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La conversión según Léon Bloy

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Una tarde lluviosa de 1892, en las afueras de París, Léon Bloy, un crítico literario pobre y marginal, fue a visitar a Émile Zola, uno de los escritores más renombrados de las letras francesas. De una casa a otra había unas tres horas de tren y otra más de caminata. Bloy llegó empapado. Tenía un traje desvaído y parecía un mendigo. En su diario, anotó: «Expedición a lo de Zola. Viaje cruel. Siento arañazos en el corazón. Llego a su casa vilmente lujosa y le doy una carta a su mayordomo para que me reciba». En la carta, Bloy explicaba que el motivo de su visita era pedir ayuda financiera para gestionar el legado del difunto Jules Barbey d’Aurevilly. Cinco minutos más tarde, el mayordomo volvió para decirle que Zola no podía recibirlo. Sumergido en el disgusto, Bloy volvió a su casa, donde encontró a su mujer rezando por el éxito de la embajada. «Se lamentaba por haber rezado en vano por mí. Le expliqué que la oración no es para obtener cosas, sino para consolar a Dios«.

Jules Barbey d’Aurevilly, por su parte, había sido el mentor literario y espiritual de Bloy. Cuando se mudó a París con 18 años, Bloy era ateo, revolucionario y profesaba un odio recalcitrante contra la Iglesia. De hecho, sus primeros artículos fueron anticlericales y socialistas. Pero en 1867, en la Rue Rousselet, donde se había mudado hacía poco, se encontró con Barbey, que era católico, monárquico y crítico de la Ilustración. El cruce operó una metamorfosis ideológica en el joven provinciano. Un año después, Bloy concretó su conversión sacramental en la Iglesia de Santa Genoveva. Como estaba desempleado, empezó a trabajar como secretario de Barbey. Se lanzó a sus años de aprendizaje literario, frecuentó clubes y salones, hizo presencia en los cenáculos donde se construyen las reputaciones y ambicionó un lugar en las letras francesas.

¿De qué manera entendió Bloy su propia conversión? Para empezar, releyó su vida desde el ángulo exclusivo de la fe. Cuando era joven, había escrito un Diario de infancia y una obra de teatro titulada Lucrecia; también había leído a Fenimore Cooper y a Eugenio Sue. Sin embargo, a la luz de su conversión, reorientó los relatos de su propio recorrido con cuidado. Desechó todo lo que no traccionaba su hagiografía personal. Eligió contar la historia de su fe antes que la historia de su interés por la escritura. Le gustaba afirmar, con el orgullo combativo del self made man, que se había enseñado a sí mismo latín para leer una versión que tenía de la Vulgata, la traducción de la Biblia que San Jerónimo concluyó en el siglo IV, que había nacido 48 días antes de la aparición de la Virgen en la Salette, que rezaba todos los días y que asistía al Santo Oficio sin interrupciones.

Bloy no era, sin embargo, de los que integran con facilidad y ligereza el protocolo. Empezó a fastidiarse con la anodina gimnasia literaria de la sociabilidad y se ocupó de otros asuntos. Peleó en la guerra franco-prusiana, donde fue reconocido por su heroísmo. Vivió una aventura mística con Ana María Roulé, una prostituta a la que convenció de dejar su trabajo deshonorable y convertirse a la fe. Se lanzaron a una experiencia extática salpicada de visiones, crisis, profecías y revelaciones. Algunos meses después, Ana María dio los primeros signos de locura. Pasó sus últimos 25 años en estado vegetativo en el psiquiátrico de Santa Ana, el mismo lugar donde Jacques Lacan dio sus famosas lecciones sobre psicoanálisis un siglo más tarde. Bloy realizó algunos trabajos precarios, escribió cuentos bélicos y ensayó una breve semblanza literaria de su mentor. Inquieto con el dogmatismo rabioso de su discípulo, Barbey advirtió: «Es usted demasiado serio, su frase demasiado monótona y el tono de sus artículos es muy parecido al de los mandamientos. En suma, es usted un escritor demasiado eclesiástico«.

A raíz de estas aventuras, la entrada de Bloy en la literatura fue tardía. Su primer libro, El Revelador del Globo, se publicó recién 1884. Bloy tenía demasiados ingredientes en contra como para triunfar en el mundo literario: era un provinciano de Périgueux tratando de ganarse París, tenía poco dinero, llevaba una vida errática y carecía de capital social. En su prefacio a El Revelador del Globo, Barbey pronosticó una «indefinible eclosión literaria». Por el contrario, ese año Bloy perdió su lugar en el periódico Le Figaro y con él su público y su única fuente de ingresos. Con casi cuarenta años, había sido expulsado de la mayoría de las instituciones literarias. Y no se trataba de una eyección como la de Chateaubriand, es decir, un retiro dulce y melancólico a la soledad, ni la de Rimbaud, la eyección del que busca la «verdadera vida» más allá de las cosas ordinarias. La marginalidad de Bloy estaba cargada de rencor y veneno. ¿Qué había hecho para merecer ese ostracismo?

Demasiado religioso para los escritores y demasiado literario para los religiosos, Bloy había destacado por la virulencia de sus ataques y la violencia de sus vituperaciones. Como periodista, había llevado adelante un ataque contra editores de renombre, autores consagrados y críticos influyentes. En suma, un ataque contra los representantes de la literatura. Bajo el prisma de su catolicismo absoluto, su único criterio de lo bello, justo y verdadero, había criticado ferozmente la literatura que no se subordinaba a la Verdad y las producciones del lenguaje que no se supeditaban a la Palabra de Dios. Para Bloy, no existía palabra que valiera si no funcionaba como una refracción del Verbo divino. Su conversión, por lo tanto, resultó funcional a su marginalización: si sus contemporáneos se apartaban de la Verdad, sólo le quedaba la noble e intempestiva tarea de denunciar a los ímprobos de la literatura. Y es que el que no le habla a Dios, le habla al diablo.

Por otro lado, su fe lo llevó a trabajar una paradoja sobre su propia figura como escritor, puesto que se consideraba, antes que cualquier otra cosa, un católico. En una carta a Alcide Guérin, afirma: «Convénzase usted de que eso de ser escritor no es más que un accidente de mi sustancia; yo soy algo más«. Pese a esto, su trabajo como periodista dejó unas 253 críticas en medio siglo de actividad. ¿Puede negar su oficio alguien que mantiene semejante comercio con la escritura? Se trata, desde luego, de una relación paradojal. En nombre de la fidelidad a Dios, tomó distancia de su condición de escritor y se ubicó en la disidencia, es decir, el único lugar desde donde podía entrar a un campo del que había sido excluido. En otras palabras, como no logró asimilar el código institucional se dedicó a denunciar a aquellos que lo habían incorporado perfectamente. Su conversión, una vez más, le dio el pretexto: transformó su incompetencia en un llamado divino por restaurar las letras.

Progresivamente le fueron cerrando las puertas de todos lados. Primero fueron los periódicos católicos: La Croix, Pèlerin. Más tarde, los republicanos. Se peleó con el dueño de L’Univers, perdió su lugar en Le Chat Noir, intentó regresar a la escena literaria a través de Le Figaro, donde llegó a publicar una crítica demoledora. Lo echaron inmediatamente. El editor de L’Événement quiso contratarlo, pero Bloy envió un texto donde vomitaba obscenidades sobre la prensa. Con todo, después de tantos años de críticas furiosas, al rechazar los códigos y los usos de sus colegas para reivindicar sus convicciones religiosas, Bloy obtuvo cierta resonancia y reconocimiento. Se introdujo de manera forzada y por efracción en un medio donde no había logrado triunfar. Al incorporarse desde este lugar angular, como un outsider irreductible, reivindicando su marginalidad respecto de las instituciones culturales, jugó a ejercitar una mirada clarividente y privilegiada.

En 1884, el mismo año en el que Bloy debutó en el mundo literario con El Revelador del Globo, Karl-Joris Huysmans, otro escritor de su generación, publicó A contrapelo. A diferencia del libro de Bloy, que pasó completamente desapercibido, A contrapelo cosechó elogios de Paul Valéry, Guy de Maupassant, Edmound de Goncourt, Paul Verlaine y Stephan Mallarmé, es decir, los escritores franceses más resonantes del último tercio del siglo XIX. Curiosamente, sólo dos críticos escribieron sobre el aspecto espiritual de A contrapelo, que marcaba un quiebre radical con el naturalismo de Émile Zola: Jules Barbey d’Aurevilly y Léon Bloy. 

Bloy escribió una reseña encomiosa, incluso si en su cabeza el encomio no podía darse sin unos cuantos brulotes de por medio. En la reseña, «Las represalias de la Esfinge», Bloy explicaba su interés en A contrapelo: la novela mostraba que, si bien los placeres del hombre son finitos, sus necesidades son infinitas. «No veo una novela que declare con más decisión esta alternativa: o nos atracamos como bestias o contemplamos el rostro de Dios». Bloy dejaba, una vez más, una clave para entender su prejuicio: le interesaba reivindicar A contrapelo porque era una novela católica. Después de leer la reseña, Huysmans le escribió: «Mi querido amigo, le agradezco el agradable consuelo que me ha prodigado su reseña. Permítame que le envíe un cálido apretón de manos a través de esta glacial hoja de papel». Se volvieron tan cercanos que Barbey solía quejarse de que ahora Bloy visitaba con más frecuencia la Rue de Sèvres que la Rue de Rousselet.

Con la intención de convertirse en su mentor espiritual, Bloy también saludó con entusiasmo la siguiente novela de Huysmans, En rada, de 1887. Todavía más, escribió una crítica, «Huysmans y su último libro», en una casa de Fontenay-Aux-Roses que el propio Huysmans le había prestado, dado que Bloy, en otro rapto de paternidad espiritual, había decidido hacerse cargo de Berthe Dumont, una mendiga que había encontrado descalza en las calles de París. En La mujer pobre, su segunda novela, la describió de este modo: “No se la podía mirar sin que dieran ganas de llorar”. Como Bloy ya no trabajaba formalmente y vivía de préstamos que nunca devolvía, Huysmans también lo ayudó con un puesto en el Gil Blas. Sin embargo, se burló de un atentado anarquista que sus colegas se tomaban muy en serio, por lo que tuvo problemas con el editor y el grupo de redactores. Lo echaron en 1889. Ese mismo año, Bloy conoció a Jeanne Molbech, hija de Christian Molbech, poeta, autor de cuentos morales y traductor al danés de Dante. Fue el último amor de su vida. Ese mismo año, Huysmans conoció a Joseph-Antoine Boullan, un sacerdote excomulgado que lo ayudó a escribir su siguiente novela. Del fin de la amistad entre Bloy y Huysmans, este encuentro fue el huevo de la serpiente.

Boullan era el confesor de una orden religiosa llamada “Obra de la Reparación”, donde practicaba cultos sacrílegos y execrables. Usaba apósitos hechos de materia fecal, orina y hostias consagradas con el propósito de curar monjas. Las exorcizaba por medio de hipnosis en las que las animaba a imaginar el coito con Jesucristo y los ángeles (y, de paso, a habilitar la intercesión de su propio cuerpo astral). En el marco de una misa ritual, sacrificó a su propio hijo, producto de una relación con una de las integrantes de la orden. El crimen nunca fue descubierto por las autoridades. Curiosamente, este espantoso prontuario no amedrentó a Huysmans, que empezó a frecuentarlo para consultarlo sobre magia negra. Boullan fue la principal fuente de documentación de Allá abajo, la novela que Huysmans dedicó al satanismo. Esta relación lo distanció por completo de Bloy, que le escribió a Louis Montchal: “La amistad con Huysmans está terminada, completa e irremediablemente. Podemos vernos ocasionalmente y hablar con cortesía, pero la amistad está muerta. Me siento como cuando uno suelta un peso que se ha cansado de cargar”.

Por su parte, Huysmans tampoco toleraba las actitudes de su amigo. Su pereza y su intransigencia lo habían saturado. “Recibí otra carta de Bloy, que se queja como siempre de su vida miserable, miseria que él mismo sostiene. Ya no sé cómo ayudarlo. Está claro que agotó la paciencia de todos. Su orgullo es diabólico y su capacidad para odiar inconmensurable”. En efecto, Bloy exigía cada vez más préstamos a sus amigos, incluso si la situación financiera de éstos no era holgada. “El primer signo que reconozco en un amigo es que me regala dinero”. Si dejaban de ayudarlo, los agredía con violencia y los borraba de su vida. Y es que para Bloy la ingratitud era una virtud cristiana. Desde hacía un tiempo se hacía llamar “el mendigo ingrato”. Después de todo, quien regala dinero sólo ayuda a distribuir la justicia divina; por lo tanto, al exigirles préstamos a sus amigos, no hacía más que reconciliarlos con Dios. 

Finalmente, los criterios estéticos se habían contrapuesto. Bloy no digería que Huysmans usara la literatura como un fin. Toda forma de arte debía estar al servicio de una Verdad superior. ¿No era el mensaje primordial que había recibido a partir de su conversión y que había intentado comunicarle a su amigo? Una obra literaria no puede tener fines meramente estéticos, no puede ser su propio objeto. Para Bloy, Huysmans padecía, incluso después de su conversión al catolicismo, una tara teológica fundamental. Como ignoraba la esencia de la fe, se dedicaba al archivo, la copia y la acumulación de saberes ajenos que después volcaba caóticamente en sus novelas. Bloy leía en la constante apelación a la cita y al documento una anomalía que revelaba la fragilidad espiritual del autor de A contrapelo. En 1891, el momento en el que Huysmans publicó Allá abajo, Bloy, que dictaba en Dinamarca una serie de conferencias contra el naturalismo, anotó en su diario: «Liquidación general de amigos dudosos». Luego publicó “La encarnación del adverbio”, una crítica demoledora con la que selló el final de la amistad.

Huysmans murió en 1907 de un cáncer maxilar. En 1913, Bloy juntó los textos que le había dedicado y los publicó con el título de Sobre la tumba de Huysmans. Bloy, a su turno, murió en 1917. El cardenal Louis Billot, que lo había condenado por “piarum aurium offensiva”, recibió de Jacques Maritain, uno de los filósofos católicos más importantes del siglo XX (convertido por el mismo Bloy), el siguiente comentario: «Hay que acompañar su incapacidad de entender a los demás, su injusticia con las personas —a las que siempre trataba como tipos abstractos de algún aspecto del Mal—, su dura impaciencia con la mediocridad y sus exigencias excesivas en relación con la naturaleza humana». 

¿Qué tiene Bloy para darnos hoy? A partir de su conversión, hizo gala de una serie de ideas políticas, estéticas y religiosas que pueden leerse como convicciones pero también como un trampolín para la disputa. Con todo, no hay que subestimar la dialéctica entre vida y obra. El ejercicio constante de crítica pública que llevó adelante fue también una estrategia para definirse a sí mismo. Su obra no se articula en su propia coherencia, sino que se afirma en una lógica de confrontación y descalificación sistemática de todo lo que no es ella misma. Como un escritor que practicó el arte de la ruptura para construir su propia figura y definir exactamente el espacio que pretendía ocupar dentro del campo literario, su legado nos enseña todavía que no es posible afirmar sin negar al mismo tiempo, admirar sin despreciar implícitamente y que, en ocasiones, la única manera de llegar al centro profundo de una época es correrse hacia sus márgenes////PACO

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