A finales de 1930, Howard Phillips Lovecraft le escribió a su amigo y colega Clark Ashton Smith una carta. Entre otras cosas, le decía que el mundo desaparecido del Pacífico siempre le había causado una fascinación enorme, “aunque creo que el continente antártico ocupa el lugar más prominente de mi imaginación geográfico-fantástica”. Este fue el primer germen de “En las montañas de la locura”, el relato ambientado en la Antártida durante un ominoso septiembre de hace ya 94 años. En la misma carta, Lovecraft agregaba: “Sé que se ha tratado hasta el hartazgo ya desde Arthur Gordon Pym pero aun así creo que algún día probaré a usarlo”. En otra carta, Lovecraft se decidió: “No hay terreno, como tal, que se pueda agotar realmente, porque un escenario o tema no es más que una ayuda al artista en su expresión individual de sí mismo”.
Los entusiastas del “horror cósmico” saben que “En las montañas de la locura” llegó a publicarse en 1936. Y saben también que, por su retrato de “uno de los rincones más extraños y terribles de todo el globo”, se convirtió en uno de los relatos más virtuosos de toda la obra lovecraftiana y una pieza clave de los llamados “Mitos de Cthulhu”. Lo que no todos saben es hasta qué punto su proceso de escritura y publicación desgastó a Lovecraft, que en otra de sus miles de cartas describió al primer editor de “En las montañas de la locura” en la revista Astounding Stories, Orlin Tremaine, como un “condenado excremento de hiena”, responsable del “peor destripamiento que ningún relato mío haya recibido nunca”.
Por otro lado, a los ojos de cualquier escéptico habitante del siglo XXI, es decir, para quienes sean suficientemente perspicaces como para sospechar que la aséptica suavidad de las pantallas que constituyen nuestra existencia no es tan transparente como preferiríamos creer, Lovecraft todavía suena como una de esas voces ante las cuales es tan posible la afinidad inmediata como el miedo. No estamos hablando del miedo corriente a las sombras o los abismos desde donde susurran con su furia contenida seres desconocidos, sino del miedo a algo mucho más trágico e inevitable: el miedo a ciertas verdades. Y esto tiene sentido, ya que antes que un cuentista, un ensayista o un maniático escritor de cartas, Lovecraft fue desde el principio un poeta. Su trato directo con la verdad, por lo tanto, nunca estuvo en discusión.
La historia acerca de “un legado infernal de eones primigenios que sobrevive entre los eternos picos helados del desierto polar”, como el propio Lovecraft describe la trama de su cuento en Escribir contra los hombres, el primer volumen sistematizado de su correspondencia en español, marcó lo que Javier Calvo, traductor y editor de las cartas, define como un “desastre editorial”. Pero las secuelas de este traspié fueron más profundas y convirtieron el último año de vida Lovecraft en una oscura espiral de frustración. “Mi gran error lo cometí en mi juventud, cuando creí que algún día conseguiría ganarme la vida de alguna manera con el trabajo literario de verdad”, escribió el poeta, ensayista y narrador. Mientras tanto, a solas en su habitación en College Hill, su último domicilio, remendaba con un lápiz algunos ejemplares de Astounding Stories, en un intento absurdo de reparar a mano lo irreparable.
Convencido de que el desprecio de los sofisticados editores literarios de Nueva York (que le pedían libros que luego se negaban a publicar) y de los rústicos editores de revistas pulp (que rechazaban sus relatos o los publicaban con todo tipo de alteraciones) se debía a una falta propia de “dones naturales”, el “desastre” de “En las montañas de la locura” hizo que Lovecraft decidiera no volver a escribir ficción, aun si no había “otro terreno fuera de lo extraño para el que yo tenga aptitud ni inclinaciones narrativas”. En retrospectiva, este no fue más que otro episodio de la larga historia de desencuentros entre la verdadera originalidad de un artista y las obtusas taras del mercado. Esas taras, aunque no siempre, suelen encarnarse en la figura del editor, el auténtico eunuco impotente en el reino de la creación literaria (a pesar de lo que suele creerse sobre los críticos, que todavía son capaces de crear, precisamente, sus críticas).
Los casos de En busca del tiempo perdido, el Ulises o Si esto es un hombre, por nombrar tres casos insignes de esta cíclica tara editorial, son conocidos. Pero trasladados incluso al terreno algo más yermo de los best sellers, las situaciones semejantes se multiplicarían. Como ejercicio inmediato de imaginación, podríamos pensar qué le dirían los editores impedidos de hoy a aquel mismo Lovecraft de ayer. ¿Qué objetarían a sus relatos? Que el “horror” esquiva asuntos sociales como la pobreza. Que no hay dictadores militares torturadores. Que sus personajes son todos hombres, pero ninguno es explícitamente homosexual. O gordo. O víctima de algún componente corriente de la sociedad humana. ¿Que no hay intereses amorosos, quizás? Aunque, si los hubiera, no deberían ser demasiado heterosexuales ni emocionalmente adultos. Ante todo, no sería muy difícil imaginar a casi cualquier editora contemporánea frunciendo el ceño mientras lee las primeras tres páginas de “En las montañas de la locura” con desconfianza. Con cándida suficiencia, su mente identificaría el primer gran problema: ¿por qué no hay mujeres en el equipo de exploradores antárticos? ¿Y por qué los Ancestrales resultan tan “patriarcales” en su odio programático a la especie humana?
Como fuera, para Lovecraft, que como escritor no tuvo nunca otro reconocimiento en vida que el de sus amigos, la trayectoria de “En las montañas de la locura” resultó particularmente destructiva. Todo empezó cuando sus 115 páginas mecanografiadas se convirtieron en el mejor resultado de su última apuesta por desprenderse de “cualquier influencia visible del patrón comercial”. Pronto escribiría, también, “La sombra sobre Innsmouth” (aunque esa sería una catástrofe editorial distinta), pero, por el momento, consciente de que carecía de “sensibilidad aguda para el drama de la vida real”, Lovecraft sabía que “En las montañas de la locura” era una piedra angular de su literatura de horror cósmico, al igual que “La llamada de Cthulhu” (1926) o “El color que cayó del espacio” (1927). El cuento llegó a Astounding Stories en 1935, que aceptó publicarlo y pagarle 315 dólares. “Representa la obra más seria que he hecho nunca, y su rechazo previo me causó gran desaliento”, le escribía Lovecraft a Smith, entusiasmado por la posibilidad de una reivindicación. En menos de dos años, enfermaría y moriría. Pero eso aún no lo sabía. Lo que sí sabía era que, aferrado a la convicción de que prefería morirse de hambre antes que deformar su escritura por dinero, vivía cerca de “cruzar el umbral de la miseria”.
La infinidad de erratas, mutilaciones y recortes que Lovecraft encontró en su relato cuando comenzó a publicarse en tres partes en 1936 alteró su estado mental. De hecho, llegó a elucubrar que la narrativa jamás había sido “el medio adecuado para lo que quiero hacer realmente”. Por eso, se negó a considerarlo publicado. “¿Por qué me cambia ‘subterráneo’ por ‘subterreno’ cuando esta última palabra no existe como adjetivo?”, se quejaba. Resignado, Lovecraft, cuya resurrección literaria ocurriría varias décadas después de su muerte, abandonó el mundo y la vida atacando en sus cartas a “los borregos sin personalidad” que se entregan a “los ideales promovidos por el comercio”. Pero en una de las últimas, como si fuera un preanuncio de su retorno ante las sombras de quienes solo lo habían rechazado y degradado, escribió: “El instinto creativo humano es demasiado poderoso como para verse derribado”.
Pero si Lovecraft sigue ahora entre nosotros, no es porque su nombre garantice una sostenida discordia con los clichés que reclaman que al final de una historia deben triunfar los buenos o debe imponerse alguna moraleja, ni porque su trágica mirada sobre la realidad nos devuelva un espejo oscuro con el cual autoflagelarnos por nuestras serias dudas sobre el sentido de la especie humana. Lovecraft sigue entre nosotros porque sus historias, exacerbadas y paranoicas de un modo tan ridiculizable como inimitable, acertaron en mostrarnos que, más allá de las indolentes certezas entre las que hoy, más que nunca, intentamos apagar las dudas sobre nuestros mundos interiores y exteriores, la verdad es que nada de eso funciona/////////////PACO