Las decisiones que Winston Churchill tomó durante mayo de 1940 y las acciones que esas decisiones desataron en el pueblo inglés movilizaron sentimientos colectivos que aún conmueven en la pantalla, ¿pero cuál es la naturaleza exacta de esas decisiones y a qué clase de liderazgo le dan forma? De hecho, ante la “omnipresencia” de Churchill sobre las alfombras rojas más famosas del espectáculo, tal vez reste una interrogante más apremiante, ¿qué hay en este estadista, fallecido hace más de 50 años, capaz de cautivarnos con tanta eficacia? Esta es una cuestión acerca de la cual el guionista de Las horas más oscuras, Anthony McCarten ‒ganador de un Oscar por La teoría del todo‒, ha insistido en subrayar que se trata, simplemente, del poder de las palabras. Es decir, las palabras que Churchill, como Primer Ministro, seleccionaba y escribía con especial cuidado para, luego, pronunciarlas con gran destreza retórica y “cambiar el mundo”. Y es por ese motivo que la revista Forbes ha señalado también que los discursos en Las horas más oscuras “son una lección magistral de comunicación para cualquier CEO o líder que quiera movilizar a las personas a la acción”. Aún así, ante el avance del Tercer Reich sobre Europa occidental, consumado en mayo de 1940 a través de maniobras que terminaron acorralando a más de 200.000 soldados británicos en Dunkerque, Churchill debió acudir primero a sus talentos como líder político antes que como «gerente» o «comunicador».

Ante el avance del Tercer Reich sobre la ciudad francesa de Dunkerque, Churchill debió acudir primero a sus talentos como líder político antes que como «gerente» o «comunicador».

Tal como muestra Las horas más oscuras, entonces, a los 66 años Churchill es el único dirigente dispuesto a reemplazar a Neville Chamberlain e intentar salvar a Gran Bretaña de la imparable maquinaria de conquista del Führer. Sin embargo, mientras piensa cómo enfrentar a Adolf Hitler, Churchill debe resistir las intrigas dentro de su partido, enfrentar a Lord Halifax ‒convencido de que puede negociar la paz antes que los soldados británicos sean arrasados‒ y maniobrar el escepticismo del rey Jorge VI. Bebedor compulsivo, acostumbrado a trabajar en la cama y tiránico con sus secretarias, la verdadera excentricidad de Churchill no se define ni por sus modales ni por sus cigarros, sino por el modo en que resolverá el dilema que acosa a su Gabinete de Guerra. Y el dilema es delicado. Sin la ayuda de los Estados Unidos y con sus recursos militares debilitados, ¿cuál es la opción más acertada ante la inminente llegada de la Segunda Guerra Mundial al territorio inglés? ¿Negociar la rendición con los nazis o lanzarse a una batalla incierta? La película no duda en mostrar un simultáneo (y fascinante) “doble estándar”. Mientras Churchill intenta de manera pública consensuar las necesidades de la monarquía, del Parlamento y del pueblo ‒al que “escucha” en persona durante un insólito viaje en subterráneo‒, Churchill también ordena de manera secreta la elaboración de la Operación Dínamo, la acción naval que, impulsada por un espectacular ímpetu patriótico, logrará rescatar a más de 300.000 soldados aliados, tal como muestra Dunkerque.

Mientras Churchill intenta consensuar las necesidades de la monarquía, del Parlamento y del pueblo ‒al que “escucha” en persona durante un insólito viaje en subterráneo‒, también ordena de manera secreta la Operación Dínamo.

En este punto, el rigor histórico de Las horas más oscuras es menos trascendente que su pregunta: ¿un verdadero líder político debe seguir lo que la mayoría desea o, en cambio, debe lograr que la mayoría siga lo que desea él? Para explicar la diferencia, Alain Badiou recurre a la figura del Amo. A pesar de los discursos que defienden un criterio individualista en favor de las opiniones y las acciones libres, Badiou considera que siempre necesitamos un Amo ‒es decir, un líder‒ capaz de arrancarnos del barro de nuestra inercia y motivarnos hacia una lucha emancipadora que supere nuestras limitaciones. Entrevistado por Le Nouvel Observateur en 2012, Badiou lo explica de esta manera: “El Amo es el que ayuda al individuo a convertirse en sujeto. Es decir, si uno admite que el sujeto emerge de la tensión entre el individuo y la universalidad, entonces es evidente que el individuo necesita una mediación, y por tanto una autoridad, a fin de avanzar por este camino”. Y entonces añade una pista útil para comprender el revival actual del carisma de Churchill: “La crisis del Amo es una consecuencia lógica de la crisis del sujeto”.

¿Un verdadero líder debe seguir lo que la mayoría desea o, en cambio, debe lograr que la mayoría siga lo que desea él?

Slavoj Žižek, por su lado, señala una posición semejante al apuntar contra los inconvenientes de una “sociedad sin Amo”. Y para eso recurre a Steve Jobs. “Cuando le preguntaron hasta qué punto Apple se informaba de lo que querían los clientes, Jobs contestó: ‘No nos interesa. Saber lo que quieren los clientes no es responsabilidad suya, nosotros estimamos lo que queremos nosotros’”. Para un auténtico líder, entonces, no se trata de averiguar lo que la gente quiere y dárselo, sino de obedecer su propio deseo, tras lo cual la gente decide si le sigue o no. En consecuencia, señala Žižek, la paradoja es que cuanto más vivimos como “individuos libres sin Amo”, menos libres somos, atrapados en un marco limitado de posibilidades. Badiou y Žižek coinciden así en que un auténtico líder ‒un auténtico Amo‒, no es un agente de disciplina y prohibición, ni hace tampoco lo que la gente quiere o planea. Lo que sí hace un auténtico líder es decirle a la gente lo que él quiere, y sólo a través de él la gente comprende lo que desea. ¿Y no es esa la “trampa” que lleva adelante Churchill cuando se aparta de las intrigas palaciegas, las internas parlamentarias y los entusiasmos populares para organizar, a espaldas de todos, la evacuación de Dunkerque? Lo que resta, finalmente, es la diferencia crucial entre Churchill y Hitler (o Stalin): lejos de pensar como un auténtico líder, Hitler (o Stalin) sí pretendían saber lo que la gente quería, y lo imponían sin miramientos.

La diferencia crucial entre Churchill y Hitler (o Stalin): lejos de pensar como un auténtico líder, Hitler (o Stalin) sí pretendían saber lo que la gente quería, y lo imponían sin miramientos.

A la distancia, ese Primer Ministro dispuesto a ejecutar sus planes más allá del coro de opiniones que lo condicionaban ante el Tercer Reich parece improbable en la época actual, en la que cualquier encuesta de opinión, focus group y referéndum puede diseñar y dirigir las prioridades (y los discursos) de casi cualquier lánguido hombre de Estado. Los nuestros, como dice Byung-Chul Han, son tiempos de “psicopolítica”. Esto es, tiempos en los que los gobiernos constatan a través del Big Data lo que los ciudadanos quieren y piensan ‒tal como exhiben las redes sociales‒, y recién después actúan sin margen para las sorpresas. Sin embargo, la apuesta que Winston Churchill llevó adelante hace 78 años todavía le otorga beneficios que cualquier cauteloso político codiciaría. Detallados por Christopher Hitchens en 2002, pocos saben (o están dispuestos a señalar) hechos hoy poco refutados como que, durante la Segunda Guerra, Churchill utilizaba la máquina Enigma para publicitar su coraje bajo los bombardeos sobre Londres ‒cuando sabía que las bombas caerían en otra ciudad‒, o que al menos tres de sus épicas emisiones radiales, en las que pronunció frases famosas como “lucharemos en las playas”, fueron recitadas por Norman Shelley, un actor que simulaba su voz. Ese Primer Ministro, ya sabio pero pragmático, es el mismo político profesional que le ofrece sus primeros consejos sobre el arte de gobernar a la Reina Isabel II en la serie The Crown. Virtuoso y oportunista, valeroso y calculador, conocedor de la parte visible pero también de la parte oculta del liderazgo democrático, la lección más fascinante de Churchill tal vez sea que basta un golpe de verdadera astucia para transformar una derrota militar como Dunkerque en una victoria política/////PACO