En el avión Hércules C-130 que me llevó del Palomar a Marambio me senté al lado de Ezequiel, un sonidista de veintisiete años que iba a la Antártida para trabajar en una serie de documentales. El Hércules es muy ruidoso y no permite que los pasajeros hablen si no es gritando. En un momento del viaje, Ezequiel sacó Stoner, la novela de John Williams, y se puso a leer. En el rompehielos ARA Almirante Irizar encontré una biblioteca de temas navales. El bibliotecario era el teniente Triunfo. (Me pareció un buen nombre para un militar.) Francisco Rebollo Paz, el fotógrafo que viaja conmigo, y trabaja para la Secretaría de Malvinas y Antártida, lee Exploración de los ríos Gallegos, Coile, Santa Cruz y canales del pacífico del Marino Carlos Moyano, publicado en 1887.

Ahora me hospedo en la Casa Nueva de la Base Carlini, en la Isla 25 de mayo, de las Shetland del Sur, y, yendo a la cocina, encuentro, en un estar que conecta dos pasillos, una biblioteca con libros. No se trata de un espacio dedicado a eso. No es una habitación. No hay bibliotecario. El mueble de madera negra ni siquiera está diseñado para guardar libros, sino que parece un viejo armario de cocina. La luz de ese pequeño lugar de paso es de mala a muy mala. No hay donde sentarse. Pero los libros están ahí. Alguien dejó una bolsa de consorcio arrugada en uno de los estantes. Con curiosidad, saco la bolsa y empiezo a mirar lo que hay.

Lo primero que reviso es una enciclopedia, la enciclopedia Hispánica, una versión o copia de la Enciclopedia Británica. En Buenos Aires, recuerdo haberla consultado alguna vez, hace muchos años. Acá, en un lugar donde el uso de Internet es limitado y solo permite mensajes e intercambio de audios, su presencia tiene otro brillo. Busco la entrada Antártida en el primer tomo, Aalto-Arabia, fechado en 1989-1990: “Ya en las antiguas crónicas de de Herodoto (siglo V a.C.) se hablaba de la posible existencia de una Tierra Incógnita…” La buena impresión y la excelente encuadernación invita a leer. Las imágenes, que son pocas y están bien elegidas, no entorpecen la lectura. El estilo informativo resume bien el tema en cinco páginas.

Al lado de la Enciclopedia Hispánica están los diez tomos de la Historia del Mar Argentino, una obra de consulta extensa, exhaustiva y variopinta dirigida por el contraalmirante (RS) Laurio H. Déstefani que se empezó a publicar en agosto de 1981. La presentación empieza así: “Porque el mar es el vientre de la vida, tenemos el deber de mirarlo entero.” Fechada el 10 de septiembre de 1978, esa breve presentación tiene firma del, en ese momento, comandante en jefe de la Armada, Emilio Eduardo Massera. En el documento fundacional de la Historia del Mar Argentino se dice: “La duración estimada de la confección de la obra no deberá exceder los seis años.” El primer tomo, que reviso, tiene un sello de la Base Jubany, que es el nombre original de Carlini.

En contraste con estas dos obras de consulta, una general y la otra muy puntual, casi local, está la Biblioteca Grandes Éxitos de Hyspamérica. Desde mi perspectiva, esa colección es el centro del tesoro editorial de la Base Carlini.

Editados en la década del 80, la estética de los libros es farolera. Tapa y contratapa duras son de un bordó veteado. Titulo y nombre del autor, así como algunos detalles de diseño, se presentan en dorado sobre un fondo negro. También en dorado se lee Biblioteca Grandes Éxitos. Esta llamativa encuadernación quiere evocar una idea de erudición, incluso remitir al siglo XIX. (Las letras doradas…) Sin embargo, la selección de novelas atiende un parámetro comercial, como no se priva de explicar el nombre general que las agrupa.

Sin excepción, el género es novela y la selección incluye best-sellers como Chacal y Odessa de Forsyth, El padrino de Puzo, La carta del Kremlin de Noel Behn y Aeropuerto de Arthur Hailey. Pero también hay libros que se podrían dar en la carrera de letras de la UBA, como El hombre del brazo de oro de Nelson Algreen o El gran Gatbsy de Scott Fitzgerald. El único que encuentro escrito originalmente en castellano es Fin de fiesta de Beatriz Guido. Podría no haber estado, pero está y constituye una rareza. Nombro algunas novelas más: El abogado del diablo de Morris West, El grito de la lechuza de Patricia Highsmith, Rascacielos de Richard Martin Stern, El coleccionista y La mujer del teniente francés de John Fowles, El conformista de Alberto Moravia, y La comedia humana de William Saroyan, con una muy linda dedicatoria a su padre.

Ninguno de los libros tiene la menor marca de aparato crítico. No hay biografía del autor, ni otros títulos suyos, ni de la colección. Ni siquiera le ofrecen al lector la clásica contratapa. Los títulos y los autores deben hablar por sí solos. A veces, eso sucede. (Me demoro leyendo y juzgando las primeras frases de cada libro. Es una forma, mecánica, entretenida, fragmentaria, menos muscular, de enfrentar el catálogo.)

De forma consciente o subrepticia, toda colección de libros se forma para hacerle frente al fin del mundo. A veces el Apocalípsis puede ser espectacular y emerger como una pandemia mundial. (En el Rompehielos Irizar conocí a un logístico de la DNA que se pasó catorce mese de incertidumbre en Carlini durante la cuarentena del Covid-19.) Otras veces un conjunto de libros puede reflejar el aislamiento menos fílmico, más personal, ligado a los paisajes, siempre complejos, de la mente humana.

¿Qué pasaría si un cabo del Ejército Argentino, un oficial de la Armada, un biólogo del CONICET o un empleado de la DNA decidieran leer todos esos best-sellers? ¿A qué gimnasia, placer o martirologio sometería su psiquis? Si imaginamos un poderoso lector que de cuenta de una novela por semana, para leer los cien libro que componen la colección se necesitarían dos años. O sea, dos invernadas completas. ( Es decir, cuatro libros por mes, durante dos años de cuarenta y ocho meses, que nos darían un total de noventa y seis obras. El aguerrido lector antártico debería entonces sumar a esos dos años, un mes más para las últimas cuatro novelas.)

Hace unos días, Sin novedad en el frente, la adaptación de la novela de Erich M. Remaque, ganó el premio Oscar a mejor película extranjera. La novela está en la biblioteca. Es, de hecho, el título que cierra el grupo con el número de orden cien. Leo la primera línea: “Nos encontramos a nueve kilómetros del frente. Ayer nos relevaron.” No se trata de una casualidad, sino más bien de una continuidad en la industria del entretenimiento. Netflix y una colección de libros exitosos en el siglo XX, sí, pero también la presencia inobjetable del arte de narrar. Se puede decir de otra manera: el éxito siempre coyuntural del cine de mercado es anticipado por una vieja colección de best-sellers, perdida en una de las bibliotecas más australes del mundo.

De los demás libros sueltos que encuentro en el mueble del lugar donde me hospedo, no puedo decir mucho. Manuales, algún libro de historia contemporánea, ensayos sobre temas bélicos y libros de divulgación científica. Ninguno tiene la prestancia de la Enciclopedia, la Historia del mar y la Biblioteca Grandes Éxitos.

Pero entre esos libros sueltos, hay una edición de bolsillo del Libro de la Nueva Alianza. Busco el pasaje en San Juan y lo encuentro: “El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte viento. Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el agua, y tuvieron miedo. Él les dijo: Soy yo, no teman.”

Sugestionado por la excepcionalidad de mi viaje, por los paisajes naturales y por las personas que me rodean, todas muy dadas a la narración oral de aventuras y desafíos, se me ocurre que esta biblioteca se encuentra muy lejos de ser la peor biblioteca posible si un invernante o un náufrago decidiera escribir la primera novela antártica. No la primera de tema antártico, ni la primera escrita en la Antártida, sino esa obra señera y paradigmática que pone, con sus sola presencia, con su especial uso de la lengua y la experiencia, las bases de una cultura, encausando la potencialidad de todo un continente, que todavía nos resulta desconocido.///PACO