Conocí a Florencia Angilletta a través de una intensa discordia sobre el contenido de un corpus bibliográfico para una breve historia de la literatura argentina en la que trabajé el año pasado. Con mucha elegancia, escribió para realizar una observación precisa: casi no había mujeres. Eso, por supuesto, era cierto. Y eso, por supuesto, no fue razón suficiente para evitar una discordia con la lengua, como la define Angilletta, del género femenino. Los detalles del intercambio son evitables. Solo voy a mencionar que tropecé con todas las trampas y que eran buenas trampas, y que en muchos casos me fue imposible salir de esas trampas con dignidad. Acostumbrado a la praxis de la voluntad, mi propuesta fue que construyera su propio corpus bibliográfico y elaborara y ordenara su propio discurso sobre el género. Si había algo que decir, quedaba invitada a hacerlo. Aunque una educación jesuita y ciertos paseos interesados por la literatura inglesa dan a entender que a la hora de tratar con cuestiones serias no puede esperarse demasiado del gentle sex, Angilletta volvió a superarme. Desde entonces mantenemos un diálogo cordial, en el que ella disimula su pudor al ser testigo de mis torpezas y yo me esfuerzo con resignación en esconder mis torpezas.

En el seminario Feminismos y Postfeminismos hay un excelente estado de situación del debate feminista actual. Y la palabra clave es actual. Angilletta trabaja estos asuntos desde una historia muy precisa, documentada y pedagógica del feminismo. Pero a la hora de trasladar el debate hacia una práctica discursiva concreta alrededor de asuntos actuales o coyunturales, no se consuela con la prédica del lamento ni se ahoga en la política confusa de la igualdad. Angilletta no hace stand up: sí produce ideas críticas a través del conocimiento. Primero lo padecí y ahora lo celebro. No hay ninguna intervención sobre ningún tema ligado al género sobre el que no me gustaría escuchar, antes que cualquier otra, su opinión.

¿Bajo qué tres ideas sintetizarías el estado del debate de los feminismos en Buenos Aires hoy? ¿Qué corrientes de pensamiento imperan y cómo se han vuelto permeables o no en el discurso de la esfera pública general?

Creo que es fundamental para abrir la discusión decir que el feminismo no existe. “El feminismo”, ése que se ha vuelto permeable en el discurso bien generalista de la esfera pública, es una construcción, y como tal, bastante pedorra. Lo que sí circulan, aman, conviven, odian y discuten son distintos feminismos. Toda cartografía siempre implica una simplificación pero, a modo de mapeo, pueden distinguirse tres líneas, también con diferencias internas y con interconexiones. Primero, lo que se conoce como el Feminismo de la Igualdad, asociado al imaginario de la “primera ola” feminista y con una clara inflexión legalista y pro-derechos. Segundo, la articulación del feminismo con el pensamiento de la disidencia sexual; no todo, pero mucho articulado bajo la, for export, “Teoría queer”. Por último, ese bello nido de gatos que es el posfeminismo. Las tensiones que atraviesan los feminismos no suelen visibilizarse en el discurso de la esfera pública, donde impera algo que me gusta llamar el “Feminismo ONU” –por su pretensión universal y omniexplicativa–. Es decir, una versión lavada y poco problematizada, en la que todo se asimila a la triste figura de la víctima.

¿Qué elementos discursivos típicos del «debate de género» ves que se desatan en situaciones como la polémica por la prohibición del programa de Francella y Julieta Prandi o los videos sexuales de actrices que se filtran al público? ¿Cómo lo hacen?

Algunas de las lecturas sobre este tipo de situaciones desatan un feminómetro, un termómetro feminista que, rápidamente, adquiere una postura normativista que vuelve a meter por la ventana los estereotipos que había echado por la puerta. Así, por un lado, instala un “deber ser” tanto de las mujeres, como de los varones, sus prácticas, sus representaciones. Por otro, funciona como una caza de brujas, que no dialoga con las respuestas epocales. Es una lástima que se conozca más al feminismo como género discursivo denuncialista que por la potencia de sus intervenciones en una discusión más amplia sobre la sexualidad. Finalmente, creo que siempre es más estratégico leer a la misoginia como una reacción contra el machismo. Una reacción amorosa.

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¿Cómo tipificarías el «feminismo silvestre» que brota en distintos espacios de gestión pública u opinión ciudadana? ¿Qué méritos y qué fallas tiene? ¿Cuál es su lógica?

No creo que haya tal cosa como un “feminismo silvestre”, más bien encuentro un abordaje silvestre de algunos temas, especialmente cuando se construye una agenda ciudadana recortando y descontextualizando parciales reivindicaciones feministas, sin comunicar cómo, por qué y para qué. En el caso argentino, el feminismo más arraigado en estas lógicas se inscribe en el derrotado campo cultural del retorno democrático. Pero, cada vez más, las nuevas generaciones tratan de ser más permeables a otras tácticas. Particularmente, considerar que el feminismo no es un dios omnisciente, y que está bueno ser sensible a la clase, a la geografía, a la cultura –todas esas palabras que los sociólogos dicen que existen–.

¿En qué medida son útiles las intervenciones de organismos estatales en el debate de los géneros? ¿Qué ocurre cuando la corrección política está atravesada por una política estatal? ¿Cuáles son los riesgos de esa clase de acciones?

Toda la historia del debate de los géneros es, también, otra historiografía posible –y por momentos reduccionista– de la Modernidad. Más específicamente, una etnografía sobre la división entre la esfera pública y la esfera privada. Los primeros feminismos, lo que se llama la primera ola, lucha fundamentalmente por la equiparación de derechos de la puerta para afuera (highlights: que las mujeres puedan votar, que cobren igual sueldo). En los años 60´y 70´, los feminismos que se conocen como la segunda ola luchan por los derechos de la puerta para adentro, cuando el amor se mezcla con el poder. Creo que el desafío para nuestra generación es ir más allá de las olas y poder mirar el océano: las implicaciones de una ficción igualitarista en el soez mundo de las sábanas. Más concretamente, intervenir sobre la vida superpuesta: no sólo porque las categorías público/privado han implosionado, sino porque perduran lógicas caballerescas junto a ficciones igualitaristas. En este sentido, la relación con el Estado no difiere mucho de otros dispositivos biopolíticos tan banales como una vacuna: triste pero necesaria. El problema es quedar atrapados sólo en la lógica estatalista, sin considerar las intervenciones estratégicas sobre el mercado de los deseos y el romance.

¿Para qué le sirve a una mujer estar al tanto de lo que se piensa sobre su género?

Creo que no le “sirve” para nada. Más bien le trae muchos problemas, algunas alegrías también. Cosas de las que hacerse cargo, ser más consciente de las elecciones cotidianas. En todo caso lo interesante es que el género no es asimilable a la mujer –ni siquiera al rol femenino o disidente– sino que el género son las relaciones de amor y de poder que se generan entre los sexos. Por eso, creo que está bueno que la feminista sea como un lenguaraz. Es decir: que use la lengua, que haga algo con ella y que, si sirve, sea para mediar, para negociar, para salir más victoriosa ////PACO.