En el verano, ese período que se supone dilecto para la lectura, en el que generalmente me toca preparar los textos que editamos para la feria del libro, un amigo me habló de lo mucho que le había gustado Una muchacha muy bella de Julián López (Eterna Cadencia, 2013). Entonces, como para salirme de mi trabajo, le pedí que me lo prestara. Leí el libro porque me gustó lo que mi amigo decía de él: que estaba bien escrito, que la prosa era refinada, elaborada, que el autor había armado un universo. Entonces, quise que el libro también me gustara.Quise sentirme parte de esa sensación colectiva del gusto (“libro del año”, se dice por ahí, “primera novela sin vicios”, etc.), quise que lo que me gusta de la escritura se verificara. Pero también quería expandir lo que me interesa explorar en mi propia escritura, hallarlo en un libro que tuviera difusión (tanto de tirada como de lectores) en vez de encontrarlo en libros de amigos con ediciones de 200 ejemplares que solo leemos, precisamente, los amigos. Es decir, lo que me resultaba atractivo era que a quien se lo había pedido prestado ponderaba la escritura y no el tema del libro. Entre tanta literatura testimonial (lo chabón como poética, la villa como poética) o geográfica (el conurbano, el interior), me parecía llamativo una literatura que se consagrara (y que fuera consagrada por) lo literario antes que por el tema. Me equivoqué, como la paloma: todas mis suposiciones previas se fueron al tacho. La novela me pareció aburrida, dura en tanto acartonada, inelástica, simplona, prefabricada.

De todos modos, la opinión de mi amigo me resultaba valorable. Le dije lo que pensaba de la novela, pero no me sentí satisfecho, como si todavía le debiera una explicación. Para todo esto, ya estábamos en la feria del libro, por lo que le mandé un mail con los siguientes argumentos

1. Modales

Lo primero que puedo decir de la novela, lo primero que me vino a la mente cuando buscaba explicaciones a mi ristra de adjetivos fue la modalización. La muchacha es muy bella. Hay una elección muy clara de cuantificar el adjetivo, de intensificarlo. He ahí la modalización: aparece una forma de intensificar que tiende a crear una escala de valores. La muchacha es muy bella: un condicionamiento a la lectura, un convite a cierta exageración. Lo otro que está hinchado (o henchido) son los diminutivos. Abundan, molestan, son el habla de una abuela frente al primer nieto. Ahora, la escala de valores construye ese mundo de suspiros frente a ese niño que, lo sabemos por la contratapa, va a perder a la muchacha tan bella. Esto es curioso en dos planos: por un lado, porque la novela se burla de Elvira, de su plumetí y de sus suspiros cliché, pero los usa (los suspiros y los clichés) en el nivel del texto. En un segundo lugar, porque la novela (precisamente cuando se burla de Elvira, porque lo hace) se muestra como desligada, como un cierto desapego, el suficiente para no dejar de ser conmovedora, pero sin caer en lo que suponemos cursi. Una forma de conmover que se burla de lo conmovedor con un efecto de distancia, del mismo modo que podemos ver a Tinelli en Duro de domar: sin perder nuestra idiosincrasia intelectual. Aunque seguimos viendo a Tinelli, claro. En este punto, la novela busca el golpe bajo de lo conmovedor (“Mami, ¿Santi es pobre? ¿Los obreros son pobres?”, cito de memoria) con una actitud cool. Algo así como coolmovedor. Para esto hace falta esa prosa que suena elaborada (porque no es necesariamente sujeto-verbo-objeto-circunstanciales y de oraciones cortas: porque las modalizaciones exigen una prosa de la insistencia; sin embargo, por momentos, se nota demasiado que no se trata de un estilo, sino de, otra vez, un modo o algo tan efímero como una moda).

Por otra parte, toda esta modalización y sus diminutivos se fundan en el texto en la idea de verosimilitud de que el que narra es un niño. Pero enseguida nos damos cuenta de que no es verdad: frases como “mamarse bien mamado” (o similar, cito de memoria, después dehaber devuelto el libro prestado) se salen del registro de la niñez. “¿Quién escribe, entonces, la primera parte del libro, desde dónde? No es un chico, tampoco un adulto. Pareciera ser alguien que ha crecido en un mundo que no lo ha hecho”, dice Luis Sagasti en la presentación que hay en el blog de la editorial que publica la novela. Esta generosidad interpretativa no parece fundada en el texto, sino más bien en lo que el texto elude contar. Esa es la trampa narrativa, el artificio, el truco obvio de un mago de cumpleaños barrial.

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2. Mago

Por un lado, la magia vana de la que hablaba antes. Por el otro, la pérdida. Retomo: resulta obvio aclarar que el artificio me interesa, que sé que es lo que hace al texto. Lo que sucede acá es que hay un artificio que se quiere mostrar sin fisuras. Por eso se puede leer lo que dice Sagasti, esa continuidad a ultranza que propone. Sin esa consecución de un mundo que crece por fuera de alguien que no lo hace, todos los diminutivos, toda la cuantificación del adjetivo, se vuelven absurdas, innecesarias, ridículas como un adulto que pretende impostar el habla de un niño (en especial, porque los niños no saben que no reproducen con los mismos modos el habla de los adultos). Ahora, lo que el texto evita contar tiene que ver con la elipsis. (Cómo contar la elipsis, cómo contar la pérdida del lenguaje es una de mis obsesiones: tal vez, por eso, escribo listas, incluso de iniciales.) Desde ya, parece paradojal evitar contar la elipsis. Pero es una novela cuya escena central quiere ser la de la desaparición de la madre, una novela tan abocadaal lirismo y no sabemos qué le pasa a ese niño en ese momento. El lirismo de la novela se desvanece, la interioridad poética del texto con sus diminutivos y sus modestas exageraciones da lugar a un paso de revista de las cosas que suceden por afuera del personaje. Y no hay más: se traslada al presente con un narrador adulto. De ese momento no nos queda nada más que la remanida idea de que sugerir es mejor que contar, de que hay que evitar grandes momentos dramáticos para no ser cursis: ahora, después de decir que la muchacha es muy bella, el texto se vuelve ascético, cambia de tono, de encuadre, no es capaz de sostener aquello a lo que había apostado: un mago que no encuentra la paloma en la galera.

3. Memorabilia

La otra forma de llenar la elipsis, la desaparición, es con la memorabilia. Por momentos, la novela parece ser para los tipos de cincuenta lo que Graduados fue a los de cuarenta: los chocolates Jack, los Titanes en el ring, Steinhauser, etc. Ahora, lo que se hace es suplantar con cosas (¿debería decir fetiches?) cierto principio de ausencia. Llenarlo con objetos. Con objetos que no son importantes, salvo en la evocación: “¿Te acordás de los Jack?”, etc. Como si la infancia fuera solo el recuerdo de las cosas que pueblan la infancia, como si aferrarse a esas cosas fuera recuperar lo perdido. Una vez más, en vez de vérselas con la elipsis, el texto tapa el agujero con un guiño generacional. Antes hablaba de mi gusto por las enumeraciones, lo que podría llevar a pensar que hay una similitud en el efecto llenado: la lista cubre aquello que no se puede contar. Sin embargo, desde mi punto de vista, los inventarios que me gustan (y que construyo) parten de la consciencia de que se está intentando recuperar algo de la elipsis. No apelan a una consciencia colectiva para llenar el hueco, sino que lo ponen en evidencia. Por otro lado, en las listas hay un intento de veracidad (textual), en esta memorabilia solo hay la búsqueda de un efecto (la novela toda es la búsqueda de un patetismo) y es falsa: el Topolino que dice comprar en el kiosco no existe. El chupetín se llama Topolín, lo otro es un auto.

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4. Salvada/salvaje

¿A quién se dirige esta novela? ¿A qué público? Si la abstraemos, la pregunta es imposible: ¿a qué público se dirige una novela? Tal vez, si hablamos de literatura, la pregunta sea improcedente. Ahora, hablamos simplemente de una muchacha muy bella. No me creo capacitado para responder en forma cabal esa pregunta (es decir, definitiva). Pero supongo que algún recorte previo de público ha habido. Por un lado, porque la madre queda salvada de ser uno de los demonios de la teoría. Dice que no puede hacerlo, casi entre llantos, ante Elvira, burlada, pero que todo lo comprende. Dice que no puede hacerlo. No se explicita qué. Pero suponemos que alguna acción de esas que la llevan a Cecilia Pando a decir que “hubo muertos de los dos lados”. ¿Por qué no lo hace? ¿Por qué esa idealización suprema: la madre tiene, precisamente, ideales que no puede manchar con la acción? Porque no va y ya. Tal vez en el recorte de público esté la respuesta.

La otra cara de la moneda es la salvaje. La hermana de la ya degradada Elvira (ni siquiera al final, cuando la rescata, cuando se transforma en un sustituto, deja de ser un objeto de cierto desdén) que viene de Corrientes (pegadito a la Argentina profunda de Selva Almada), que le corta las alas a los ¿pavos?, ¿gansos?, ¿pollos? (cito de memoria, el libro ya lo devolví) de una manera exótica. Y toda ella es exótica. Y, por supuesto, hay que cogérsela. (Además de cierta traslación edípica: Elvira ocupa el lugar de mamá, entonces acostarse con la hermana de Elvira es como hacerlo con una tía; de todos modos, lo edípico atraviesa la novela intensificado por la idealización del que no está.) Parece que cogérsela es abordarla, tomar algo de ese salvaje con el que hay que vincularse un poco, no del todo. Del mismo modo que en El viento que arrasa, para defender aquella profundidad de la Argentina, se usa una visión etnográfica, etnocentrista, displicente. El salvaje es voluptuoso, es carnal, pero no hay forma de vincularse más allá que a través de esa voluptuosidad que los trasciende. Solo están para eso. Es tan obvia la función de deseo que tiene la hermana de Elvira en la novela que su nombre es Desiré.

5. Yuyo

La novela fue rápidamente traducida. Al holandés, al francés. Mercados europeos. En ese punto, hay un nexo con cierta tradición argentina: la tierra produce, hay quien usufructúa ese producto, en lo posible se exporta a Europa. (Brasil no es un mercado anhelado por los escritores argentinos.) La profundidad telúrica produce a las Desirés (o a los mecánicos chaqueños de Almada), un texto los interpreta, los cuenta y afuera compran ese exotismo de lo que produce la Argentina (esta es tal vez una teoría de por qué Brasil no es un mercado anhelado: no les podemos vender telurismo). El otro gran yuyo, la otra soja de la literatura argentina es la dictadura. En Frankfurt, en el 2010, solo se entendía a la producción literaria del país como historias sobre el tango y sobre el proceso. Este año, en el Salón del Libro de París, había mesas redondas acerca de cómo narrar la dictadura.

En Balance(o) de la bossa nova y otras bossas, libro que publicamos en nuestros comienzos en editorial Vestales, hay una entrevista a Caetano Veloso en la que dice algo así: “Me niego a folclorizar mi subdesarrollo”. La discusión del Tropicalismo era esa: exportar productos elaborados, que dialogaran con otras tradiciones, en vez de exportar salvajes que es como los otros quieren vernos. (Hay en el Tropicalismo una apropiación de Carmen Miranda que es una forma de adueñarse de esa visión ridícula que los yanquis se permitían tener de Brasil; no a Carmen Miranda como representante del exotismo, sino como estandarte de la mirada errada del exotismo que le atribuían.) Después, está el episodio de Prohibido prohibir. Es más o menos así:

Caetano hace esa canción con un slogan del Mayo Francés a pedido del manager. La toca distorsionada en un concurso en el que descalifican a Gilberto Gil y en la que el público joven, de izquierda, prefiere a un cantante del país, folclórico. Caetano, que había ido para perder, llega a la final y evidencia, sacado, lo que considera una injusticia. Le dice, entre otras cosas, al público: “Ustedes van siempre, siempre, a matar mañana al viejo enemigo que murió ayer”. De esa forma de asesinato, creo, también se trata Una muchacha muy bella.///PACO