de ser un inepto ‒“me pega en las bolas desde ángulos imposibles”‒, no es ninguna sorpresa que la masculinidad de Lucas Pereyra sirva para poco y nada. ¿Y qué mujer no se sentiría poderosa al lado de un hombre como ese?
Si a esto se le añade el lamento de que “juntar palabras en una hoja no me había dado mucha plata” ‒como si para eso no estuvieran ya papá o su esposa‒ y la ilusión pueril de que Montevideo ‒“una Buenos Aires sin efectos colaterales”, como la define Marcos Zurita en su lectura‒ es un territorio prístino, “sin corrupción ni peronismo”, tampoco sorprende que, en un instante de trágica autoconsciencia, Lucas Pereyra le aclare a su no-amante uruguaya que “no quiere ser su amigo gay”; en tal caso, ubicar el robo en las coordenadas obvias de un pago en cash por la culpa ante una infidelidad sería incorrecto, sobre todo, porque la infidelidad no ocurre. Pero mucho más significativo, en cambio, es que disminuido, cuerneado, castrado y, al final, pasivamente al tanto de que “Uruguay te coge de parado”, lo que regresa a Buenos Aires es un hombre de 45 años tan dependiente y autocompasivo como al principio, si bien cargado (aunque esto tome mayor nitidez en retrospectiva) con uno de los más elocuentes presagios alguna vez escritos desde su propio núcleo sensible de lo que sería el gobierno fallido y grotesco de Mauricio Macri, por entonces apenas en marcha. En este otro sentido, La uruguaya funciona como una más entre muchas de esas Bildungsroman contemporáneas en las que la lección es que no hay lección, la comodidad fija el rumbo vital más cómodo y la queja se apoya en cursilerías al estilo de “ojalá la muerte sea saberlo todo”.
Respecto al sexo, resta una aclaración importante que, en cierto modo, vuelve a subrayar con precisión el equívoco general que el sustrato ideológico-narcisista de La uruguaya supo preanunciar para la vergonzosa política neoliberal en tanto primer gran objeto literario macrista. Al final de la novela, para reafirmar su masculinidad, Lucas Pereyra se jacta de lo mucho que le gusta a una señora cinco años mayor que él, “con hijos grandes que ya no viven con ella”, que “se la coja de parados”. “Tiene cinco años más que yo. Cincuenta. Una auténtica milf”, escribe Mairal. Bueno, eso ni siquiera es una milf. En el mejor caso, es una gilf, una “grandmother i’d like to fuck”////PACO
*El autor dictará en agosto un curso de Cómo escribir crítica de libros en el marco de la Escuela de Escritura Paco.
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