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Europa y el fin de la democracia


Rodeado como pocas veces desde la Segunda Guerra Mundial por los renovados aullidos de nacionalistas y conservadores de izquierdas y derechas, el espíritu democrático de Europa enfrenta los bordes de eso que Michel Houellebecq llama con ironía “lo que está convenido pensar”. ¿Pero qué es lo que está “convenido pensar” en las democracias actuales? ¿Y por qué la incapacidad para confrontar lo “inconveniente” parece instalar al sistema en un punto donde el eco de los totalitarismos del pasado se mezcla con el miedo a los totalitarismos del futuro? En todo caso, es sobre la fragilidad del viejo deseo de organizar bajo la igualdad y el libre mercado a un continente asediado por conflictos económicos y culturales que las últimas novelas de Julian Barnes, Michel Houellebecq y Martin Amis añaden a la política la potencia de la imaginación. Y el resultado no es reconfortante. Desde Inglaterra, y entre las secuelas de esa reciente experiencia de voluntad popular llamada Brexit, la confusión política le añade al último libro de Julian Barnes un escenario privilegiado. Por eso su biografía novelada del compositor ruso Shostakóvich, ambientada durante los años de la Gran Purga, no es un alegato insípido sobre la importancia de la libertad ‒un ejercicio de hipocresía del que Barnes se burla con Chéjov al recordar que “había que escribir de todo, salvo denuncias”‒ sino una introspección acerca del drama de ser (o pretender ser) libre. A partir de ahí, el estalinismo, con su perversión ideológica y su astucia política, hace de la libertad artística una cuestión cercana a lo que la italiana Simona Forti, discípula de Hannah Arendt, llamó no hace mucho desde la filosofía política el problema de “exponerse al escándalo del mal”. Es decir, el problema de aceptar ser perturbado por el mal ‒por la tiranía, por la brutalidad‒ como condición necesaria para enfrentar el dilema de la responsabilidad (“el movimiento de la ética”, dice Forti a partir de las ideas del filósofo Emmanuel Lévinas). Para Shostakóvich, en tal caso, no se trata tanto del terror físico a morir en el gulag como del terror intelectual a ceder su creatividad a las directivas del Fondo de Música Soviética, donde lo que se aplaude son obras dedicadas, por ejemplo, a la consolidación del poder comunista en el norte del Cáucaso durante la guerra civil.

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El espíritu democrático de Europa enfrenta los bordes de eso que Michel Houellebecq llama con ironía “lo que está convenido pensar”. ¿Pero qué es lo que está “convenido pensar” en las democracias actuales?

A lo largo de su vida, sin embargo, seducido e intimidado por el poder, Shostakóvich iba a confiar incluso más de lo recomendable en su talento (y en su suerte) antes que en su cintura política, al punto de dejarse manipular por el Partido con tal de escribir su música. Barnes concentra entonces un conflicto que ilumina parte de la pregunta contemporánea acerca de la democracia: no se trata de censurar a artistas “desobedientes” en el Pravda, ni de los interrogatorios de la KGB; al final, ni siquiera se trata del miedo al estalinismo. De lo que se trata es del miedo a ser libre, el miedo a “soltarse de las manos que te mantenían a salvo”, como piensa el autor de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk durante el año en que espera, cada noche, la visita de los asesinos al servicio del Estado. ¿Pero eso significa que el idilio con la libertad, la igualdad y la fraternidad, parafraseando a Barnes, “solo se convierte en un idilio cuando se ha terminado”? Ese es el punto en el que conviene un salto a través del Canal de la Mancha para ubicarse ya no en las angustias del pasado, sino en las que crecen sobre el futuro inmediato. En ese sentido, lejos de ser nada más que una “provocación”, lo que Michel Houellebecq hace en Sumisión es llevar la cuestión del miedo europeo al islamismo a una dimensión distinta. ¿Y si el peligro, al menos en Francia, no fuera el ocaso de la democracia sino, por el contrario, su indistinta voluntad de absorberlo todo, incluso al partido de “islamismo moderado” del imaginario presidente francés Mohammed Ben Abbes? En su versión más liberal y progresista, de hecho, la democracia francesa tal como la imagina Houellebecq coincide en parte con lo que, desde la filosofía, Slavoj Žižek remarca al señalar que la distinción entre el fundamentalismo y la tolerancia multicultural del liberalismo se sustenta en una característica subyacente común: “ambas están permeadas por la pasión negativa del resentimiento”. Es decir que mientras el fundamentalismo, disfrazado de “identidad religiosa”, lucha en el fondo contra su propia “envidia” a “la civilización consumista mundializada”, el liberalismo multicultural, por su lado, hace de la tolerancia y de su “búsqueda inquisitorial de toda huella de racismo” un disfraz para luchar contra su propio sentimiento de superioridad. Por eso que, como insiste Žižek, no haya nada más enfurecedor para los fundamentalistas que la actitud paternalista de los progresistas europeos, que repiten bajo propuestas de “diálogo” y “comprensión” que no hay verdaderas diferencias entre unos y otros. Llevado a su novela, Houellebecq resuelve ese dilema de una manera simple: Europa se suicida. Y lo hace en la medida en que, tal como narra Sumisión, ni los terroristas ni los nacionalistas creen en el fondo que ninguna solución institucional pueda resolver su conflicto (lo que anhelan, en un caso, es la guerra santa, y en el otro, la guerra civil). Es en ese contexto de parálisis de la representación política ‒capaz de confundirse con las noticias reales‒ donde “las reglas del juego democrático” llevan a la Hermandad Musulmana al poder legítimo, y donde Houellebecq activa entonces los mecanismos de la sátira para describir cómo las costumbres culturales y económicas del islam podrían reescribir muy rápido la vida en occidente.

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«La tiranía será el producto del régimen democrático, uno de sus devenires posibles, y no la irrupción brutal del monstruo en la política».

Pero entre Barnes y Houellebecq resta otra mirada. Y aunque otra vez sea británica, que Martin Amis viva en Nueva York desde 2012 le añade una cuota de espacio suficiente para considerarlo con cuidado. En especial porque su última novela, La Zona de Interés, indaga a partir de una historia de amor en Auschwitz lo menos superficial del nazismo. Un régimen que, desde el centro de Europa, nació y se expandió hace poco más de 80 años entre coordenadas que ahora, entre países acreedores y países ahogados en deudas, oleadas de refugiados sirios y ataques terroristas, vuelven a hacerse reconocibles: decepciones políticas, desequilibrios económicos y una xenofobia primero esquizofrénica y después homicida contra los enemigos de la “verdadera” identidad nacional y el “espacio vital”. Para Amis, sin embargo, la clave de Hitler (y del apoyo de los alemanes a su régimen) es que, lejos de poder explicarse aún a la distancia, lo que lo define es precisamente la imposibilidad de una explicación. Ningún historiador, ningún biógrafo de Hitler se ha considerado nunca capaz de entenderlo, dice Amis, y de hecho muchos hicieron de esa incapacidad un problema histórico en sí mismo. Es por eso que como anus mundi, como epicentro obsceno de toda su violencia irracional ‒y esa diferencia entre los “carriles ideológicos” de la violencia de Stalin y la violencia demencial de Hitler no es menor‒, el Auschwitz de La Zona de Interés desplaza, igual que Primo Levi, la vieja pregunta sobre el “por qué” del nazismo hacia la única arista de sentido posible, el “cómo”. Por supuesto, basta cerrar el libro para percibir que, más allá de las vicisitudes del “por qué”, el “cómo” de aquella irracionalidad desatada sobre los judíos late una vez más (aunque a una escala todavía risueña) entre movimientos antiislámicos y antiinmigrantes alemanes como Pegida, teñidos del mismo fascismo y racismo de antes. ¿Pero es eso que hoy parecen estar incubando las democracias europeas un problema del pasado, un “problema externo” que regresa para amenazar todos sus logros? ¿O se trata, en cambio, de un eterno “problema interno”? Ante lo que la literatura señala con preguntas, historiadores como el francés Patrick Boucheron repiten que se trata de un peligro que viene de más cerca, y por eso debe prestarse atención a la experiencia del siglo XX. “El enemigo interno no es una alucinación: es sabido que la tiranía, la intrusión de un principio autoritario en un régimen democrático, sólo vendrá de la subversión de los propios principios democráticos y de las prácticas del vivir juntos; en otras palabras, la tiranía será el producto del régimen democrático, uno de sus devenires posibles, y no la irrupción brutal del monstruo en la política”, escribe en El miedo. Mientras tanto, en una de sus cataclísmicas quejas neuróticas acerca de cómo comportarse ante el poder, un ya veterano Shostakóvich, al menos como lo imagina Julian Barnes en El ruido del tiempo, se define a sí mismo como alguien cuya tragedia ha sido convertirse en lo que durante su juventud le habría merecido el más grande desprecio. ¿Y no es esa, en realidad, la clave para entender la naturaleza del miedo que hoy recorre a las maduras democracias europeas?////PACO