1 Seguir insistiendo sobre la presencia de Calabria en las letras argentinas parece una banalidad extemporánea. Tengo un consuelo: la misma apreciación también vale para la literatura tokiota, suaba o carioca​. Y hay una variable que puede jugarme a favor sobre este particular, la mayor cantidad de italianos fuera de Italia no está en Suiza ni en Francia, ni en Alemania, sino en la Argentina. Y una parte considerable de ellos son descendientes de calabreses. ¿Alcanza este beneficio edípico-demográfico para justificar el interés? Creo que no. Y sin embargo, la literatura argentina, esa institución ya bien desarrollada, incluso a nivel internacional, está más atravesada por lo calabrés de lo que parece. Digamos sin esperar que mientras armaba el catálogo del caso, Pablo Valle me señaló que Sabato era de origen calabrés. La entrada en Wikipedia dedicada a los arbëreshë lo confirma. El término, con su llamativa doble diéresis, demanda una sucinta explicación. 

Los arbëreshë son los italianos de origen albanés cuyas familias se agruparon en el sur de Italia. El gentilicio viene de su dialecto, el arbërisht. Existe un núcleo de descendientes directos de los albaneses que se instalaron en la península durante los siglos XV y XVI, después de la muerte del héroe nacional albanés Gjergj Kastrioti, más conocido como Skanderbeg, en albanés Skënderbeu, y de la subsecuente invasión del Imperio Otomano. Pero la inmigración albanesa a Italia por oleadas se sostuvo a lo largo del siglo XIX y XX. Estos migrantes son católicos y el propio dialecto arbërisht, que reproduce la gramática y el vocabulario de la Albania preotomana, está influido por el italiano y el griego. A menudo los pueblos de las zonas de emigración tienen dos nombres. Uno en italiano, que es el oficial, y otro de uso privado, en arbërisht. En la provincia de Cosenza, donde son una minoría significativa, la localidad de Acquaformosa es conocida por sus habitantes como Firmoza, Cariati como Kariati y Castroregio como Kastërnexhi. Según Wikipedia, Giovanna Maria Ferrari, la madre de Sabato, pertenecía a una familia arbëreshë que emigró de San Martino di Finita a Argentina, un movimiento, el de Albania-Calabria-Buenos Aires, muy común a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Por su parte, Francesco Sabato, su padre, también era calabrés, pero de Fuscaldo.

Sabato nació el 24 de junio de 1911 en la ciudad de Rojas en la Provincia de Buenos Aires. En 1929 ingresó a la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Universidad de La Plata. Fue militante del movimiento de Reforma Universitaria y en 1933 resultó elegido Secretario General de la Federación Juvenil Comunista.​ Para esa época conoció a Matilde Kusminsky Richter, una estudiante de diecisiete años, que muy rápido se transformaría en su mujer. En 1937 obtuvo el Doctorado en Ciencias Físicas y Matemáticas y con el apoyo de Bernardo Houssay consiguió una beca en el Laboratorio Curie de París. Después esa experiencia europea volvió a la Argentina y unos años más tarde dejó la física y se dedicó a escribir. Las razones de ese cambio no quedan claras. Sabato habla de un pesimismo esencial, de una búsqueda más allá de la fría experimentación atómica o subatómica, pero nadie deja la carrera de una vida en las ciencias duras por temas tan domésticos y vaporoso como el sentido de la vida. Más bien al contrario. Lejos de la física, Sabato ofreció al lector un larga serie de ensayos, pero su lugar en la literatura argentina se lo dieron tres novelas. El túnel de 1948, Sobre héroes y tumbas de 1961 y Abaddón el exterminador de 1974. Las dos primeras siguen siendo hoy muy leídas, al punto que forman parte de algunas bibliografías obligatorias del colegio secundario. Con la vuelta de la democracia y el triunfo de Ricardo Alfonsín en las elecciones de 1983, el escritor presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, encargada de investigar las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. El informe final es el famoso Nunca más, libro que a la sazón funciona como su cuarta novela. Este hecho se volvió central en su perfil público. Sabato falleció en su hogar de Santos Lugares durante la madrugada del 30 de abril de 2011, cincuenta y cinco días antes de cumplir cien años. No encontré marcas significativas en su obra que dieran cuenta de su origen calabrés. Es posible que haya alguna alusión biográfica, pero no logra ser relevante.

Por otra parte, la vida de Sabato tiene el rictus de la seriedad pero, muy rápido, ese aplomo se transforma en señas de picaresca. No me refiero a la muy documentada visita a Videla presidente de facto, con Castellani y Borges, más equívoca y patética que dramática, sino a, por ejemplo, una ilustrativa anécdota. Se la escuché al escritor Daniel Guebel. La resumo. En un salón público, la mujer de Sábato atiende un grupo de intelectuales. Hay jóvenes, académicos, curiosos. Todos están de pie. Sabato se acerca preocupado. “Matilde —dice—, no encuentro la carta.” Luego se retira. La escena se repite. “La carta, la carta.” Finalmente la carta aparece. “Se la escribió Graham Greene” acota Matilde. Alguien del grupo pide la lectura o la misma Matilde concluye: “Bueno, ahora que la encontraste, leela.” Desde ya la carta es una breve esquela de elogios educados, casi una formalidad. Sensible al nombre del novelista británico, el pequeño público festeja los saludos. Verdadera o falsa la anécdota describe una forma de ver a Sabato. (Tengo otra anécdota. Esta vez personal. Estaba en un bar de la calle Corrientes, esquina Paraná, y Sábato se levantó de su mesa y fue hacia la puerta. Hubo un momento de admiración general y de golpe la gente empezó a aplaudirlo. Sabato, ya muy viejo, agradeció y se retiró. Es el día de hoy que me pregunto qué aplaudían esas personas. ¿Al hombre, al escritor, a ellos mismos?)

Para el calabrés en Roma o en Buenos Aires, en Milán o en Rosario, las formas, el prestigio y el reconocimiento eran una necesidad económica y vital. Su fuerza interior lo llevaba a trabajar y subir pero ese reconocimiento resultaba imprescindible para lograr formar parte. En un comerciante, un artesano o un trabajador, ese ánimo de pertenencia se podía traslucir en el peor de los casos en imposturas graciosas y en el mejor en la adopción de consumos culturales más elevados, a veces raramente emparentados con lo que se dejaba atrás, por ejemplo, la ópera, popular en Italia, elevada y clasista en Argentina. A los escritores ese ánimo de pertenencia siempre les singfica, por un lado, una actividad redituable, conocidas son las técnicas del arribismo, el nepotismo y el besamanos cultural, y por el otro, rápidamente, caer en la bufonería fácilmente observable. Hay bibliografía científica al respecto. Y tanto Arlt como Borges se dedicaron a eso, a señalar, con sutiles ironías y asertiva mirada. Por su parte, Sabato, con su oscuridad que pretende hacer pasar por profundidad, y todas sus afectaciones de faro moral, generó siempre mucha desconfianza.

Insisto un poco más. Sabato huye de los lugares comunes de la Calabria. El atraso económico, el catolicismo cimarrón, la pasión, el orgullo, el honor, las traiciones y las vendettas, la montaña, el mar, el sol. ¿Y hacia dónde huye? Hacia Europa, hacia la ciencia, hacia los salones, hacia la moda literaria que en su momento fue el existencialismo. Sus ensayos no son ejemplo de estilo y suelen responder a un humanismo forzado. Poco medulares, se desarrollan sin preguntas relevantes, planteados lejos de las respuestas que comprometen. Esta afectación fue enseguida percibida por la intelectualidad argentina. Sin embargo, la censura sin examen se impuso en varios círculos como reacción a cierta consagración progresista, elemental y comercial. Para tantos, Sabato sería un referente moral antes que literario… Entiendo que la confusión, abonada por el mismo autor, irrita. Ahora bien, su novelística es otra cosa. Las críticas usuales de los lúcidos muchas veces repiten la lucidez ajena. Pero entre detractores y apologistas, Sabato tiene un defensor curioso, del cual su capacidad lectora difícilmente pueda ser puesta en duda. Se trata, desde luego, de otro descendiente de italianos. 

2 En el primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, Piglia enseguida se coloca en relación a una tradición que se tensiona con el centro y merodea la periferia, gesto recurrente en los escritores argentinos. En la página 25 del libro cita el Diario de la guerra de Carlo Emilio Gadda, señalando que Gadda vivió en Argentina y que en su novela La cognizione del dolore de 1953 anticipó la Argentina de hoy. Luego Piglia construye una de esas series que tanto le gustan. Habla de Arlt, de Gombrowicz y de Gadda. Cito: “Los tres son escritores, extravagantes, intraducibles. No usan la lengua literaria media, dijo Renzi, miran todo con ojo estrábico, al sesgo, son tartamudos disléxicos, guturales: Arlt, Gombrowicz, Gadda. En cuanto a mí, yo que era hijo y nieto de italianos, me he sentido a veces sobre todo un escritor italoargentino, no sé si existe esa categoría…” Luego Renzi dice que le hubiera gustado ser sobrino de Gadda pero que en lugar de eso debe conformarse con ser “su descendiente voluntario pero ilegítimo y no reconocido…” 

En los diarios, Renzi es Piglia. Pero también es un poco más que Piglia. Y este rasgo italiano lo pone en un lugar excéntrico de sí mismo, de su afectación borgeana, de sus propias lecturas anglosajonas. Arlt se enseña en las escuelas secundarias de la Argentina, Gombrowicz es ejemplo ya previsible de escritor visitante, pero ¿y Gadda? Gadda es la excepción dentro de las presuntas excepciones, un escritor desconocido para los argentinos, pero, y esto hace todavía más raro el juego de espejos, central dentro del campo intelectual italiano. Gadda era milanés. La familia de Piglia de Pinerolo, Piemonte. ¿Y dónde se pueden encontrar un piamontés y el hijo de una pareja de calabreses? En Buenos Aires, desde ya.

Después de ser un divulgador y un lector esmerado, prolijo y talentoso de la obra de Borges, Piglia gira, en los bordes de sí mismo, el tablero de mando. Y lo hace recurriendo a Italia. No a Estados Unidos, mucho menos a Francia o Inglaterra, las tres potencias literarias del Río de la Plata. Vamos por partes. En algún momento del siglo XXI, César Aira subió un escalón en la ponderación universal y desde ahí dictaminó, pérfido y magnánimo, que Piglia, su rival, era heredero de Sabato. La fina injuria funcionaba bien en el ambiente de lectores avezados tanto en Argentina como en otros países de habla hispana. Sin embargo, Piglia recogió la afirmación y complejizó el insulto. En sus clases sobre Borges organizadas por la Biblioteca Nacional y emitidas por la Televisión Pública puso a Aira en una serie justificada pero también agraviante. Explicando porque no le dieron el Nobel a Borges, Piglia dice: “No le dieron el premio Nobel porque la obra de Borges no es una obra para el premio Nobel. No es un novelista ¿no?, no es Gálvez, no es Mallea, no es Aira, escritores que escriben grandes obras, muchísima cantidad de libros. No, él es un escritor microscópico.”

¡Gálvez y Mallea anticipando a Aira! Dos escritores centrales en su momento, decimonónicos, adocenados, aburridos de leer, y hasta cierto punto hoy escolares y olvidados. No me podría imaginar peor compañía para Aira. Y luego Piglia vuelve sobre Sábato para releerlo. Borges-Sabato, la rivalidad suena y es comercial. Y sin embargo, en ese pliegue, la voz tercera de Piglia trae un poco de luz. 

En una entrevista hecha por Ana Solanes para Cuadernos Hispanoamericanos en el 2007, luego compilada en libro, comentando el tema de publicar-no-publicar, Piglia dice: “En la Argentina, el que ha hecho de esa retórica del silencio una profesión lucrativa es Ernesto Sabato. Lo hemos criticado mucho por su manera tan locuaz de quedarse callado, aunque la verdad es que sus novelas son buenas, a pesar del tiempo que tardó en escribirlas (en especial Sobre heroes y tumbas, un melodrama gótico a la Faulkner muy bien hecho, con incesto incluido).”

En otra entrevista, publicada en junio del 2011 por el diario El País de España, retoma la inesperada ponderación. Sabato había fallecido hace poco y Piglia dijo: “Era una persona bastante desagradable, muy oportunista. Fuimos un poco injustos con él. Sobre héroes y tumbas es extraordinaria si uno la lee como lo que es, un melodrama gótico, no una novela intelectual.”

Entiendo que Piglia salda así esa deuda en la cual Aira lo había puesto. Pero al mismo tiempo torsiona la lectura previsible de Sábato. La cita es inteligente. Sabato no sería referente ético de nada, sino un producto a consumir sin culpa, autor de una novelística fenomenológica, epocal. Lo del gótico, presente en ambas afirmaciones, es una lectura quirúrgica, precisa. Desde luego, todas estas idas y venidas, con sus acusaciones y contra-acusaciones, no son otra cosa que un acto más del lento sainete nacional cuya clara inspiración itálica no se nos escapa. Y si digo sainete, lo que suena, como un murmullo en las obras de Discépolo, son las miserias picantes de la italianidad en la pelea por vida. O parafraseando a José Ingenieros, otro inmigrante, la simulación en esa lucha.

3 ¿Hay un calabrés escondido en el centro de nuestro canon literario? Sabato más bien estaría al costado, en un lugar, al mismo tiempo, valorado y sistemáticamente desprestigiado por todo tipo de lectores. Leer en Bizancio recupera de forma amena y ordenada los seminarios que Guglielmo Cavallo dictó en el 2003 en la École des hautes études en sciences sociales de París.  Publicado en castellano por Ampersand en el 2017, el libro es un intento válido por investigar una materias difícil por mucho motivos. Si es difícil saber cómo se lee un texto cualquier de cualquier época, más complejo es todavía si esas lecturas ocurrieron hace muchísimo tiempo, nunca fueron estudiadas de forma sistemática y las escrituras que produjeron esas lecturas son irregulares y fragmentarias. Cavallo propone una continuidad en Bizancio del Imperio Romano que logra llevar adelante su propia identidad cultural incluso después de la cristianización. Leer en Bizancio abarca así siglos de transformaciones y prácticas, desde el fundamental paso del papiro al códice, que liberaba las manos y permitía hacer anotaciones al margen, hasta la idea, al parecer bastante común, de que ser analfabeto era considerado humillante. También se citan las diferencias entre la lectura sacra y la otra lectura, la que mezclaba la poesía, la historia y hasta la novela. El libro es generoso con las citas, algo que se agradece y resulta ilustrativo. La primera cita textual del libro pertenece al elogio fúnebre para Basilio de Cesarea, donde Gregorio Nacianceno subraya la importancia de la formación intelectual o paideusis: “Sostengo que todos los hombres capaces de juicio están de acuerdo en reconocer la educación como el primero de los bienes con los que contamos.” Esa sería la posición progresista, central, la defensa de la civilización y status quo. Hacia el final del libro aparece su contraparte. En el capítulo 11, analiza las marginalia, esas notas que se hacían en el margen de los libros y que dan cuenta de innumerables informaciones y sentimientos. Muchas van sobre el texto que está siendo leído, lo cual le da a filólogo material para sondear las formas de la lectura, pero también hay notas al pasar que recogen hechos de actualidad como terremotos y eclipses, insultos a terceros, intentos líricos, anotaciones sobre nacimientos y muertes y hasta la descripción de sueños. De todos los que se transcriben hay uno que me interesa. Si en el elogio fúnebre inicial la muerte parece sino retroceder al menos ralentarse frente a los logros intelectuales de los hombres, aquí la situación es bien diferente, casi la inversa. Segn Cavallo, al margen de la Dialéctica de Juan Damasceno, poco después del comienzo del texto, un joven “en un griego por demás rústico” anotó esta confesión: “Muchas veces tuve la intención de estudiar. Pero dejé el estudio porque soy estúpido y sobre todo porque soy calabrés. Y los calabreses pertenecen a una raza bárbara y enemiga de la verdad […]”

La cita está copiada de Calabria bizantina. Tradizione di pietà e tradizione scrittoria nella Calabria greca-medievale, una investigación de Paul Canart publicada en 1983. Hay mucho para señalar en estas palabras. Primero, frente al estudio como bien primario, como acuerdo ecuménico de los hombres de juicio, el deseo fallido y abandonado, una dicotomía que con sus contaminaciones y capilaridades llega hasta nuestros días de universidad masiva e Internet. Segundo, la paradoja de decirse enemigo de la verdad y afirma categóricamente una verdad constatable. Esa asertividad le confiere a la frase una dignidad que el panegírico frente a la tumba, poco original, no tiene. Ese joven calabrés, que vivía en una zona periférica del mundo bizantino, pero al mismo tiempo una zona rica y bella, de montañas, islas y mares, ¿dejó de leer y pensar? ¿O solo dejó de estudiar? No es lo mismo. La práctica de la lectura y la especulación, una vez comenzada, resulta difícil de abandonar.  

El filósofo frente a la tumba, entonces, empujado a carecer de matices, y el joven estudiante de la periferia que entiende que eso no es lo suyo. De fondo el adjetivo “bárbaro”, la “raza bárbara”, los que hablan fuera de Occidente y no logran ser comprendidos. Aunque en el borde, los calabreses siempre estuvieron de este lado de Occidente. En la conformación de nuestro país como entidad independiente, Sarmiento vio con claridad que en lo bárbaro se jugaba algo más. Sus comentadores, entre los cuales puede ponerse a los italianos citados antes, expandieron y complejizaron ese concepto hasta transformarlo en una rica identidad literaria. Hoy entiendo que, a veces de forma secreta, a veces de forma pública, en el diálogo entre esas dos citas bizantinas se juega parte del destino de las letras argentinas. Quizás también, y sin exagerar, de la Argentina como pueblo, comunidad y nación.////PACO

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