Por Juan Terrranova

En segundo año tenía una compañera que se llamaba Natalia Blanco. Un día me invitó a estudiar a su casa, que quedaba enfrente al parque Chacabuco, sobre la calle Emilio Mitre. Hicimos el esfuerzo de concentrarnos en los libros y la geometría por media hora, y después ella me preguntó si que tenía ganas de subir a su terraza. Fue algo natural. “¿Vamos a la terraza?” Fuimos. Eran cerca de las cuatro de la tarde y había sol. La terraza es la previsible terraza porteña. Una puerta de acceso de vidrio esmerilado, baldosas naranjas, tanques de agua oxidados, ropa colgando. Nos asomamos al frente y vimos la calle. Estaríamos en un sexto o séptimo piso. El paisaje de la ciudad era hermoso. Entonces ella se acercó a un macetero y recoletó unas piedritas blancas del tamaño de media uña. Nos pasamos una hora y media tirándoles esas piedritas a los autos, a los vecinos y a todos los que pasaran por ahí.

Unos diez años después presencié una clásica batalla de guerra edilicia. Sobre el final de mi carrera universitaria conocí un tucumano bonachón y bastante opa que había venido a estudiar a la Universidad de Buenos Aires y, en realidad, se la pasaba de joda parasitando a los padres que le mandaban una jugosa mensualidad. Este tucumano vivía en un departamento muy descuidado en Almagro y había desatado una guerra personal contra sus vecinos de la planta baja. Una vez pasé por su casa a buscar unos apuntes que le había prestado -no los había tocado- y me hizo acompañarlo a una ventana que daba al pulmón del edificio. “No te asomes, boludo, te van a ver” me regañó. No le hice caso y miré para abajo. Se veían algunas macetas con plantas, un techo de chapa, muebles de jardín hechos de hierro pintado. Una mesa, una silla o dos, no recuerdo. El tucumano había preparado tres huevos y los lanzó sin precisión ni elegancia de ningún tipo. Enseguida se excitó todavía un poco más, si cabe, enumerando las cáscaras de banana, los huesos de pollo y los preservativos usados que había arrojado. Antes de irme, le pregunté por qué tanto encono contra sus vecinos. “Empezaron ellos poniendo la música a todo lo que da” me respondió. Por su actitud quedaba claro que lo hacía porque podía hacerlo igual que el perro que se lame. Si alguna vez viviste en planta baja con un patio al aire y luz del edificio sabés que lo que te pueden tirar va de la ocasional colilla como breve pirotecnia nocturna hasta partes de bicicleta y restos humanos.

Un par de años después, mi suegro me contó que su padre, un italiano emigrado a la argentina de Lanzo Torinese a principios de los años treinta, había caído preso por lanzarle cosas a una manifestación peronista. El padre de mi suegro estaba en su departamento de la calle Corrientes y abajo se desarrollaba una Marcha por el Deporte y la Juventud o algo así. El padre de mi suegro estaba enojado por algo contra el peronismo y se desquitó tirando. Primero tomates, lechugas y zanahorias, y luego hielo. “Fue a la heladera y como no había más verduras, les empezó a tirar cubitos de hielo y al final les tiró la cubetera. Me acuerdo porque lo vi” me contó mi suegro. Quince minutos después la policía tocó el timbre y lo llevaron detenido. Al termino de la concentración, lo largaron.

No era especialmente antiperonista, imaginate que él venía de la Italia mussoliniana y había estudiado en la Alemania fascista, pero era muy cabrón y le encantaba, le encantaba tirar cosas por la ventana” me dijo mi suegro cuando terminó la historia. Agregó que una vez, desde otro departamento en un piso quinto, le había tirado una ciruela a un amigo suyo y le había pegado en la oreja con especial puntería.

Tirar cosas desde un edificio -sin importar qué se arroje, a quién se lo arroje, con qué finalidad y precisión se lo arroje y más allá del grado de criminalidad que envuelva la acción- es divertido. No hay vuelta que darle. Todos los sujetos urbanos lo sabemos. Por eso cuando leí la historia del loco de los matafuegos no pude dejar de pensar en la alegría y la adrenalina que debió haber experimentado el tipo con cada lanzamiento.

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¿El loco de los matafuegos? Breve y simple, un tipo tiró catorce matafuegos desde un piso dieciocho. Página/12 lo informó así: “Primero juntó los matafuegos de su edificio de Mataderos y luego los arrojó desde el piso 18 hacia un estacionamiento. Ayer era buscado luego de la denuncia del encargado del inmueble, que advirtió los extinguidores tirados en las cocheras. Un grupo especial de la policía ingresó al departamento D del piso 18 del edificio de la calle Artigas 5196, pero no encontró a nadie. Cerca de la medianoche del jueves, el hombre había tirado desde ese piso 14 extinguidores que impactaron en el estacionamiento y generaron daños en dos automóviles”.

La pregunta es ¿por qué? Se dijo que el tipo debía treinta mil pesos de expensas, que era violento, que estaba loco, que se peleaba a los gritos con la mujer, que era borracho. Pero hay miles de borrachos, deudores y violentos que no hacen lo que hizo el loco de los matafuegos. La altura, la destrucción, el barrio, los proyectiles elegidos -concebidos para palear tragedias, no para producirlas-, la policía entrando por la fuerza a un departamento vacío, la indignación de los vecinos, el estacionamiento bombardeado… Todo está ahí, elegido con una precisión admirable, como si se tratar de una performance artística, de un relato paranoide de valor conceptual.

Más allá del poder negativo de la acción, su sensualidad destructiva, la pregunta central es ¿por qué? ¿Por qué un tipo tira catorce matafuegos desde un piso dieciocho? Creo que la respuesta es porque consiguió catorce. Si hubiera conseguido quince, habría tirado quince. Lo mismo si hubiera conseguido veinte. Y así. El loco de los matafuegos. Desapruebo la violencia, desde luego, pero un poco lo entiendo y lo envidio. La sensación de soltar algo pesado, verlo caer, escuchar o imaginar el silbido, y al final sentir el impacto, contundente, que se presenta sin posibilidades de ser relativizado… ¿Qué mejor metáfora para Lo Real que un matafuegos cayendo desde un piso dieciocho? ///PACO