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Houellebecq, poeta romántico


Hacia el comienzo de su carrera literaria, en 1997, en una entrevista para la revista francesa
Encore, Houellebecq sintetizó de la misma manera en que suele esconder la verdad detrás de la provocación una de las claves de su programa estético: “Cada vez más implacable y sórdido en prosa, cada vez más luminoso y extraño en poesía”. Inauguralmente ensayista, y después de media docena de libros de poesía y otro tanto de novelas (sin contar las compilaciones de artículos periodísticos y otras intervenciones en el cine y la música), en el universo narrativo de Houellebecq la diferencia entre novela y poesía está mucho más allá de las estrictas rigurosidades de la forma. Houellebecq, en ese sentido, nunca está hablando afectadamente sobre los preciosismos del verso en contraste a las vulgaridades de la prosa, y ni siquiera sobre la pertinencia de determinado lenguaje o determinados temas a un ámbito en oposición a otro. Lo que distingue a la novela de la poesía es más esencial: una sensibilidad; esto es: un modo específico con el cual interpretarse a sí mismo, a los otros y al mundo a través de las palabras. La relación inaugural de marginalidad de Michel Houellebecq respecto a la literatura surge en ese primer malentendido. La prosa escrita, vendida y leída en todo el mundo a través de sus novelas, pertenece en realidad a un poeta. Y no se trata de cualquier poeta sino de ‒como él mismo sostiene‒ un poeta romántico. Cuando este poeta insiste en incluir poesía en sus novelas, el experimento fracasa; y aunque, cuando le preguntan, el novelista responda que su próximo libro va a ser de poesía, lo que aparece es una novela. A primera vista, ese drama alrededor de la representación puede resultar simplemente irónico, pero en realidad es constitutivoLa vena romántica del poeta Houellebecq, como lo llama en su libro Fernando Arrabal, nace en el lirismo del esfuerzo por imponer la percepción y la capacidad de extrañamiento de la poesía en un mercado literario ‒y, en general, en un mundo‒ que ha decidido declararla obsoleta. Como lee Daniel en una revista literaria trimestral “de tendencia más bien esotérica” al principio de La posibilidad de una isla, “incapaz de transmitir informaciones más precisas que simples sensaciones corporales y emocionales, vinculada de forma intrínseca al estado mágico del espíritu humano, la poesía se había vuelto irremediablemente obsoleta con la aparición de procedimientos fiables de testimonio objetivo”. El nuestro ya no parece un mundo en el que la poesía tenga algo que decirnos. Pero esa inutilidad aparente de la poesía completa su verdadero sentido a través de una estética romántica, y es en ese punto donde el proyecto narrativo de Michel Houellebecq complejiza su relación malentendida ante el mundo y ante la vida. A diferencia de lo que Goethe, Schiller y Novalis, entre otros grandes románticos del siglo XVIII, moldearon como un tipo específico de voluptuosidad del espíritu y de la imaginación para lograr transformar lo sublime de la Naturaleza y del espíritu en un refugio frente al crudo mecanicismo y la rápida racionalización del tiempo y el espacio de su época ‒el nuevo mundo moderno y materialista de la Revolución Industrial‒, el triunfante capitalismo de servicios de finales del siglo XX con el que trata Houellebecq parece haber triunfado sin oponentes. En tal caso, la pregunta inicial podría volverse más específica: una vez que los habitantes del mundo han sido transformados en usuarios y el mundo en un supermercado, ¿qué interés podría tener un romántico en el presente? ¿Dónde restaría algún lazo entre la pragmática frialdad de la tecnología mercantil y el eterno anhelo existencial de los espíritus humanos?

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El nuestro ya no parece un mundo en el que la poesía tenga algo que decirnos. Pero esa inutilidad aparente de la poesía completa su verdadero sentido a través de una estética romántica.

La inquietud de Michel Houellebecq ante estas preguntas funda el capital intelectual de su obra y buena parte de sus principales malentendidos, y establece una sólida relación marginal con los principales centros de transmisión y recepción por los cuales circulan las palabras de cualquier escritor (una suma de elementos que, por otro lado, explica de qué se trata la categoría de enfant terrible). Houellebecq es así, primero, un best-seller apartado de las convenciones más cómodas del mercado: un novelista sobre el que leen en los medios ‒como después del ataque a Charlie Hebdo‒ quienes incluso nunca leyeron sus libros, pero un novelista que, en verdad, es un poeta resignado a las prerrogativas de la prosa (la novela, le escribe al filósofo Bernard-Henri Lévy, sigue siendo, comparada con la poesía, un género menor). Y, en segundo lugar, Houellebecq también es el escritor que, a partir de una fuerte reivindicación de su sensibilidad romántica (“sentí desde el principio una especie de deber”, le explica a Bernard-Henri Lévy), percibe la urgencia de un upgrade que reescriba las coordenadas de ese mismo romanticismo del que se siente partícipe. En este punto, Houellebecq empieza a mostrar algunas de sus cartas más interesantes. Lo sublime todavía existe entre nosotros, y está precisamente donde los primeros románticos habían sentido demasiada fobia para animarse a mirar: en las mercancías que dominan nuestra existencia. Lo único necesario, además del coraje para explorar sin prejuicios ese mundo, es una sensibilidad romántica que pueda darle a esa expedición un sentido verdaderamente contemporáneo. En la misma entrevista en Encore, tres años después de la publicación de su primera novela, Houellebecq señala la ingenuidad de los poetas que se mantienen al margen de su tarea poética “como si vivieran en el campo” y la inevitable urgencia de una nueva mirada verdaderamente marginal. “Me fascinan los fenómenos inéditos del mundo en el que vivimos y no entiendo cómo los demás poetas consiguen mantenerse al margen: ¿es que todos viven en el campo? Todo el mundo va al supermercado, lee revistas, tiene un televisor, un contestador automático… No consigo superar este aspecto de las cosas, escapar a esta realidad; soy terriblemente permeable al mundo que me rodea”.

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Hay pocas novelas argentinas recientes sin alguna referencia de contratapa a la literatura de Houellebecq que no se preste a la más inmediata variedad de malentendidos de distinta gravedad intelectual.

Desde su posición privilegiada y en simultáneo lateral en el núcleo de los intereses del mercado editorial, Houellebecq propone un juego marginal ‒a veces meramente declamativo y otras veces no respecto a las zonas de confort de ese mercado, al mismo tiempo que desde su prosa propone un juego marginal respecto a las zonas de confort de la poesía. Basta tener en cuenta el peso ideológico y cultural de aquella cita mal atribuida en francés de Domingo Sarmiento en el Facundo, escrita a las apuradas mientras se exiliaba de la amenaza rosista, para relativizar en el tiempo y el espacio el entusiasmo que una voz problemática como la de Michel Houellebecq puede tener en Buenos Aires. Ninguna auténtica novedad desde que el on ne tue pas les idées de Diderot fue leído como bárbaros, las ideas no se matanEntre nosotros, el malentendido houellebecquiano más superficial se revela probablemente en cierto abaratamiento apurado de las etiquetas. Incluso si se descartan las que se agotan en el mero oportunismo, hay pocas novelas argentinas recientes sin alguna referencia de contratapa a la literatura de Houellebecq que no se preste a la más inmediata variedad de malentendidos de distinta gravedad intelectual. Entre las que proponen imitaciones enclenques de los personajes típicos, o remedos de su sociología sauvage y observacional, algunos casos pueden volverse tan penosos ‒y por eso mismo tan significativos del malentendido‒ que la mayor influencia termina por desnudarse en ese castellano rioplatense alienado hasta la ridiculez por los iberismos de Encarna Castejón, Jaime Zulaika y Joan Riambau, traductores de Houellebecq al español en la editorial Anagrama/////PACO