Libros


La afonía de la literatura del yo(ga)

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Para entender Yoga hay que repasar las cuestiones que marcaron su existencia aún antes de que llegara a convertirse en un libro. Y la más importante es que, en pleno divorcio, Hélène Devynk, esposa durante poco más de una década de Emmanuel Carrère, hizo uso del curioso derecho contractual que le permite vetar cualquier alusión a ella en los proyectos de su ahora exmarido, por lo cual eliminó su presencia de la versión original obligando a Carrère a rehacer la trama. Sin duda, este acuerdo puede parecer extraño en la vida de un best-seller que se jacta de “escribir sin hipocresía” (si bien Devynk es una conocida periodista de televisión, por lo que su consentimiento va más allá del pudor o la venganza), y aunque los otros detalles del divorcio son menos sorprendentes y Yoga deja entrever varios, lo cierto es que todo esto obligó a Emmanuel Carrère a trabajar ya sin excusas ni intercesores con su personaje literario predilecto: Emmanuel Carrère.

En consecuencia, quienes recuerden las intromisiones del autor en El Reino, Limónov o De vidas ajenas, los libros que lo convirtieron en “una voz y una palabra que poseen un peso real”, como él mismo dice, al menos entre quienes escriben y consumen una literatura anclada en sus propias vidas, no van a encontrar en Yoga ninguna novedad, a excepción de que para llegar a Carrère, esta vez, no hay que atravesar ningún primer plano de apóstoles originarios, poetas rusos nacionalistas malditos ni tsunamis en el Tercer Mundo. El único protagonista, ahora, es Carrère, que sin otros velos periféricos que una pregunta accesoria acerca de la meditación (interrumpida por el ataque a Charlie Hebdo), el ocaso transitorio de su salud mental (que va de los electroshocks a una etapa de bipolaridad que lo vuelve “seductivo y muy sexual”) y los vaivenes de una aventura turística-humanitaria de dos meses en Grecia (que su exesposa desmintió en público como de apenas dos días), revela en todo su esplendor narcisista que “lo que intento en la vida es llegar a ser mejor persona porque así llegaré a ser mejor escritor”. Y esto devuelve a Yoga al tema inicial, porque a falta de un tercero al cual narrar, ¿basta narrarse a uno mismo para que haya una historia?

Para tranquilidad inmediata de los remilgados (y remilgadas) sin imaginación para contar nada que no les haya pasado por encima, la pregunta fundamental sobre la exitosa fórmula del subgénero de la “autoficción” o la “literatura del yo” no pretende neutralizar el valor narrativo de las ansiedades del mundo adulto (el amor, el sexo y la muerte, aún contadas desde una adolescencia eterna), sino pensar en qué punto la vida, a pesar de las mejores intenciones de un escritor, funciona con propiedades que la ficción no puede imitar. ¿Y acaso Yoga no es un libro que demuestra desde el principio que la vida suele tomar caminos que no apuntan ni se reúnen en torno a nada y que, aún así, avanza sin la cohesión ni el sentido de la ficción?

Alrededor de este problema, lo que la literatura de Carrère (o del noruego Karl Ove Knausgård, otro referente internacional de la “autoficción”) vuelve a poner en cuestión, tal como lo hizo antes la obra de Marcel Proust y hoy lo hace también cualquier “influencer” de redes sociales con sus contenidos, es el límite de las reglas ordenadoras de la ficción ante el caos imprevisible de la vida. De ahí que, al margen del cúmulo de experiencias y asuntos concretos que ésta provee, sin una forma congruente con los parámetros de la ficción, “artísticamente, la vida está muerta”, como lo resume Martin Amis en su propia novela de “autoficción”, La historia interior.

Considerado este largo telón personal y literario de fondo, lo que Carrère finalmente hace en Yoga es afinar su oído y lograr el mejor tono posible para desnudar de una vez por todas a su propio personaje, de modo que el exhibicionismo disimule la ausencia forzada de una trama. Y para lograrlo, más allá de las invocaciones a Michel de Montaigne (al que define de manera apurada como “el santo patrón de los escritores que escriben lo que se les pasa por la cabeza”), Carrère acierta en apelar a dosis idénticas de narcisismo y victimismo, las dos grandes fuerzas gemelas de la subjetividad occidental contemporánea. De ahí que, por encima de las circunstancias erráticas que lo trasladan de un retiro para estudiantes de yoga en la “Francia profunda” a un centro para refugiados sirios en Leros, la más meridional de las islas del Dodecaneso, la única propuesta ante el lector consista en contarse a sí mismo, de principio a fin, como alguien que disfruta y se disgusta por igual de su “catálogo vacuo, repetitivo y patéticamente egocéntrico de pensamientos”.

Por otro lado, si a pesar de las dificultades formales la voz de Carrère logra lo que se propone es porque, en esencia, con esta fórmula de narcisismo y victimismo logra dar con exactitud lo que la “literatura del yo” promete. Y eso no es crónica periodística, ensayo o autobiografía, ni mucho menos una lámpara morbosa sobre las verdaderas vanidades y miserias personales, sino un espejo en el que cada uno (y cada una), al leer a Carrère, pueda identificarse y regodearse con sus propios fracasos e imposibilidades. Tal como hace Atiq, el refugiado que Carrère conoce en Leros y que sabe lo que tiene que contarles a sus huéspedes europeos que “sufrió”, aún si eso involucra alguna mentira, para que le concedan el estatuto de “refugiado político”. Como mise en abîme de todo Yoga, esta escena sirve para mostrar qué significa el “moderno debilitamiento de las distinciones”, como dice Peter Sloterdijk, en una sociedad que no puede dejar de materializar escalas de valores, rangos y jerarquías en todos los ámbitos posibles (incluido el narcisismo y el victimismo) aún mientras tampoco puede dejar de distribuir premisas igualitarias que nos den la ilusión de que todos los competidores parten del mismo punto.

Sin embargo, el artificio de narrar “lo que sea” entre el narcisismo y el victimismo muestra, también, su límite. En especial porque si en El Reino esa misma voz se infiltra como una excusa egocéntrica (con frases como “después de cumplir treinta años, ser yo se me hizo literalmente insoportable”) para ensayar una excelente historia del cristianismo primitivo, o en Limónov, en cambio, sigue al exótico Eduard Veniamínovich Savenko para entender no sólo el declive de la Unión Soviética sino lo que el mismo Emmanuel Carrère es como europeo (“hijo de un ejecutivo y una historiadora de renombre que escribe libros y guiones”), esta vez no deja de resultar excesivamente obvio que no hay búsqueda ni proyecto significativo que la ampare. Quienes conozcan el trabajo periodístico de Carrère, editado en español con el título precursor de Conviene tener un sitio adonde ir, tal vez recuerden que él ya conoce lo que este tipo de fracasos representan, como muestra “Cómo eché a perder por completo mi entrevista con Catherine Denueve”, un artículo publicado en 2008 donde, en otras circunstancias, le pasó lo mismo: convencido de que podría “conversar” con ella en lugar de “entrevistarla”, seguro de que Denueve “ha leído mis libros”, Carrère se encuentra con alguien perteneciente a otra dimensión, alguien con quien no sabe ni puede hablar, por lo que termina “expectante, alienado y molesto”. Por supuesto, a la luz de las circunstancias excepcionales de un libro como Yoga, tal vez convenga recordar antes de terminar que fue otro francés, Sébastien Nicolas de Chamfort, quien escribió hace ya siglos que el amor es el único asunto acerca del cual resulta imposible no decir algo absurdo. Aún así, abandonada a la intemperie, no hay voz que por mucha confianza que invierta en sí misma no corra el serio peligro de quedarse afónica////PACO

*El autor dictará en agosto un curso de Cómo escribir crítica de libros en el marco de la Escuela de Escritura Paco.

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