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La posición neoconservadora de Don DeLillo

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Que un escritor se convierta en un “escritor de escritores” puede interpretarse como un premio, ¿pero no podría decirse también que se trata de un castigo? La extraña ecuación del elogio no solo amenaza con fetichizar la creatividad, convirtiéndola en un síntoma visible apenas para una élite determinada, sino que impone un estricto límite a su circulación (y algo peor: un límite para su disfrute). Un “escritor de escritores”, por lo tanto, no siempre sería un “escritor de lectores”. Y si un escritor no escribe para los lectores, ¿es realmente un escritor? ¿Quién quiere ser un pintor de pintores, un músico de músicos o un actor de actores? Esta es la mayor paradoja literaria que, a los 83 años, arrastra Don DeLillo: el peso (ligeramente terrible) de una corona reconocida con más entusiasmo por sus adversarios que por sus aliados. Sin ir más lejos, Cero K no admite desde la tapa un solo comentario que no sea elogioso hasta la asfixia. Paul Auster, Thomas Pynchon, David Foster Wallace, Salman Rushdie, John Updike y Martin Amis: ninguno, ni vivo ni muerto, ahorra adjetivos como “maestro”, “único”, “mejor”, “extraordinario” (y entre esos nombres, si uno incluyera a Philip Roth, Cormac McCarthy y Stephen King, hay poco menos que lo mejor de la prosa en inglés del siglo XX).

La respuesta de DeLillo se conforma con la sobriedad y la conciencia, es decir, con la sobriedad del silencio (que apenas interrumpe con la aparición de un nuevo libro) y con la conciencia del poder de su escritura, una herramienta que con una inteligencia radiactiva disecciona de manera relativamente invicta las voces conscientes y los alaridos subconscientes de una sociedad a la que empezó a analizar hace casi 50 años con su primera novela, Americana, y que tras el asesinato de JFK y el consecuente “shock”, hizo que DeLillo aceptara que su carrera como publicista había terminado. En tal caso, si las novelas de DeLillo ‒apenas interrumpidas en 2011 por los cuentos de El ángel Esmeralda‒ tuvieran que acotarse a un único asunto, ese asunto sería lo que, refiriéndose a Martin Heidegger ‒y a su cercanía con el nazismo, objeto recurrente en Fascinación (1978) y Ruido de fondo (1985)‒, Luc Ferry y Alain Renault llamaron “la posición neoconservadora”. Una mezcla de conservadurismo y revolución, de tradición y de novedad, de antimodernismo y posmodernismo, que “se funda en una ambigüedad y hasta en una contradicción que subyace en lo más profundo de su filosofía y muy particularmente en su interpretación tecnológica de la modernidad”.

Reemplazando “su filosofía” por “su obra”, la “posición neoconservadora” de DeLillo no solo marca en el cruce con la filosofía una opción válida para una extensa genealogía, sino que define lo que otro tipo de crítica clásica llamaría “contradicciones ideológicas”, y que se verifica a lo largo del siglo XX de los Estados Unidos, el epicentro de un modo de experimentar la modernidad que fue expandiéndose en Occidente hasta volverse el único imaginable. Los libros más poderosos de DeLillo, por lo tanto, no narran otra cosa que las crisis profundas de distintas vidas sociales y familiares (Submundo, 1997), vidas económicas (Cosmópolis, 2003), vidas políticas (Libra, 1988) y vidas culturales (Mao II, 1991) que se desarraigan de su propia historia al mismo tiempo que se entregan a la deriva de una tecnología que promete llevarlas a su máximo potencial (Ruido de fondo, 1985). Es desde ese enclave “neoconservador” que lo que en la prosa material carga con el peso de la genialidad ‒y Cero K empieza apenas con esta oración: “Todo el mundo quiere apropiarse del fin del mundo”‒ también queda sometido a otra paradoja literaria alrededor de Don DeLillo: la idea de que se trata de un autor que anticipa el futuro.

Terrorismo internacional, fanatismo religioso, la caída de las Torres Gemelas, crisis financieras nacidas del capitalismo especulativo, el retorno pop de Adolf Hitler, esa renovada modalidad de la afasia llamada “tecnofobia” (Punto Omega, 2010) y la degradación del arte expresivo en una forma de autogestionada de la demencia histérica (Body Art, 2001), son fenómenos sin duda cumplidos, y todos han sido anticipados, incluso por décadas, en las novelas de DeLillo (como promete serlo, también, el encierro profundizado por la pandemia de Covid-19 en Silencio). Pero, ¿dónde está la trampa? Precisamente en que la literatura no es una tarea de genios y adivinos sino una tarea solidaria con el trabajo y la astucia. Por eso es menos torpe (y más espectacular) decir que Don DeLillo es un escritor que simplemente pule sus frases mejor que otros ‒basta googlear la famosa prueba de página de Libra corregida a mano‒ antes que un oráculo. En realidad, DeLillo solo escucha con atención los gritos subconscientes del presente.

Cero K, por ejemplo, trabaja como marco para su historia la posibilidad ‒y DeLillo dijo que apenas se limitó a documentarse sobre proyectos en curso‒ de la prolongación de la vida a través de un estado de suspensión que conceda el tiempo necesario para descubrir curas que todavía no existen (una fantasía recurrente que ratifican tanto el “cadáver congelado” de Walt Disney como el “cadáver embalsamado” de Vladimir Lenin). Pero Cero K también habla un idioma distinto, romántico antes que científico ‒para volver a “la posición neoconservadora”‒ y más cercano a las derivas metafísicas alrededor de la idea de que “listo para morir no quiere decir dispuesto a desaparecer”. En ese punto, DeLillo no solo se emparenta imaginariamente con buena parte de las indagaciones sobre la técnica de Michel Houellebecq (una especie de espejo europeo hipertrofiado de su literatura) sino que lo supera al introducir una dimensión de lo que, en sus propias novelas, Houellebecq apenas destrata o satiriza: la transmisión generacional de la identidad y la cultura, del nombre y del saber. En una sola palabra, el patriarcado.

Entre Ross Lockhart, “un hombre en el centro magnético del dinero”, y Jeffrey Lockhart, el hijo al que abandonó en la infancia, su “anticristo personal”, el conflicto no se reduce a la consternación del joven progresista ante el viejo conservador al que encuentra (de repente) financiando el proyecto científico y filosófico más ambicioso de la era moderna. De lo que se trata, sugiere Cero K, es de la búsqueda de algún territorio común entre uno y otro. Algo que, más allá de “esa droga títere que es la tecnología personal” y de “los números que son el lenguaje de la ciencia”, e incluso más allá del dinero y las mujeres, restablezca el diálogo entre esas cosas olvidadas que “nos dicen quiénes somos”. En ese esquema, si Sumisión es una novela acerca de cómo la fe católica exige un grado mínimo de entrega y sacrificio que ningún occidental sigue dispuesto a cumplir ‒y por eso la conversión de François fracasa y se entrega a un islam cuyo principal atractivo es reactivar la circulación sexual de las mujeres jóvenes entre los hombres viejos‒, Cero K es una novela acerca de cómo un hijo adulto construye, a partir de los pecados y las culpas de un padre omnipotente, una alianza que no solo renueva el vínculo espiritual de los hombres con la carga decadente de sus cuerpos sino que les permite a ambos recuperar el nombre a través del cual ese lazo pueda perpetuarse más allá de la muerte (el parecido con “la más grande historia jamás contada”, como llaman a la Biblia en Hollywood, tal vez no sea casualidad).

Por otro lado, lo que Cero K cuenta acerca de la sensibilidad técnica en lo que va del siglo XXI, al menos tal como la perciben algunos de los escépticos más inteligentes del siglo XX, no establece mayores contrastes con lo que DeLillo escribió en 2001 en una de sus pocas intervenciones ensayísticas. El texto se llama En las ruinas del futuro y se publicó en Harper´s Bazaar tres meses después de la caída de las Torres Gemelas, un evento que, en el contexto de su literatura, resulta casi un upgrade de lo que significó para su generación el asesinato de JFK: un crudo y desnudo instante de pura verdad (y por eso En las ruinas del futuro es la poética, el manifiesto intelectual, el manual de lectura para entender una larga obra). Por supuesto, eso que DeLillo lee entre las ruinas de las Torres Gemelas ‒“todos estamos respirando el vapor del Bajo Manhattan, donde las huellas de los muertos están por todos lados, en la briza suave del río, en los techos y en las ventanas, en nuestro pelo y en nuestra ropa”‒ iba a transformarse en 2007 en una de las más lúcidas interpretaciones del terror escritas por DeLillo en la novela El hombre del salto. ¿Pero qué es lo que une ese pasado con este presente? Si lo que hay entre un antes y un después siempre es un resto traumático que no logra terminar de organizarse en palabras, es fácil entender por qué, alguna vez, se escribió sobre la literatura de DeLillo que “los grandes escritores nos pueden llevar a cualquier lado, pero la mitad de las veces nos están llevando donde no queremos ir”////PACO

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