Ansiedad


Espiritismo luppineano: El decapitado

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“El Decapitado se fue pero su cabeza nos sigue hablando”. Y así, Ariel Luppino, que viene desplegando un proyecto inconmensurable, que partió con la mítica Las brigadas (Club Hem, 2017), demuestra que cada iteración de su escritura es cima y sima de una construcción de obra. El decapitado, publicado en “Golosina Caníbal presenta…”, es una pieza asombrosa. Lo nunca visto. ¿Qué está sucediendo en la literatura argentina? Extrañas vindicaciones, blasfemias perturbadoras. Un pálpito de secta anuncia sus filtraciones.

¿Dónde más podía publicarse la epopeya rancia del decapitado Fox sino en Golosina Caníbal, cuyo emblema es el acéfalo batailleano y cuyo artífice, Matías Raia, es un arqueólogo sistemático de Marcelo Fox desde hace más de una década? Como otros proyectos artesanales y periféricos, como la Oficina Perambulante de Carlos Ríos (donde Luppino publicó dos libros), Golosina Caníbal expandió ese blog de culto consagrado a las exhumaciones literaria, y lo condujo hacia la mística del objeto escaso: la tirada reducida de textos físicos, cartáceos, que arman un mapa de vindicaciones y recuperaciones.

Deconstruyendo el imperativo editorial aspiracionista del campo literario local, Luppino afirma: “Tuve que publicar tres libros para para poder publicar mi primer fanzine”.

El decapitado no es un poema. Es escritura. Esta obrita activa hasta la saturación hiperbólica todo ese sistema de supersticiones que fueron forjándose en torno a Marcelo Fox, el gran infame perdido de la literatura argentina, amigo esotérico y manijeado de Alberto Laiseca y discípulo del artista inclasificable llamado Ithacar Jalí, alias “El Sol Final”; Fox, autor de Invitación a la masacre, de Señal de fuego, de “Mutilación”; epicúreo de lo terrible al que alguna vez tendremos que dejar de nombrar en relación con el grupo Opium, que está tan por debajo de las raras conquistas de ese gigantón anómalo. Gran genio extraviado, Fox murió decapitado por un tren en la estación de Belgrano R en 1972. Tenía treinta años. Luppino, como un profanador de tumbas, se dirige en su busca. En La risa, libro minucioso en el que hay que penetrar con respeto, porque Luppino le dio la forma de un devocionario, aparece ya invocado el nombre de Fox. La mitologización, sacralización y decapitación de Marcelo Fox. Algo que Luppino opera y viene operando en varios niveles, entre ellos, el de la nigromancia: hablar con los muertos y que los muertos le respondan. No a todos responden.

Dice Sadeq Hedayat en La lechuza ciega, esa novela gótica intoxicada de tétrico sufismo: “Había oído decir que cuando alguien ve en la pared su sombra sin cabeza, muere dentro del año”. Pero para Luppino, los muertos son los interlocutores de la escritura. Hablar con los muertos es escribir. El espiritismo es el estilo. Sombras decapitadas abundan en las paredes del cuadrilongo cúbico donde Luppino yace embodegado. No da direcciones. Algún recoveco de Buenos Aires con vista, seguramente, a algún patio interior siniestro. ¿Qué importa dónde exactamente? Algún cuchitril que con modernidades disparejas disimula provenir de la estirpe de la pieza de pensión de Laiseca o del cuartujo tétrico de Raskólnikov. Allí escribe palabras que le son dictadas toda clase de fantasmas: la canalla del más allá.

El decapitado: texto mortuorio, siniestro, lleno de magia negra y ritos sepulcrales. La decapitación se disemina desde lo anecdótico y legendario hacia un axioma que Luppino coloca como esquivo y tortuoso emblema de su programa y del arte de la escritura en general:

El autor no ha muerto:

hay que decapitarlo

[…]

Todos los autores deberíamos decapitarnos.

La dedicatoria a Agustina Pérez, portavoz de una lamborghinofilia diferente, es una ostensible declaración de filiaciones. Luego se suceden treinta y dos segmentos, el último de los cuales, ingresando en delirio ontológico, se extiende como una letanía. Al final, una fotografía montada con un pie de foto, como si Luppino quisiera cerrar echando lazos hacia el Mishima de Bellatin. Escritura y literatura, ¿son lo mismo? Bellatin dice: “Escritura, si me preguntan qué es, lo sé; literatura, si me preguntan qué es, no lo sé”. Hay que decapitar al autor. Hay que matar la literatura para que, de una vez, empiece la escritura.

Intercaladas, las ilustraciones hipnóticas de fzdibujos realzan y relevan la atmósfera alucinada del texto. Pérez, Bellatin, fz, Fox. El arte de la escritura se vuelca por los bordes y absorbe una periferia que impugna la noción de obra cerrada. El decapitado es también propiedad de la dedicataria, que convirtió la obra en un corto audiovisual; es de Bellatin, es de fz, es de Fox. Luppino cree, siguiendo a Laiseca, que lo que no intercambia, muere. Y por eso El decapitado es una escritura que echa a rodar y que todo lo que se va pegando en su cuesta abajo atronadora se incluye en su propia definición de obra: los bordes porosos absorben todo.

En esta obra perfecta emergen las mejores frases de la literatura argentina (“Este texto no está escrito con ideas sino con frases”). Lado a lado con Señal de fuego, nunca más podrá leerse a Fox sin leer El decapitado de Luppino. En cierto modo, El decapitado se coloca al final del proyecto de Fox y marca la rendición de cuentas que Luppino hace con una consigna de base: volver a Fox no es rescatarlo, sino rescatarnos a nosotros mismos. Rescatar la literatura.

En la cúspide de su despliegue, Luppino hace esto:

¿Qué hay de cierto en eso de que el Decapitado tenía tres ojos?

Hay quienes dicen que no lo velaron a cajón cerrado porque estuviera decapitado sino porque le había crecido el Tercer Ojo.

No es un poema, pero el espesor poético es exuberante. Las frases perfectas se le caen del bolsillo y uno, como en un freak show, ni siquiera puede avanzar en el texto de la maravilla estrafalaria que es cada momento. De lo sagrado y de lo profano, del terror y de la risa… a un ídolo hecho de tal barro rezan las letras que consigna cabalísticamente Luppino: en cada libro, un avance de lo novelesco puro a la teoría rara, de la frase perfecta a la letra como ideograma.

A priori, Luppino es enemigo de los escritores de su generación. Le es demasiado fiel a la literatura como para aceptar con complacencia que cualquiera se ponga a escribir. Como buen mandarín, sólo respeta a los que se respetan a sí mismos. E incluso ellos son sus enemigos. Porque todo en el luppinismo funciona con las normas pretéritas y rigurosas del bushido. Todo es código, todo es etiqueta, todo es intriga… En una conversación, un luppinista le nombró a cierto escritor oportunista… Días después recibió en su casa una katana ritual con una carta que le exigía la salida honorable de hacerse el seppuku. A mí me pareció un exceso, pero las leyes de Tecnocracia son claras.

Alguien dijo públicamente, emulando lo dicho por Mailer sobre Burroughs, que Luppino era el único escritor argentino verdaderamente poseído por el genio. Luppino me lo comentó indignado. Limitarlo a la Argentina le resultó un insulto. Naturalmente, el elogio se quedó corto. Lean El decapitado. Le van a dar la razón.

Fox, que engendró hijos que desearían que el nombre del padre quedara borrado para siempre de la faz de la tierra; Fox, cuyos libros no buscaron el prestigio del nombre propio, sino la inmortalidad del ostracismo. Sólo los inmortales son, verdaderamente, innombrables.

Entonces, Luppino…

Luppino, que nos lleva de la mano de vuelta hacia Fox, como si dijera “No teman”. Nos lleva a visitarlo y acudimos como acólitos confusos y ansiosos a la torre negra y sin ventanas que es el templo de Fox. Lo alabamos como harían fanáticos con un hierofante o un milagrero de segunda, y le preguntamos, señalando un pasaje u otro de sus libros sagrados. Fox responde, mutilado de la peor manera: “Hemos amordazado a los muertos. Yo aún grito”. Exultantes, buscamos llevarlo a la ciudad, preparar una procesión en su honor. Le mostramos el burro en que lo llevaremos montado, para que entre resucitado a Buenos Aires, como el Cristo de Ensor entró a Bruselas. Fox mira el burro: “Para cabalgar, cabalgar a caballo de un tigre”. Volvemos solos, sin el maestro, pero antes de irnos advertimos el frontispicio cuya inscripción bordea el pórtico de la ermita. Reza: “Lo que no es fuego será olvidado”.

En vano querer colocar a Fox en el centro. En vano querer devolverlo a una ciudad de la que se fue decapitado. Esta es la hora del Lobo. Él es quien nos contará el cuento de alguien llamado Marcelo Fox. Luppino comienza a escribir. Y entonces comienza la escritura: “El Decapitado tenía un juego de correas, fierro y cuero”////PACO

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