Lo que inevitablemente precede a
Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos es que su autor, el ensayista británico Mark Fisher, se suicidó en 2017, algunos meses antes de cumplir 49 años. Aun así, analizar estas páginas nada más que bajo los efectos del título o incluso bajo los comentarios que Fisher le dedica a la depresión ‒la enfermedad que terminó venciéndolo y a la que se le asigna un capítulo entero: “Depresión y resentimiento de clase”‒ puede resultar un juego absurdo de pseudopsicología forense antes que un acto de lectura inteligente. La distinción no es insignificante y, de hecho, obliga a ser consecuentes con la lucidez crítica del propio Fisher, quien establece que la “depresión” de la que habla en este libro y en el otro que le valió su mayor reconocimiento, Realismo capitalista, no es la trágica depresión particular de quienes “se creen buenos para nada”, sino la depresión colectiva provocada por el “voluntarismo mágico”. Es decir, esa “táctica exitosa de la clase dominante” según la cual cada uno de los miembros de la clase subordinada “es empujado a creer que la pobreza, la falta de oportunidades o el desempleo son solo culpa suya, y de nadie más”. Reducir ese horizonte a la casuística particular de su suicidio, por lo tanto, solo sería caer en la trampa que, otra vez, el propio Fisher denuncia con todas las palabras: son las estructuras sociales y económicas las que todavía controlan las posibilidades que se abren (y se cierran) en nuestras vidas, y si esta afirmación es reducida por los propietarios del poder a “excusas para los débiles”, entonces solo estamos siguiendo el juego de “la ideología dominante y la religión no-oficial de la sociedad capitalista contemporánea”.


Analizar estas páginas nada más que bajo los efectos del título o incluso bajo los comentarios que Fisher le dedica a la depresión puede resultar un juego absurdo de pseudopsicología forense antes que un acto de lectura inteligente.

Desde ya, esta posición tampoco es patrimonio exclusivo de Fisher, ni lo ubica entre sus exponentes más radicales. Filósofos, ensayistas y críticos en un radio tan variado como Byung-Chul Han, Rutger Bregman, Peter Sloterdijk, Terry Eagleton, Fredric Jameson y Slavoj Žižek (estos últimos dos con una notable influencia en sus mecanismos argumentales y retóricos) tampoco considerarían osado afirmar que “la ontología depresiva”, como escribe Fisher, se basa en “verse a uno mismo como consumidor serial de simulaciones vaciadas”. Su particularidad, sin embargo, está en la habilidad para transparentar estos fenómenos en los discos de bandas como Joy Division y The Jam, o en la sala de grabación de Kanye West. En ese sentido, la máxima fuerza de Los fantasmas de mi vida se desata a través de un abanico musical contemporáneo al igual que ‒como señala en el prólogo Pablo Schanton‒ la filosofía y el psicoanálisis de Žižek funcionan a través del cine de Alfred Hitchcock.


La banda de sonido de las protestas callejeras que tuvieron lugar en Londres en 2010 le sirve a Fisher para profundizar la pregunta sobre la ausencia de una “música de protesta” en el siglo XXI.

En su punto más alto, por ejemplo, la banda de sonido de las protestas callejeras que tuvieron lugar en Londres en 2010 ‒la música “grim” y “dancehall” que oían los manifestantes‒, le sirve a Fisher para profundizar la pregunta sobre la ausencia de una “música de protesta” en el siglo XXI, proyectando hacia el presente lo que otro ensayista británico de su generación, Simon Reynolds, suele abordar en conceptos como la “retromanía”. Aún así, en cuanto se aleja de la música y se acerca al cine o a internet ‒Facebook es donde se nos “subcontrata para compensar el déficit afectivo”, escribe Fisher‒, la lógica y el estilo se vuelven más simplistas, como cuando transforma el concepto de “hauntología” de Jacques Derrida en una “trayectoria virtual” o abandona una casi siempre refinada brújula bibliográfica para avanzar hacia territorios demasiado melodramáticos e impotentes como la obra reciente de Franco “Bifo” Berardi, el lúgubre filósofo italiano convencido ‒sin ninguna ironía‒ de que la especie humana perdió la capacidad de gozar frente a la necesidad de “regresar a chequear los correos electrónicos”//////PACO