Limitar a Michel Houellebecq al entusiasmo frívolo que un best-seller internacional provoca entre quienes aspiran a imitar o parasitar cualquier otro éxito significa abandonar la pregunta sobre los límites de la imaginación literaria. Frente a eso, una alternativa es tratar de definir qué es lo que, al hacerse presente en la literatura de Houellebecq, desnuda lo que permanece ausente en otras literaturas. Apenas por contraste, entonces, leer a Houellebecq tal vez significa empezar a percibir lo que otros autores prefieren no escribir. De una u otra manera, el problema exige siempre una lectura. Y ahí reaparecen con singular energía los conflictos de ser un best-seller. Es decir, los conflictos de una categoría comercial de la literatura consumida, sobre todo, por quienes no leen. Uno de los primeros en ocuparse de este asunto alrededor de Michel Houellebecq, clave para pensar por qué resulta útil leerlo también en Argentina, es Julian Barnes.

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La discusión rebasa los límites de los gustos y las tradiciones europeas para abrirse, también, a una larga discusión argentina.

Hace casi diecinueve años, el más francés de los escritores ingleses participó como jurado de un premio literario en Francia (el Prix Novembre, financiado por un “mecenas” más bien ignorante de la cultura) que eligió como novela del año a Las partículas elementales, la segunda publicada por Houellebecq y “muy francesa en su mezcla de intelectualidad y erotismo”, según Barnes. Sin embargo, los organizadores del Prix Novembre consideraron que la elección no era la más adecuada y el premio empezó a temblar. Otro de los jurados era Mario Vargas Llosa, reconocido francófilo y agudo lector de Houellebecq ‒y que definió la novela como “insolente, en términos de alabanza”, dice Barnes‒, y por eso vale la pena contar un poco más lo que pasó. Entre el rechazo manifestado por el propietario del premio, las protestas de los maestros de escuela ofendidos por la “sexualidad explícita” en el libro y “un miembro femenino del jurado que declaró que había admirado la novela hasta que vio al autor en televisión”, encasillado ya entonces como “mediático”, el Prix Novembre quedó disuelto y el libro de Houellebecq (y Houellebecq) envuelto en una ‒y no la peor‒ de sus múltiples polémicas. Pero lo más interesante, lo que se proyecta más allá de Francia e incluso del autor en cuestión, es lo que Barnes señala al reconocer que Las partículas elementales era una novela que, a pesar del escándalo y los defectos de estilo y coherencia, “con su ambición e intransigencia era superior a su contendiente inmediata en el concurso, una novela muy francesa pero de otro modo: elegante, controlada, anticuada; clásica, como se dice la jerga de los jurados”. Es a partir de ese punto que la discusión rebasa los límites de los gustos y las tradiciones europeas para abrirse, también, a una larga discusión argentina. ¿O acaso novelas como Ampliación del campo de batalla, Plataforma o Sumisión no desnudan a través de los temas que abarcan, y de la manera cruda en que los abarcan, las limitaciones de cualquier literatura satisfecha con cumplir un rol elegante, controlado y anticuado, “clásico”, como ironiza Barnes?

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Apenas por contraste, leer a Houellebecq tal vez significa empezar a percibir lo que otros autores prefieren no escribir.

Entre quienes apuntan a esa “cuestión houellebequiana” para leer algunas zonas incómodas de la literatura argentina contemporánea, Hernán Vanoli no duda en establecer una línea de imposible malestar entre el campo literario argentino y el campo político. La hipótesis, que resuena en los textos que editó en el libro Discutir Houellebecq. Cinco ensayos críticos entre Buenos Aires y París, es que lejos de poner su valor y su prestigio en juego, los escritores argentinos, en especial los que se consideran poseedores de algo que perder, optaron por asumir un lugar ornamental, fuertemente autónomo y disociado de lo público ‒a excepción de esa fracción más o menos suntuaria del presupuesto a cuyos privilegios no renuncian nunca: las becas, los viajes, los subsidios, las cátedras, etcétera‒, todo lo cual se cristaliza en una literatura perfectamente inocua, irrelevante para el verdadero poder y compatible con los humores marcados por la marcha de la corrección política. Claro que, a pesar de las diferencias culturales y políticas entre Francia y Argentina ‒donde, por supuesto, no todos los escritores se abandonan a la complacencia‒, Vanoli no solo coloca el dedo en la llaga de una institución literaria organizada alrededor de su propia fatuidad (asunto sobre el que, también es cierto, ya Jorge Luis Borges se burlaba en “El Aleph”). Lo que también hace es invitar a Houellebecq a participar de la discusión en la medida en que, como autor, refleja casi todos los riesgos, incluidos los estéticos, a los que se expone aquel que cree que su palabra sobre la sociedad en la que escribe no se agota entre las tapas de sus libros. Y considerando que la literatura argentina nació en esa misma encrucijada, y que su breve historia no excluye experiencias suficientemente didácticas en uno u otro sentido, Houellebecq resulta más incandescente ante el notable vacío de intelectuales dispuestos a sumarse a cualquier discusión pública, a excepción de los preparados para señalar la bondad de las buenas causas y la maldad de las causas malas. ¿Pero cuál es el precio que Houellebecq está dispuesto a pagar por ocupar ese lugar?

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Houellebecq resulta más incandescente ante el notable vacío de intelectuales dispuestos a sumarse a cualquier discusión pública.

Ahí es donde las acusaciones recurrentes de misoginia, sexismo, antisemitismo e islamofobia alrededor de libros que, a veces, flotan sobre auténticos cataclismos geopolíticos y sentimentales, como el ataque a Charlie Hebdo a poco de la publicación de Sumisión, se someten otra vez al universo del best-seller. Es decir, a una palabra cuyo valor literario no puede disociarse de una mercancía cuyo valor comercial amenaza con devorarlo todo, incluida la posibilidad de una lectura del escritor Houellebecq previa a la rápida condena del polémico Houellebecq. Ante el más desprevenido, desde ya, siempre va a estar al alcance la irritante exposición mediática, deliberadamente exótica y calculada, muchas veces, para incomodar. Pero también están las novelas, los poemas y los ensayos que insisten ‒y en esto Houellebecq sostiene la voluntad del verdadero romántico‒ en la preocupación, la curiosidad y el desdén ante una época dispuesta a transformar el amor, el sexo, la religión, el cuerpo, la política y el arte en una mercancía simple, técnica y barata, un producto sin riesgos, sin goces y sin trascendencias. ¿Y esos asuntos no nos resultan cercanos y tangibles también en Argentina? En tal caso, si Houellebecq “con su ambición e intransigencia” propone una crítica lúcida y no necesariamente amable del voluntarismo vacío y la autoconmiseración consumista que envuelven la experiencia de habitar el mundo actual, apuntar nada más que a ese progresismo lábil y reconocible en cualquier ciudad del planeta por el modo en que, como escribió José Hernández sobre los teros, “en un lao pegan los gritos / y en otro tienen los güevos”, no agota el conflicto. Porque lo que Houellebecq todavía obliga a reconocer es el problema literario de todas esas otras páginas escritas por otros para eludir cualquier foco de verdadero interés. Juan Terranova hizo una precisa síntesis de lo que ese problema significa para la novela argentina: “En su repertorio de trucos está la ambigüedad de no juzgar y la intensidad de la duda. Así las cosas, tenemos aquí un novelista francés que vive de su personaje, que manipula a la prensa, que es universal a base de los contrastes entre turismo, Gran Capital, hipocresía y terror político. ¿Lugares retorcidos, retratos fríos? La novela argentina, que cada tanto cae en la desgracia insalubre de no decir nada, quizás debería volver a Houellebecq. Ya que, parafraseando Ciorán, si no podemos integrar su tradición, quizás, como hacemos casi siempre en la nuestra, logremos consagrarnos a sus restos”.

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Cualquiera puede escribir sobre el sexo o el amor, y ni siquiera es difícil prestarse a las etiquetas del supermercado editorial preparadas para sobreexplotar lo “houellebequiano”.

La obra de Houellebecq no es más que otra oportunidad para insistir en la necesidad de disponerse al esfuerzo de leer y escribir. Y eso no significa acumular libros leídos o escritos. Significa, por el contrario, afinar las herramientas disponibles para pensar e imaginar más allá de los caprichos y los azares de las buenas voluntades y las influencias de turno y, sobre todo, del mero sentido común que incluye entre sus engaños las formas fáciles e irreflexivas que lo afirman mediante falsas transgresiones. Consagrarse a los restos de una tradición, como saben los escritores argentinos desde hace mucho, no significa copiar ni imitar. Cualquiera puede escribir sobre el sexo o el amor, y ni siquiera es difícil prestarse, al hacerlo, a las rápidas etiquetas del supermercado editorial preparadas para sobreexplotar lo “houellebequiano”. Por supuesto, no cualquiera transforma el sexo o el amor en un punto de discusión literaria para descolocar las trampas de nuestro narcisismo, ni se anima a exponer nuestras más desagradables fobias sociales, ni cuestiona a escala global el modo en que, como dice un célebre filósofo europeo que cita a Houellebecq en sus libros, nos sentimos libres solo porque carecemos del lenguaje para explicar nuestra falta de libertad////////PACO