Música


El encuentro entre Gardel y Caruso

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Entre los encuentros que sugieren una metáfora y cuyo testimonio reviste una elocuencia incontestable, tendría que anotarse el que, hacia mediados de 1915, tuvieron Carlos Gardel y Enrico Caruso abordo del transatlántico Infanta Isabel. Caruso, que visitaba la Argentina desde 1899, se había embarcado para regresar a Europa después de su gira por Buenos Aires y Montevideo. Desde 1904 su debut atronador en el Metropolitan Opera House de Nueva York había consolidado su fama internacional como tenor y lo había vuelto una figura del nuevo siglo XX tan resonante como Giaccomo Puccini, Maurice Ravel o Arturo Toscanini. El mundo lo celebraba sin reservas, a pesar de que su lírica romántica había traicionado la herencia del bel canto y suscitado el odio de los napolitanos. Por su parte, con 28 años y rumbo a Brasil, un Gardel promisorio pero todavía evitable viajaba en el mismo transatlántico junto a José Razzano. El dúo había actuado en Argentina y Uruguay, donde había alcanzado cierta fama, pero nunca frente a un público que hablara otra lengua. En Brasil, de hecho, la barrera idiomática terminaría frustrando la gira y, en un episodio algo confuso, Gardel y Razzano quedarían detenidos en San Pablo.

Pero antes, en la única sala del Infanta Isabel donde había un piano, rodeados de paneles de roble japonés y marcos de nogal, Caruso, que ensayaba los Ugonotti de Giacomo Meyerbeer, los recibe con curiosidad. Podemos imaginar la escena: juntos cantan arias y tangos para los ávidos oídos de una fête galante y tal vez recuerdan sus pasados provincianos en versiones pampeanas y napolitanas. Se sabe que Caruso fumaba cigarrillos egipcios a un ritmo vertiginoso y que su torso soberbio rebasaba al de Gardel. También lo rebasaba su fama, que ya lo había puesto a cantar por las víctimas del Titanic y para la realeza británica. La carrera de Gardel, en cambio, apenas despuntaba. Ni siquiera viajaba en primera clase, pero su frac esmerado y el resplandor de su gomina auguraban un futuro. Sin dudas, fue un encuentro sustancial entre dos figuras magnéticas. Pero, ¿por qué Caruso aceptó conocer dos músicos casi anónimos? Y entonces, ¿qué tipo de metáfora nos sugiere la reunión?

Carlos Gardel y Enrico Caruso representan dos maneras muy diferentes de concebir la música. Para corroborar ese primer choque, alcanza con repasar el lenguaje orillero del argentino y la lírica romántica del italiano, a pesar de que al escucharlos también es evidente que el tratamiento de algunos temas es irreconciliable. La mujer, por ejemplo, aparece en el lenguaje ceñido de Celedonio Flores en estos términos: “Desde lejos se te embruca, pelandruna abacanada / que naciste en la miseria de un cuartucho de arrabal; / pero hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada / la manera de sentarte, de charlar o estar parada / o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal”. Se trata de “Margot”, que Gardel graba en 1919 y que exhibe, a todas luces, una mirada degradante de la mujer, que además de ser parámetro de mediocridad y fracaso, es parámetro de desubicación (geográfica, en la medida en la que ha abandonado el barrio que la vio nacer, y social, porque se ubica en una clase que no es la suya).

En la mitología tanguera, esta mirada se acentuó hasta forjar el personaje de la “milonguita”, la muchacha de barrio que olvida sus orígenes, y es un lugar común que Gardel repite, por ejemplo, en “La Maleva”, “Griseta” y “Muñeca brava”, grabados en 1922, 1925 y 1929, respectivamente. Por el contrario, Caruso recrea en Aida el lenguaje idealizado de Antonio Ghislanzoni (encargado de escribir el libreto para Verdi), más cerca del espíritu de los trovadores provenzales que del realismo sintético del tango. En el papel de Radamès, un militar egipcio enamorado de una prisionera del Faraón, Caruso ejecuta la operación contraria: no desubica a la mujer dentro de un espacio mundano sino que la ubica en un espacio trascendente. “Celeste Aida, forma divina / mística corona de luz y flor / de mi pensamiento eres la reina / de mi vida eres esplendor”. 

Es cierto, sin embargo, que existe una mujer idealizada en el tango: la madre, el personaje tanguero por excelencia. A través de su bondad suburbana, sexualmente destituida y moralmente articulada, la madre representa una figura divina antes que femenina, ya que la ausencia de dioses, rara vez nombrados en el lenguaje del tango, relega los parámetros de comportamiento al juicio materno. A partir de ahí, los personajes de Gardel reviven la escena de lo que fue, rechazan los trasvasamientos artificiosos de la vida y proponen una vuelta a las bases. De hecho, cuando algún personaje gardeliano se equivoca, le canta al amparo maternal, y en eso consiste el tono elegíaco del “mal paso”: el desvío del barrio que lleva a los “besos falsos”, la perdición y las “bellas farsas”. Es así como toda la moral tanguera encuentra su móvil regresivo, algo que Gardel cristaliza en “Madre”, grabado en 1922, o en “Perdón viejita”, de 1925. Las óperas que interpretó Caruso, por el contrario, evocan una gran variedad de argumentos donde no resulta extraña la aparición de los dioses. Por eso el Radamès de Caruso le exige al rey fidelidad a los dioses (“¡Rey, por los dioses sagrados!”) y el Fausto que interpretó en Mefistofele (la adaptación que Arrigo Boito hizo de Goethe) exalta la meditación religiosa: “¡El amor por Dios! / Regreso de los campos y prados / con el único deseo / de meditar los Evangelios”.

La consumación de la diferencia inapelable entre la música de Gardel y Caruso es que la redención en el tango es el regreso al barrio y a la madre, mientras que, en sintonía con el ars moriendi, la redención en la ópera es la muerte. Es por eso que el personaje gardeliano puede guardar “escondida una esperanza humilde” y “vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo”. A fin de cuentas, volver al barrio y retirarse del centro corrupto es una manera de volver a empezar el camino hacia la felicidad. Los personajes de Caruso, en cambio, reflejan la obsesión constante que tiene el canon operístico con la muerte —incluso una ópera cómica como La flauta mágica de Mozart afirma que “atravesamos con la protección de la música la sombría noche de la muerte”—, y por eso se lo escucha cantar en la Tosca de Puccini que le resta “morir desesperado”, en L’elisir d’amore de Donizetti que “ya está listo para morir” o en Cavalleria rusticana de Mascagni que espera “el paraíso” para encontrarse con su amante. 

El encuentro entre Gardel y Caruso fue el encuentro de dos artes diferentes. Socarrona, irónica y nostálgica, la música de Gardel es una actitud frente a la vida. La melancolía y el regodeo neurótico serán modos empobrecedores de vivir, pero ese modo de designar y sintetizar la realidad urbana implica, pese a todo, cierta vitalidad. Taciturna, solemne y borrascosa, la música de Caruso es en buena medida una actitud frente a la muerte, y por eso los personajes de sus óperas son capaces de plantear aspectos fundamentales en torno al final de la vida y hasta de ayudarnos, en el despliegue de una contemplatio mortis, a hacer las paces con la flagrante pero olvidada verdad de que, como la de Radamès, toda vida llega a su término. 

Ahora bien, ¿se trató el encuentro de meras diferencias? Después de todo, ni Gardel se confunde con el tango ni Caruso se confunde con la ópera. Y si es cierto que dos lenguajes diferentes son siempre dos maneras diferentes de ver la vida, también es cierto que Caruso quedó maravillado con la voz del Zorzal Criollo y hasta le dio unos consejos y contactos en Nueva York. Por eso, sería posible imaginar a Gardel y Caruso como gemelos: dos divos que compartieron la coyuntura incipiente de la industria cultural, participaron en el nacimiento de la industria discográfica y hasta influyeron en el nacimiento del cine (Gardel con las películas de la Paramount Pictures —El tango en Broadway o El día que me quieras—, y Caruso en el cine mudo, con My cousin y The splendid romance). Y como además fueron dos hombres que catapultaron su talento —Gardel transformó el tango en una romanza internacional y Caruso hizo de la ópera un símbolo y una mitología—, también es cierto que lo que el encuentro en el Infanta Isabel simboliza es que, apelando al viejo refrán sobre la conformidad de los opuestos, aun si están agazapadas, siempre existen simpatías entre las diferencias////PACO

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