Si existe una ideología de la riqueza, una malla de sentido que acople en términos ilustrados la voluntad individual de dominio material con un anhelo de comprensión de lo humano, entonces Hernán Díaz (Buenos Aires, 1973) se acerca a su premisa fundamental cuando Andrew Bevel, uno de los plutócratas de su novela Fortuna, flamante ganadora del Premio Pulitzer de Ficción, afirma en el Wall Street de comienzos del siglo XX que “los negocios son el denominador común de todas las actividades y empresas humanas”.

Al menos para Bevel, el significado de eso es muy concreto: no hay asunto que no ataña al ámbito del hombre de negocios, por lo cual todo es relevante para quien, a través de una fusión metafísica con el capital, se transforma en “el verdadero hombre del Renacimiento”. Aun así, el hilo que atraviesa a los cuatro narradores de Fortuna está hecho de las turbulencias que tal ideología enfrenta en su roce con la realidad, turbulencias a veces traducidas en enormes triunfos (o colapsos) financieros de naturaleza pública, pero también en gigantescos fracasos (o éxitos) de la intimidad más privada. En tal caso, si el estilo sin excesivas sofisticaciones de Díaz narra en forma de diario, confesión o deliberada ficción un rasgo común a esas historias, ese elemento es el que, parafraseando al doctor Frahm, encargado de tratar a la desequilibrada esposa del magnate Benjamin Rask, vuelve una y otra vez al deseo estadounidense de “hablar sobre la riqueza para entender la riqueza”. ¿Y no es este el síntoma de una “enfermedad” evidenciada en la distribución cada vez más desigual de esa riqueza? Y si tal “enfermedad” es, además, el núcleo mismo de su acumulación, ¿acaso podría resolverse con el simple “entendimiento”?

Henry Ford

Fortuna apunta al nudo de esta pregunta cuando Ida Partenza, la voz más reveladora de una novela con las exactas aspiraciones de un best seller de calidad, repite que Karl Marx tenía razón en una cosa: el dinero es una mercancía fantástica. Y si eso es cierto para el dinero en general, en el caso del capital financiero en Wall Street se trata de “la ficción de la ficción”. En estas condiciones, no solo los magnates retratados en Fortuna verán desgarrados sus más laberínticos secretos por la simulación en la lucha por el dinero. También los verdaderos dueños de la riqueza, en especial en el mundo protestante, han debido convertirse en los forzosos diseñadores de sus propios relatos de vida, moldeados según sociedades que, aunque sea por leves razones de interés general, aún consideran que no deberían existir enormes volúmenes de dinero concentrados en un solo individuo sin una rigurosa contraparte de enormes volúmenes de esfuerzo personal y responsabilidad colectiva.

Por esta razón, capitanes de la industria como Henry Ford o Andrew Carnegie, también autores de sus siempre benévolas autobiografías (bien dispuestas a suavizar las convicciones antisemitas del primero u omitir las represiones a obreros del segundo), son la prueba de una tradición narrativa real que se extiende a nombres tan contemporáneos como Bill Gates o Elon Musk. Pero, por otra parte, sería difícil negar que en otras latitudes predomina algo muy distinto frente al evangelio de la riqueza. Tal vez sea la desconfianza generalizada ante la voluntad de engaño de los ricos, o quizás se trate del simple escepticismo de los ricos ante el vano deber de enmascarar su (no siempre legal) avaricia. De una manera u otra, esta es la idea de Honoré de Balzac cuando, entre la decepción y la amargura, escribe en La posada roja que “detrás de toda gran fortuna siempre hay un crimen” (frase que Mario Puzo utilizaría como epígrafe para El Padrino).

Andrew Carnegie

Lo cierto es que, ante la riqueza, buena parte de la mejor literatura ha preferido las inconveniencias de contar lo que la peor parte prefiere ni siquiera interrogar, y tal vez porque su fe agnóstica en la humanidad lo inmunizaba contra la particular necesidad de sus compatriotas estadounidenses de creer en los ricos, Kurt Vonnegut optó por el camino de la inconveniencia en más de una ocasión. De hecho, en Pájaro de celda es donde mejor cuenta cómo la célebre agencia Pinkerton, encargada de proveer a empresarios como Andrew Carnegie de sus temidos “rompehuelgas”, ayudó desde el siglo XIX a los creadores del moderno capitalismo americano a tratar con las masas asalariadas con una brutalidad muy lejana de la pacífica armonía que hoy sobrevuela las universidades y los teatros que llevan sus nombres. “Nos guste o no, muchachos, así es el negocio en el que estamos”, dirá el patriarca de una poderosa metalúrgica de Cleveland mientras sus esbirros masacran con rifles y bayonetas a obreros.

Aunque quizás sea el francés Michel Houellebecq, el más reciente heredero de Balzac, quien resuma a la perfección en novelas tan dispares como Serotonina o Plataforma el actual estado de impersonalidad de aquel viejo capitalismo de grandes nombres propios narrado en Fortuna. “El padre de Valérie tenía cuarenta y ocho años, su mujer cuarenta y siete; vivían en un país donde la inversión productiva no aportaba ninguna ventaja real comparada con la inversión especulativa”, describe Houellebecq a los padres de la heroína de Plataforma. Lo significativo es que, por efecto de esta certeza, el destino profesional, sexual y hasta vital de Valérie quedará sellado. Y luego, como si pensara en la novela de Díaz y en los rancios deseos de los ricos de presentarse como virtuosos impolutos ante sus súbditos, Houellebecq agrega: “Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído. Sí, eso es: solamente un poco más”///////PACO