Los días de Jesús en la escuela es la segunda parte de La infancia de Jesús, aquella novela publicada en 2013 con la que John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940) terminó de desplazar la pulsión alegórica latente en toda su obra hacia una frontera nueva y probablemente definitiva, anclada en lo que podría llamarse una “ficción especulativa”. Puesto en coordenadas más puntuales: si el Premio Nobel que recibió la literatura de Coetzee en 2003 parecía haber intensificado un giro que iba del realismo de Desgracia ‒en la que tematiza las derivas crueles del apartheid, de la sexualidad y de la construcción de un legado‒ hacia temas cada vez más abstractos y filosóficos, Los días de Jesús en la escuela aterriza sobre cuestiones tan atemporales de la experiencia humana que, de hecho, se libera de asuntos narrativos como el espacio y el tiempo al ubicar la acción en un pueblo arquetípico y postapocalíptico llamado Estrella (al que los personajes llegan tras abandonar Novilla, la ciudad de La infancia de Jesús en la que se reagrupaba la humanidad luego de que todos hubieran olvidado el pasado).

Los días de Jesús en la escuela es la segunda parte de La infancia de Jesús, con la que Coetzee terminó de desplazar la pulsión alegórica latente en su obra hacia una frontera definitiva.

Ese largo trance de la novelística de Coetzee hacia lo “alegórico” es lo que, en parte, se perfilaba ya en las preocupaciones sobre el lenguaje, la naturaleza, la vejez, el amor y la memoria que aparecen en otras novelas posteriores a 2003 como Elizabeth Costello, Hombre lento y Diario de un mal año, o en la autobiografía en tres partes compilada bajo el título de Escenas de una vida de provincias. Sin embargo, otra parte de ese mismo giro concentró su energía en las variantes del ensayo. Y ahí están los prólogos, las traducciones, los artículos, las entrevistas, las críticas, las conferencias y los epistolarios ‒como el que publicó con Paul Auster pero, sobre todo, como el que publicó con la psicoanalista Arabella Kurtz, El buen relato‒ que recuerdan que su obra no es solo la de un novelista sino también la de un crítico literario, un lingüista y, a fin de cuentas, un “hombre de letras”, como aquellos sobre los cuales el propio Coetzee escribió en 2001 en el volumen de ensayos Costas extrañas. Es alrededor de esta confluencia de intereses y aptitudes, finalmente, donde conviene ubicar una novela de estilo tan depurado como Los días de Jesús en la escuela, cuyo eco religioso funciona apenas como un guiño irónico que recuerda qué tanta crueldad puede desatarse en el mundo cuando las bellas palabras y las buenas voluntades se reúnen con los verdaderos hechos (algo sobre lo cual Jesús de Nazaret sí ha dejado numerosos testimonios). Tal como terminaba La infancia de Jesús, entonces, en Los días de Jesús en la escuela reaparecen Simón e Inés, aquella pareja fría y asexuada cuyo único lazo se sostiene alrededor de David, un chico extraño y vivaz que ni siquiera es su hijo y al que Simón había encontrado abandonado cuando ya todos habían olvidado el pasado. A punto de cumplir 7 años, sin embargo, no logran ubicar a David en ninguna escuela: en algunas se aburre porque es demasiado inteligente y en otras porque se burla de sus maestros; ahora, de hecho, hasta el estoico Simón empieza a sentirse un poco harto de las preguntas ininterrumpidas (“Maite dice que su madre obliga a su padre a ponerse un globo en el pene para no tener otro bebé. ¿Tú te pones un globo en el pene, Simón?”).

Lo religioso funciona apenas como un guiño irónico que recuerda qué tanta crueldad puede desatarse cuando las bellas palabras se reúnen con los verdaderos hechos.

En tal caso, las opciones educativas en Estrella son acotadas: existe una Academia de Canto y una Academia de Danza. Y es en la Academia de Danza, en la que “cuando estás bailando cierras los ojos y puedes ver las estrellas con la mente”, como le cuenta el chico a su padrastro, que la hermosa profesora María Magdalena y el siniestro preceptor Dmitri van a despertar en “el joven David” ciertas preguntas delicadas sobre la pasión, el deseo, la violencia y la muerte. Es a partir de ahí, también, que incluso con un ligero humor ‒que no es precisamente uno de los atributos narrativos más explícitos de Coetzee‒ se activa una exploración inteligente y por momentos morosa de cuestiones tan clásicas e inagotables como el sentido del aprendizaje y la pedagogía, el despertar del sexo y la dinámica a veces terrible que los efectos del odio comparte con los efectos del amor//////PACO